UN FANTASMA SIN ALTARES
Hasta donde sé, Francisco Tario (1911-1977) nunca presentó en público alguna de sus obras. Acaso se hubiera sentido ridículo ante esos rituales de la sociedad literaria por lo general más cercanos a las fiestas de damas quinceañeras que al diálogo franco sobre libros. Tampoco fue muy afecto a las tertulias entre escritores, espacios donde suelen definirse los rangos que se han de ocupar o desocupar en la República de las Letras. Puede así, él mismo o su fantasma, incomodarnos por esas ceremonias dedicadas a su escritura que se realizaron en el mes de abril (en la Sala Ponce de Bellas Artes y en la Casa del Tiempo), a las que él sin duda no habría asistido.
De modo similar, habrían ofendido a Tario los esfuerzos de Mario González Suárez, prologuista de sus Cuentos completos, por “integrarlo” al panorama de las letras mexicanas en una búsqueda incomprensible de la consagración nacional del autor de Breve diario de un amor perdido (1951) y Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952). Ver a la historia literaria como una oficina que acredita a unos y otros como glorias nacionales, es una lectura no sólo miope sino burocrática que a Tario causaría verdadero horror.
Según leo en las líneas introductorias que malamente abren esa colección completa de los relatos de Tario, a Juan Rulfo y Juan José Arreola les “tocó en suerte” ser integrados a la panoplia oficial de las letras nacionales a los pocos años de haber publicado sus obras. Como se deja entrever, el mismo González Suárez está a la espera de que su nombre sea incluido en algún cuadro de honor, con lo que se preparará para recibir homenajes, inaugurar alguna escuela que lleve su nombre o una plaza que tenga como pieza central un busto en el que se exhiban sus monstruosidades. Esperemos que así sea, que tenga esa suerte por él tan anhelada. Hablo del prologuista, no de Tario.
Éste descreía, hasta donde sé, de la sociedad literaria y nunca pretendió “hacer carrera” como escritor. Estuvo cerca, por su vecindad física en la calle de Etla, de Octavio Paz y Elena Garro. Fue amigo de José Luis Martínez, el gran crítico, y de Alí Chumacero, el gran editor y poeta. Pero no aprovechó esas relaciones para “colocarse”. Por lo mismo no compartiría las ansiedades de algunos de sus nuevos lectores por convertirlo en figura oficialmente reconocida, ni haría fila en alguna oficina de cultura para recibir un certificado de calidad como “autor nacional”.
Los mapas literarios no son piezas inmóviles: van cambiando según el que las mira. Tario no se esforzó por aparecer en la fotografía junto a sus contemporáneos. Si está ahí es como fantasma, es decir como un ser invisible. Está pero no se ve. Otros están pero ya no los miramos, ya no los leemos, se han invisibilizado o tienden a ello. La imagen se deslava. Y el que la observa cambió en espíritu, o se volvió él mismo un espíritu.
La lectura, cuando es seria, no construye templos. Va a las obras por el asombro que éstas provocan, y establece una conversación... que suele ser, como quería Quevedo, una conversación con los difuntos.
A Tario le vienen bien ediciones como la de Lectorum, que reúne por vez primera todos sus cuentos conocidos (aunque me habría gustado encontrar algo de Acapulco en el sueño, si no la colección de prosas que integran ese título sí el relato que lo cierra: una “carta apócrifa” escrita a la manera de D. H. Lawrence), como le han venido bien años atrás las reediciones de La noche (publicado originalmente en 1943), Equinoccio (1946) y Una violeta de más (1968), la antología Entre tus dedos helados (de 1988, donde Esther Seligson lo relaciona con Cioran) o el rescate de sus obras teatrales (en el volumen El caballo asesinado, 1988) y de su segunda novela: Jardín secreto (1993), cuyos manuscritos durmieron durante años en algún desván.
El que un libro de Tario “aparezca” lo hace afín con esa condición fantasmal y luminosa de los seres que pueblan sus relatos. En el mejor de los casos encontrará, sea en el siglo XXI o en el XXIII, a un lector dispuesto para esa aparición, y no a un oficinesco redactor de listas definitivas del hit parade literario.
No integremos a Tario al paisaje oficial de las letras patrias. ¿Para qué? Dejémoslo desintegrado y feliz en su rara marginalidad, en su solitario destino de cronopio.
Mayo 2004
Hasta donde sé, Francisco Tario (1911-1977) nunca presentó en público alguna de sus obras. Acaso se hubiera sentido ridículo ante esos rituales de la sociedad literaria por lo general más cercanos a las fiestas de damas quinceañeras que al diálogo franco sobre libros. Tampoco fue muy afecto a las tertulias entre escritores, espacios donde suelen definirse los rangos que se han de ocupar o desocupar en la República de las Letras. Puede así, él mismo o su fantasma, incomodarnos por esas ceremonias dedicadas a su escritura que se realizaron en el mes de abril (en la Sala Ponce de Bellas Artes y en la Casa del Tiempo), a las que él sin duda no habría asistido.
De modo similar, habrían ofendido a Tario los esfuerzos de Mario González Suárez, prologuista de sus Cuentos completos, por “integrarlo” al panorama de las letras mexicanas en una búsqueda incomprensible de la consagración nacional del autor de Breve diario de un amor perdido (1951) y Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952). Ver a la historia literaria como una oficina que acredita a unos y otros como glorias nacionales, es una lectura no sólo miope sino burocrática que a Tario causaría verdadero horror.
Según leo en las líneas introductorias que malamente abren esa colección completa de los relatos de Tario, a Juan Rulfo y Juan José Arreola les “tocó en suerte” ser integrados a la panoplia oficial de las letras nacionales a los pocos años de haber publicado sus obras. Como se deja entrever, el mismo González Suárez está a la espera de que su nombre sea incluido en algún cuadro de honor, con lo que se preparará para recibir homenajes, inaugurar alguna escuela que lleve su nombre o una plaza que tenga como pieza central un busto en el que se exhiban sus monstruosidades. Esperemos que así sea, que tenga esa suerte por él tan anhelada. Hablo del prologuista, no de Tario.
Éste descreía, hasta donde sé, de la sociedad literaria y nunca pretendió “hacer carrera” como escritor. Estuvo cerca, por su vecindad física en la calle de Etla, de Octavio Paz y Elena Garro. Fue amigo de José Luis Martínez, el gran crítico, y de Alí Chumacero, el gran editor y poeta. Pero no aprovechó esas relaciones para “colocarse”. Por lo mismo no compartiría las ansiedades de algunos de sus nuevos lectores por convertirlo en figura oficialmente reconocida, ni haría fila en alguna oficina de cultura para recibir un certificado de calidad como “autor nacional”.
Los mapas literarios no son piezas inmóviles: van cambiando según el que las mira. Tario no se esforzó por aparecer en la fotografía junto a sus contemporáneos. Si está ahí es como fantasma, es decir como un ser invisible. Está pero no se ve. Otros están pero ya no los miramos, ya no los leemos, se han invisibilizado o tienden a ello. La imagen se deslava. Y el que la observa cambió en espíritu, o se volvió él mismo un espíritu.
La lectura, cuando es seria, no construye templos. Va a las obras por el asombro que éstas provocan, y establece una conversación... que suele ser, como quería Quevedo, una conversación con los difuntos.
A Tario le vienen bien ediciones como la de Lectorum, que reúne por vez primera todos sus cuentos conocidos (aunque me habría gustado encontrar algo de Acapulco en el sueño, si no la colección de prosas que integran ese título sí el relato que lo cierra: una “carta apócrifa” escrita a la manera de D. H. Lawrence), como le han venido bien años atrás las reediciones de La noche (publicado originalmente en 1943), Equinoccio (1946) y Una violeta de más (1968), la antología Entre tus dedos helados (de 1988, donde Esther Seligson lo relaciona con Cioran) o el rescate de sus obras teatrales (en el volumen El caballo asesinado, 1988) y de su segunda novela: Jardín secreto (1993), cuyos manuscritos durmieron durante años en algún desván.
El que un libro de Tario “aparezca” lo hace afín con esa condición fantasmal y luminosa de los seres que pueblan sus relatos. En el mejor de los casos encontrará, sea en el siglo XXI o en el XXIII, a un lector dispuesto para esa aparición, y no a un oficinesco redactor de listas definitivas del hit parade literario.
No integremos a Tario al paisaje oficial de las letras patrias. ¿Para qué? Dejémoslo desintegrado y feliz en su rara marginalidad, en su solitario destino de cronopio.
Mayo 2004
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