martes, junio 01, 2004

EN LA ISLA DE LOS PUBLÍVOROS

La publicidad es un guante de boxeo que sostiene un ramito de nomeolvides. A esta conclusión llega el protagonista de Palinuro de México (1977), novela de Fernando del Paso, luego de viajar por las Agencias de Publicidad y otras Islas Imaginarias, y hacer los honores a Ernest Dichter (el hombre que aplicó el principio de la Gestalt a la publicidad), James Vicary (el descubridor de la publicidad subliminal) y al grupo de apóstoles de la imagen de marca. Y luego, también, de haber escuchado aquella famosa frase de Aldous Huxley: “Es más fácil escribir diez sonetos pasables que un anuncio efectivo que lleve a miles de personas a comprar un producto”.
El navegante Palinuro (que en la Eneida aparece como piloto soñador, y en La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly, es el eje que estructura una serie de reflexiones a la deriva de los tiempos) pudo haberse detenido, un noche de estas, en una isla de creación más o menos reciente: la isla de los devoradores de publicidad, publívoros o publivoraces, que realizan ritos periódicos en varias ciudades del mundo, maratones de más de seis horas de duración en los que se proyecta comercial tras comercial y donde, además, en los descansos se reúnen espectadores/consumidores con patrocinadores del espectáculo multipublicitario para que el bombardeo continúe. Es como ir al paredón por voluntad propia. Uno sale de ahí viendo marcas, llevando relojes o plumas o vasitos o playeras con marcas, y diciendo marcas en la duermevela.
Los lugares en que se presenta cualquier espectáculo (el televisor o las salas de cine, auditorios o teatros comerciales y estadios deportivos) son espacios donde el vidente u oyente es presa desarmada de los anunciantes: la publicidad todo lo viste y todo lo transforma. Los filmes suelen tener un equipo de comercializadores, y a la escenografía se agregan como detalles del paisaje algunos productos, puestos ahí como si se tratara de cualquier cosa. Si en una cinta aparece Coca-Cola, es seguro que el protagonista le será fiel a la marca por lo que dure la proyección. Una prueba severa de la efectividad de una buena campaña publicitaria fueron las elecciones del 2000, con el ascenso al poder de un hombre surgido de las filas de esa misma corporación refresquera: Vicente Fox entre otras cosas ofreció a México devolverle “la chispa de la vida”.
Hace unas noches en un teatro del centro de la ciudad de México se presentaron cientos de anuncios de 30 segundos de duración, en promedio, de muchas partes del globo terráqueo. Habría que concederle en parte la razón a Huxley al reconocer la efectividad artística de un comercial bien hecho. Algunos son realizados como muestra de poderío económico (como ese que presenta al soso Enrique Iglesias como emperador romano en la tribuna del Coliseo, y a las cantantes Britney Spears, Pink y Beyonce como gladiadoras, o ese otro que coloca a los mejores futbolistas del mundo en un pueblo del oeste, realizados ambos con presupuestos millonarios) pero también hay los que tienen como objetivo apoyar una campaña a favor de la comunidad: contra el racismo, la zoofilia o la pedofilia, por dar tres ejemplos reiterados en el programa de los publívoros. Hay uno terrible que sigue un cortejo fúnebre a la fosa: los dolientes empiezan a arrojar flores o tierra, según la costumbre, pero un niño escupe al féretro con rabia. Es, probablemente, el hijo del fallecido. Sufrió, con seguridad, de abuso sexual en casa. Se concluye con una información “dura”: que de los casos de pedofilia hasta un 80 por ciento ocurre con la familia más cercana.
Hay un par de anuncios cuyo encuadre se limita a las manos. Uno toma a una diestra que sostiene el control remoto del televisor y cambia de canal hasta detenerse en el que lo hace alzar el índice muy alto para figurar una erección: es de un canal gay. Otro enfoca a dos manos ardientes que se desnudan quitándose los guantes, pero detienen su fogocidad cuando la mano femenina le pide a la masculina que se coloque un guantecito plástico: éste es de condones.
Luego de sufrir seis horas esta avalancha narcótica, puede afirmarse que en algunos casos los anuncios publicitarios llegan a ser notables ejercicios de imaginación. Mas aconsejaría Palinuro, piloto de Eneas, que a la Isla de los Publívoros se fuera una sola vez al año, porque la publicidad es eso que él dice: un guante de boxeo que sostiene un ramito de nomeolvides.

Junio 2004

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