martes, junio 22, 2004

FUNCIÓN DOBLE

Entre los oficios no ejercidos, me habría gustado ser un respetable librero o un confiable programador de cine. Sería estupendo tener una sala no comercial y organizar ciclos completísimos de grandes directores, buenos maratones cinematográficos y agradables funciones dobles, cosa que tal vez no hace como debiera la Cineteca Nacional a la que guían ya también, como ocurre en otras áreas de la cultura, sosos criterios de rentabilidad... que además la desencaminan de una de sus tareas principales: exhibir películas que de otro modo no llegarían al país. Habría que liberarse de ese antifaz empresarial y organizar programas con gusto cinematográfico, por el puro placer de ver buen cine.
Las funciones dobles, sobre todo, abren la posibilidad al diálogo insólito. La combinación debe ser creativa para que el espectador agradezca la figura que se le propone, y no se trate sólo de reunir burocráticamente dos cintas del mismo director o la primera y la segunda parte de una serie. Es como la literatura comparada pero aplicada al cine, mas la relación no tiene por qué ser aca(en)démica. Tómese como divisa aquello que escribió Strindberg: “En el frágil terreno de la realidad, la imaginación teje sus múltiples combinaciones”.
Una fórmula efectiva es atender a los quehaceres de los protagonistas: Shampoo (1975), de Hal Ashby, y El marido de la peluquera (1992), de Patrice Leconte, por ejemplo. ¿Qué tal? O sus vicios: El fin de semana perdido (1945), de Billy Wilder, y Barfly (1987), de Barbet Schroeder, dos visitas al infierno del alcoholismo que juntas crearían, además, un atemporal duelo de actuaciones entre Ray Milland y Mickey Rourke. O defínase el programa por los medios de transporte: Un tranvía llamado deseo (1951), de Elia Kazan, y La ilusión viaja en tranvía (1953), de Luis Buñuel, aunque en este caso estamos en las fronteras del absurdo, como si intentáramos reunir la Naranja mecánica (1971), de Kubrick, con la Mecánica nacional (1971), de Luis Alcoriza, sólo por esa palabra común que aparece en el título. Con tales propuestas el asistente al cine pensará que ha caído en manos de un cácaro desquiciado.
No es necesario llegar a esos extremos. Hay otras posibilidades combinatorias. Una metáfora comunica a Frankestein (1931), de James Whale, y El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice. La muerte segadora está en El séptimo sello (1956), de Ingmar Bergman, y en La última noche de Boris Grushenko (1975), de Woody Allen. Hay profundos amores hacia la juventud en Lolita (1962), de Kubrick, y La virgen de los sicarios (2000), de Schroeder. La novicia rebelde (1965), de Robert Wise, y Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier, comparten una puesta en escena, y al verlas en la misma sesión cobraría gran fuerza, al final del segundo largometraje, la melodía “Mis cosas favoritas” que canta Björk en su celda a la espera de que la ejecuten.
Pensemos en las relaciones edípicas: Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock y Todo sobre mi madre (1999), de Pedro Almodóvar. O en los desvanecimientos: El hombre invisible (1933), de Whale, y Alice (1990), de Woody Allen. En las animaciones: Pinocho (1940), de Ben Sharpsteen, e Inteligencia artificial (2001), de Steven Spielberg. En la lucha contra el mal: el Moby Dick (1956), de John Huston, y el Alien (1979), de Ridley Scott... O en los remakes: las dos Nosferatu (de Murnau y Herzog), los dos planetas de los simios (de Schaffner y Burton), las dos noches de los muertos vivientes...
¿Hasta dónde podría uno llegar? En México las propuestas imaginativas mueren pronto, y acaso en este punto se tendría ya un departamento de contabilidad encima con quejas sobre la baja asistencia o una ciega incomprensión al hecho de que por un boleto se vean dos filmes; mostrarían números rojos por los altos costos de algunas cintas que no había en el mercado nacional; o un enojo de envidia por los viajes del programador (con acompañante) a los festivales importantes... Con lo que llegaría a su fin ese corto verano de la función doble.

Junio 2004

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