LA DANZA DE UNA MANO
Me sorprendió leer en las páginas de Milenio un reportaje de Blanca Valadez acerca de un misterioso síndrome de la mano ajena o extraña. En el sumario se apunta que el hecho de que una mano adquiera autonomía parece el argumento de una película de ciencia ficción, mas yo recordé una novela de Gérard de Nerval (1808-1855) leída veinte años atrás, La mano encantada, y de la que guardaba sólo la imagen vaga de una mano solitaria que se aleja, brinca que brinca, por uno de los puentes de París luego de que su dueño mereció el castigo de la horca.
Lo que en el siglo XIX era fantasía, en el XXI parece una enfermedad documentada con todas las de la ley. En el reportaje se habla de una mujer, Mariana, que sufre al no poder controlar a esa mano diestra “rebelde”. El protagonista de la novela es un aprendiz de sastre, Eustaquio Bouteroue, que en un arranque de valentía le busca pleito al sobrino militar de su esposa, y consigue que lo convoquen a un duelo para la mañana siguiente. Como no es ágil en el manejo de la espada, falta a la primera cita pero la segunda no la puede evadir. Va entonces por consejo y ayuda con un prestidigitador de los que se instalan en el Puente Nuevo. Éste, maese Gonin, le proporciona por cien escudos, a pagar luego de haber obtenido los resultados, un hechizo mágico en la mano derecha para vencer a su adversario.
En el cuartucho de maese Gonin, lo que el personaje experimenta podría hoy ser encontrado en las páginas médicas: “Entonces fue cuando Eustaquio sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le espantó muchísimo. Le parecía que la mano se le hinchaba, y a pesar de esto, caso rarísimo, se retorcía y alargaba repetidamente hasta hacer crujir sus articulaciones como un animal cuando despierta”.
Adivinará el lector que la mano resolvió el duelo con “destreza” (palabra que, por cierto, viene de “diestro” y que implica agilidad, soltura, habilidad, arte), y dejó al arcabucero clavado con la espada en el suelo como un escarabajo. Se pensará que el castigo por esa muerte fue la horca, pero esto no es exactamente así. Se olvida Eustaquio de ir con maese Gonin y rendirle los honores de los cien escudos por el hechizo salvador, y esto tendrá la consecuencia de que la mano se le comporte de un modo inapropiado en un momento para él vital: visita al magistrado Chevassut para solicitarle su protección. El diálogo es amable, y Chevassut (que no suele actuar con derechura) no ve problema por silenciar el asunto y despistar a los agentes de la justicia; mas entre agradecimiento y agradecimiento, la mano encantada de Eustaquio Bouteroue abofetea hasta dos veces al funcionario: “Esta repetición era ya insoportable, y el señor Chevassut corrió hacia la campanilla para llamar a sus gentes; pero el pañero le persiguió continuando la danza de su mano, lo cual constituía una escena rarísima, porque a cada señor bofetón con que gratificaba a su protector, el infeliz se deshacía en excusas llorosas y ahogadas súplicas que contrastaban del modo más grotesco con sus obras”.
La mano ajena —o extraña o rebelde o poseída, como se le quiera llamar— hace de las suyas, y pierde a Eustaquio, como esperamos que no pierda a aquellos que por estos días padecen ese síndrome y que luchan a brazo partido, se diría, por controlar a un miembro querido pero autónomo.
La sentencia al protagonista se cumple en la plaza de los Agustinos, situada entre los dos arcos que forman la entrada de la calle Delfina y del Puente Nuevo. Mas al ahorcado le sobrevive la mano, que se mueve aun cuando Eustaquio está ya frío y colgante, y el verdugo tiene que cortarla de dos cuchilladas: ésta da un salto prodigioso en medio de una multitud espantada, y se dirige al Château Gaillard, donde vive maese Gonin.
Al final de la novela Nerval advierte que las gentes sensatas y de buen juicio no deben tomar en serio una aventura como ésta, que hoy, insisto, podría ser observada con ojo clínico.
Mayo 2004
Me sorprendió leer en las páginas de Milenio un reportaje de Blanca Valadez acerca de un misterioso síndrome de la mano ajena o extraña. En el sumario se apunta que el hecho de que una mano adquiera autonomía parece el argumento de una película de ciencia ficción, mas yo recordé una novela de Gérard de Nerval (1808-1855) leída veinte años atrás, La mano encantada, y de la que guardaba sólo la imagen vaga de una mano solitaria que se aleja, brinca que brinca, por uno de los puentes de París luego de que su dueño mereció el castigo de la horca.
Lo que en el siglo XIX era fantasía, en el XXI parece una enfermedad documentada con todas las de la ley. En el reportaje se habla de una mujer, Mariana, que sufre al no poder controlar a esa mano diestra “rebelde”. El protagonista de la novela es un aprendiz de sastre, Eustaquio Bouteroue, que en un arranque de valentía le busca pleito al sobrino militar de su esposa, y consigue que lo convoquen a un duelo para la mañana siguiente. Como no es ágil en el manejo de la espada, falta a la primera cita pero la segunda no la puede evadir. Va entonces por consejo y ayuda con un prestidigitador de los que se instalan en el Puente Nuevo. Éste, maese Gonin, le proporciona por cien escudos, a pagar luego de haber obtenido los resultados, un hechizo mágico en la mano derecha para vencer a su adversario.
En el cuartucho de maese Gonin, lo que el personaje experimenta podría hoy ser encontrado en las páginas médicas: “Entonces fue cuando Eustaquio sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le espantó muchísimo. Le parecía que la mano se le hinchaba, y a pesar de esto, caso rarísimo, se retorcía y alargaba repetidamente hasta hacer crujir sus articulaciones como un animal cuando despierta”.
Adivinará el lector que la mano resolvió el duelo con “destreza” (palabra que, por cierto, viene de “diestro” y que implica agilidad, soltura, habilidad, arte), y dejó al arcabucero clavado con la espada en el suelo como un escarabajo. Se pensará que el castigo por esa muerte fue la horca, pero esto no es exactamente así. Se olvida Eustaquio de ir con maese Gonin y rendirle los honores de los cien escudos por el hechizo salvador, y esto tendrá la consecuencia de que la mano se le comporte de un modo inapropiado en un momento para él vital: visita al magistrado Chevassut para solicitarle su protección. El diálogo es amable, y Chevassut (que no suele actuar con derechura) no ve problema por silenciar el asunto y despistar a los agentes de la justicia; mas entre agradecimiento y agradecimiento, la mano encantada de Eustaquio Bouteroue abofetea hasta dos veces al funcionario: “Esta repetición era ya insoportable, y el señor Chevassut corrió hacia la campanilla para llamar a sus gentes; pero el pañero le persiguió continuando la danza de su mano, lo cual constituía una escena rarísima, porque a cada señor bofetón con que gratificaba a su protector, el infeliz se deshacía en excusas llorosas y ahogadas súplicas que contrastaban del modo más grotesco con sus obras”.
La mano ajena —o extraña o rebelde o poseída, como se le quiera llamar— hace de las suyas, y pierde a Eustaquio, como esperamos que no pierda a aquellos que por estos días padecen ese síndrome y que luchan a brazo partido, se diría, por controlar a un miembro querido pero autónomo.
La sentencia al protagonista se cumple en la plaza de los Agustinos, situada entre los dos arcos que forman la entrada de la calle Delfina y del Puente Nuevo. Mas al ahorcado le sobrevive la mano, que se mueve aun cuando Eustaquio está ya frío y colgante, y el verdugo tiene que cortarla de dos cuchilladas: ésta da un salto prodigioso en medio de una multitud espantada, y se dirige al Château Gaillard, donde vive maese Gonin.
Al final de la novela Nerval advierte que las gentes sensatas y de buen juicio no deben tomar en serio una aventura como ésta, que hoy, insisto, podría ser observada con ojo clínico.
Mayo 2004
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