GEORGE W. BUSH VA A TROYA
En un par de días, asistí a dos espectáculos artísticos contrastantes: uno es un filme hollywoodense con un presupuesto de 109 millones de dólares; y el otro es un monólogo teatral que se representa una vez por semana, tiene una escenografía básica y no ha de costar por la temporada más de cien mil pesos. Los “efectos especiales” de la cinta son extraordinarios, se tiene lo último en cuestión de tecnología; en la pieza se utilizan un par de regaderas, una botellita de plástico con gasolina para crear un círculo de fuego, algunas percusiones, una red de pescar, cuatro plumas de ave y un trompo luminoso. La película contrató a grandes actores por sueldos millonarios y a muchos extras (multiplicados por los artesanos de la clonación digital); en el teatro hay sólo un actor, que no ha de cobrar gran cosa, y lo auxilian dos bailarinas de flamenco. Se dirá que no hay posibilidad de comparar una cosa con la otra. Es verdad.
La cinta traduce un discurso político actual al campo de la épica, es decir “utiliza” una obra clásica para sus propios fines. No es que a Hollywood le interese Homero, y que guionista y director, fascinados con la Ilíada, se hayan esmerado por dar a los versos del poeta griego una fiel traducción a la pantalla. Los primeros veinte minutos de Troya son tan insistentes en el mensaje que es difícil no darse cuenta: en las guerras se forjan los imperios; sólo el que combate es recordado. Se caricaturiza a los políticos por su ambición, es verdad, pero se respetan sus decisiones: hasta el rebelde Aquiles terminará por disciplinarse y obedecer al rey.
No es posible, ya, ir al cine para maravillarse con la fastuosa producción y las grandes actuaciones. A Hollywood le importa la guerra, y retoma una obra clásica para imponer a los espectadores los códigos del conquistador: el combate es cruel, significa que muchos esposos no volverán a casa, pero al mismo tiempo es “necesario”. La batalla ofrece a guerreros y gobernantes la posibilidad de acceder a la gloria, a la inmortalidad. El de la butaca es apabullado por esas consignas bélicas; y lo “espectacular” se torna sólo una estrategia de los productores para que el adicto al cine baje las armas y “se entregue”: el asombro es, digamos, su caballo de Troya. Lo preocupante es que pague uno para que lo instruyan, para que se acepte una ideología, para oír un discurso de George W. Bush disfrazado de Agamenón o Menelao.
La obra del teatro propone un diálogo distinto con el espectador: desde que se llega al foro se topa uno con el que va a actuar, que hace ejercicios de calentamiento y limpia, incluso, el espacio en el que se moverá por poco más de una hora. Tiene una silla asignada, pues es “uno de nosotros”. Ese igual hará una confesión múltiple: no se disfraza con engaños, sino a la vista de todos: es él y es ella, es todos, a lo que llega por sus gestos, sus movimientos, sus cambios de voz. El texto, del novelista austriaco Peter Handke, corre paralelo a una compleja coreografía en la que intervienen los cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua.
El actor no es Brad Pitt (se parece un poco a Antonio Banderas) mas no necesita serlo: tiene los recursos profesionales para convencer, o mejor: para comunicar. Los artificios que la obra utiliza son los del arte, no los del poder político. El libreto original de Handke es abierto y arriesgado: compromete tanto al escritor como al espectador futuro, enfrenta ambos a un espejo. Al final el actor se queda con el público y celebran todos, con gran aplauso, la comunión del hombre con el hombre. Esto recuerda al poeta argentino Antonio Porchia: “La confesión de uno humilla a todos”.
Es cierto: no pueden ser comparadas la cinta Troya, que se exhibe ahora en miles de salas del mundo, y Autoconfesión, pieza de Gerardo Trejoluna, que se presenta los miércoles en el foro La Gruta. Una es teatro puro, arte en serio; y la otra es... sólo un grosero discurso propagandístico representado con tecnología de punta, en pantalla ancha y con sonido Dolby.
Mayo 2004
En un par de días, asistí a dos espectáculos artísticos contrastantes: uno es un filme hollywoodense con un presupuesto de 109 millones de dólares; y el otro es un monólogo teatral que se representa una vez por semana, tiene una escenografía básica y no ha de costar por la temporada más de cien mil pesos. Los “efectos especiales” de la cinta son extraordinarios, se tiene lo último en cuestión de tecnología; en la pieza se utilizan un par de regaderas, una botellita de plástico con gasolina para crear un círculo de fuego, algunas percusiones, una red de pescar, cuatro plumas de ave y un trompo luminoso. La película contrató a grandes actores por sueldos millonarios y a muchos extras (multiplicados por los artesanos de la clonación digital); en el teatro hay sólo un actor, que no ha de cobrar gran cosa, y lo auxilian dos bailarinas de flamenco. Se dirá que no hay posibilidad de comparar una cosa con la otra. Es verdad.
La cinta traduce un discurso político actual al campo de la épica, es decir “utiliza” una obra clásica para sus propios fines. No es que a Hollywood le interese Homero, y que guionista y director, fascinados con la Ilíada, se hayan esmerado por dar a los versos del poeta griego una fiel traducción a la pantalla. Los primeros veinte minutos de Troya son tan insistentes en el mensaje que es difícil no darse cuenta: en las guerras se forjan los imperios; sólo el que combate es recordado. Se caricaturiza a los políticos por su ambición, es verdad, pero se respetan sus decisiones: hasta el rebelde Aquiles terminará por disciplinarse y obedecer al rey.
No es posible, ya, ir al cine para maravillarse con la fastuosa producción y las grandes actuaciones. A Hollywood le importa la guerra, y retoma una obra clásica para imponer a los espectadores los códigos del conquistador: el combate es cruel, significa que muchos esposos no volverán a casa, pero al mismo tiempo es “necesario”. La batalla ofrece a guerreros y gobernantes la posibilidad de acceder a la gloria, a la inmortalidad. El de la butaca es apabullado por esas consignas bélicas; y lo “espectacular” se torna sólo una estrategia de los productores para que el adicto al cine baje las armas y “se entregue”: el asombro es, digamos, su caballo de Troya. Lo preocupante es que pague uno para que lo instruyan, para que se acepte una ideología, para oír un discurso de George W. Bush disfrazado de Agamenón o Menelao.
La obra del teatro propone un diálogo distinto con el espectador: desde que se llega al foro se topa uno con el que va a actuar, que hace ejercicios de calentamiento y limpia, incluso, el espacio en el que se moverá por poco más de una hora. Tiene una silla asignada, pues es “uno de nosotros”. Ese igual hará una confesión múltiple: no se disfraza con engaños, sino a la vista de todos: es él y es ella, es todos, a lo que llega por sus gestos, sus movimientos, sus cambios de voz. El texto, del novelista austriaco Peter Handke, corre paralelo a una compleja coreografía en la que intervienen los cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua.
El actor no es Brad Pitt (se parece un poco a Antonio Banderas) mas no necesita serlo: tiene los recursos profesionales para convencer, o mejor: para comunicar. Los artificios que la obra utiliza son los del arte, no los del poder político. El libreto original de Handke es abierto y arriesgado: compromete tanto al escritor como al espectador futuro, enfrenta ambos a un espejo. Al final el actor se queda con el público y celebran todos, con gran aplauso, la comunión del hombre con el hombre. Esto recuerda al poeta argentino Antonio Porchia: “La confesión de uno humilla a todos”.
Es cierto: no pueden ser comparadas la cinta Troya, que se exhibe ahora en miles de salas del mundo, y Autoconfesión, pieza de Gerardo Trejoluna, que se presenta los miércoles en el foro La Gruta. Una es teatro puro, arte en serio; y la otra es... sólo un grosero discurso propagandístico representado con tecnología de punta, en pantalla ancha y con sonido Dolby.
Mayo 2004
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