SARAMAGO Y LA FÁBULA DEMOCRÁTICA
En la novela corta Bartleby (1856), en la persona del copista de una firma de abogados que abandona sus labores sin separarse de su lugar de trabajo (pues en un momento dado “prefiere” no hacer nada de lo que su jefe le pide), Herman Melville construye una inquietante figura de subversión estática. La resistencia pasiva del personaje trastorna las costumbres oficinescas, es como una bomba de melancolía puesta en el centro de eso que suele llamarse normalidad, pero el estallido semeja, más bien, a una vela que se apaga. “Oh, Bartleby”, se duele el narrador, que ha presenciado el derrumbe final del copista, “oh, humanidad.”
José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922) retoma de algún modo la figura de Bartleby y la masifica. El “no” lánguido abandona el espacio individual en que lo dejó Melville e implica, en la novela Ensayo sobre la lucidez (Alfaguara, 2004), a toda una ciudad: en una jornada electoral que podría calificarse como ejemplar por el número de votantes que acude a las urnas, un porcentaje altísimo y mayoritario opta por dejar las boletas en blanco. En términos de Melville ese gesto se traduciría como un “Preferiría no votar”.
Al principio el poder reacciona con un desconcierto análogo al del jefe de Bartleby (acostumbrado éste a que se respete su “jerarquía” dentro del reducido aparato social donde se mueve), y llama a nuevas elecciones. El porcentaje de “blanqueros” cambia, pero hacia arriba: pasa de un 73 a un 83 por ciento. Y el gobierno se cimbra, los funcionarios no saben cómo interpretar ese casi unánime espacio vacío, cuando las causas están a la vista, pues “si votaron como votaron era porque estaban desilusionados y no encontraban otra manera de expresar de una vez por todas hasta dónde llegaba la desilusión”.
Debe aclararse que el nombre de Bartleby no aparece en la novela, y si se menciona aquí es porque los paralelismos entre ambas ficciones son harto evidentes. La ciudad de Bartleby es la oficina, que él convierte en su espacio vital, en su residencia, hasta que, ante la imposibilidad de hacer que se vaya, el jefe traslada el despacho a otro edificio. Igualmente, el gobierno de Saramago decide abandonar la capital de ese país sin nombre, inquieto e incómodo por la blanca subversión que infecta a la metrópoli.
La autoridad imagina una gigantesca conjura internacional de desestabilización, de la que no tiene pruebas; o intenta señalar a grupos subversivos organizados que reiteradamente están obstaculizando la expresión electoral popular, mas no logra darle rostro a las acusaciones... Aunque eso no es obstáculo para que las fuerzas del orden actúen, pues si no hay culpables, se fabrican.
La situación es inédita, y el mosaico narrativo que se crea en torno a ella deslumbra por su crudeza. Reiteradamente, Saramago ha expuesto su crítica a lo que conocemos como democracia, pues él piensa que no lo es: el pueblo no gobierna en las democracias, lo hacen los grupos en el poder, es decir los empresarios y las burocracias gubernamentales. El principio democrático tácito es que ese mando cupular no puede ser cuestionado. Tales ideas políticas del narrador tienen su traducción en la trama a partir de esa ocurrencia por hacer que toda una ciudad decida, sin líderes ni grupos que promuevan esa actitud, acudir a las urnas pero votar en blanco.
Confieso que abordé la nueva novela de Saramago con cierta desesperanza. Su ejercicio anterior, El hombre duplicado (2002), tiene también como percutor un hecho que podría considerarse inverosímil (la existencia de un doble idéntico al protagonista), pero su resolución no es afortunada. Daba la impresión que la prisa por entregar un nuevo libro lo había llevado a una salida fácil... Pero a este Ensayo sobre la lucidez, que continúa y cierra en cuanto a personajes y geografía su Ensayo sobre la ceguera (1996), lo domina un aliento mayor: el retrato social es amplio y detallado a un tiempo. Las discusiones de “gabinete”, por reales, son una caricatura precisa de lo que pasa en muchos gobiernos, sobre todo de ese sistema oficial de favores que se cobran y se pagan, se hacen y se retribuyen... Mas la novela va de la cúpula a la ciudadanía, y aunque ésta termina por ser aplastada muestra en el proceso una dignidad que no tienen quienes se dicen defensores de la democracia y que son, en realidad, una cuadrilla de burócratas aferrada a sus privilegios.
Julio 2004
En la novela corta Bartleby (1856), en la persona del copista de una firma de abogados que abandona sus labores sin separarse de su lugar de trabajo (pues en un momento dado “prefiere” no hacer nada de lo que su jefe le pide), Herman Melville construye una inquietante figura de subversión estática. La resistencia pasiva del personaje trastorna las costumbres oficinescas, es como una bomba de melancolía puesta en el centro de eso que suele llamarse normalidad, pero el estallido semeja, más bien, a una vela que se apaga. “Oh, Bartleby”, se duele el narrador, que ha presenciado el derrumbe final del copista, “oh, humanidad.”
José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922) retoma de algún modo la figura de Bartleby y la masifica. El “no” lánguido abandona el espacio individual en que lo dejó Melville e implica, en la novela Ensayo sobre la lucidez (Alfaguara, 2004), a toda una ciudad: en una jornada electoral que podría calificarse como ejemplar por el número de votantes que acude a las urnas, un porcentaje altísimo y mayoritario opta por dejar las boletas en blanco. En términos de Melville ese gesto se traduciría como un “Preferiría no votar”.
Al principio el poder reacciona con un desconcierto análogo al del jefe de Bartleby (acostumbrado éste a que se respete su “jerarquía” dentro del reducido aparato social donde se mueve), y llama a nuevas elecciones. El porcentaje de “blanqueros” cambia, pero hacia arriba: pasa de un 73 a un 83 por ciento. Y el gobierno se cimbra, los funcionarios no saben cómo interpretar ese casi unánime espacio vacío, cuando las causas están a la vista, pues “si votaron como votaron era porque estaban desilusionados y no encontraban otra manera de expresar de una vez por todas hasta dónde llegaba la desilusión”.
Debe aclararse que el nombre de Bartleby no aparece en la novela, y si se menciona aquí es porque los paralelismos entre ambas ficciones son harto evidentes. La ciudad de Bartleby es la oficina, que él convierte en su espacio vital, en su residencia, hasta que, ante la imposibilidad de hacer que se vaya, el jefe traslada el despacho a otro edificio. Igualmente, el gobierno de Saramago decide abandonar la capital de ese país sin nombre, inquieto e incómodo por la blanca subversión que infecta a la metrópoli.
La autoridad imagina una gigantesca conjura internacional de desestabilización, de la que no tiene pruebas; o intenta señalar a grupos subversivos organizados que reiteradamente están obstaculizando la expresión electoral popular, mas no logra darle rostro a las acusaciones... Aunque eso no es obstáculo para que las fuerzas del orden actúen, pues si no hay culpables, se fabrican.
La situación es inédita, y el mosaico narrativo que se crea en torno a ella deslumbra por su crudeza. Reiteradamente, Saramago ha expuesto su crítica a lo que conocemos como democracia, pues él piensa que no lo es: el pueblo no gobierna en las democracias, lo hacen los grupos en el poder, es decir los empresarios y las burocracias gubernamentales. El principio democrático tácito es que ese mando cupular no puede ser cuestionado. Tales ideas políticas del narrador tienen su traducción en la trama a partir de esa ocurrencia por hacer que toda una ciudad decida, sin líderes ni grupos que promuevan esa actitud, acudir a las urnas pero votar en blanco.
Confieso que abordé la nueva novela de Saramago con cierta desesperanza. Su ejercicio anterior, El hombre duplicado (2002), tiene también como percutor un hecho que podría considerarse inverosímil (la existencia de un doble idéntico al protagonista), pero su resolución no es afortunada. Daba la impresión que la prisa por entregar un nuevo libro lo había llevado a una salida fácil... Pero a este Ensayo sobre la lucidez, que continúa y cierra en cuanto a personajes y geografía su Ensayo sobre la ceguera (1996), lo domina un aliento mayor: el retrato social es amplio y detallado a un tiempo. Las discusiones de “gabinete”, por reales, son una caricatura precisa de lo que pasa en muchos gobiernos, sobre todo de ese sistema oficial de favores que se cobran y se pagan, se hacen y se retribuyen... Mas la novela va de la cúpula a la ciudadanía, y aunque ésta termina por ser aplastada muestra en el proceso una dignidad que no tienen quienes se dicen defensores de la democracia y que son, en realidad, una cuadrilla de burócratas aferrada a sus privilegios.
Julio 2004
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