sábado, septiembre 04, 2004

LA ESTÉTICA DEL SOBRESALTO

Aunque se ha intentado, es difícil controlar los sueños. Lo hizo, a modo de experimento artístico, el romántico alemán Jean Paul Richter, según cuenta Albert Beguin en El alma romántica y el sueño: diseñaba Jean Paul un argumento ideal y hacía que el sueño se ajustara a lo previsto. Se planteaba, por ejemplo, volar. Y volaba.
Don Juan Matus le propone a Carlos Castaneda el siguiente ejercicio: que cuando sueñe, razone que está en el sueño e intente mirarse las palmas de las manos. Lograr hacerlo implica una irrupción de la conciencia en el inconsciente, una activación fugaz de esos “vasos comunicantes” que tanto entusiasmaban a Breton.
Por lo general debe uno resignarse cada noche a la puesta en escena que le corresponda, a esas perturbadoras y a veces hasta dolorosas ficciones que mezclan —sin una intervención directa del durmiente— recuerdos con extravagancias, rostros conocidos con personas que creemos ignorar, gente viva y gente muerta, y donde se suelen construir piezas de teatro aterradoras y perfectas. Lo expone así Góngora: “El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello”.
Una prueba de la efectividad de un sueño es el sobresalto. En Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock, hay una poderosa secuencia onírica de Scottie (interpretado por James Stewart): éste ve, primero, a Gavin Elster con Carlota Valdés, en una de las ventanas del amplio salón en donde transcurrió el juicio posterior al supuesto suicidio de Madeleine; luego, en Misión Dolores, Scottie camina hacia la tumba de Carlota, que es una fosa abierta, y se deja caer; pero no se derrumba en el sepulcro sino va lentamente hacia el tejado de la Misión de San Juan Bautista, que es la última imagen que tiene de Madeleine, como si se estuviera arrojando en su lugar de la torre del campanario o como si muriera con ella. Sudoroso, Scottie despierta y mira con espanto hacia la cámara.
Me ha ocurrido por estos días que he tenido sueños literarios. En uno de ellos buscaba en el panteón de un convento la tumba del narrador uruguayo Felisberto Hernández (de quien, por cierto, la UNAM publicó hace poco Las Hortensias y otros cuentos, en la serie Confabuladores). Me habían dicho que el escritor estaba solitario en su tumba, y eso me inquietó. Quise comprobarlo. Acaso me pareciera inverosímil esa soledad última porque sé de la debilidad que tenía Felisberto Hernández por las señoras, y suponía que por lo menos una de ellas debía estar haciéndole compañía... pero le gustaban robustas, y tal vez se jugaba en el sueño con la idea de que en la tumba no habían podido introducir a nadie más por falta de espacio, porque él también era rechoncho. Pero me preocupaba, sobre todo, que no tuviera compañía.
Andaba, entonces, buscando la tumba de Felisberto Hernández en un cementerio parecidísimo al Pére Lachaise de París. Una monja me auxilió, pues yo no tenía idea de cómo estaba arreglada la losa ni dónde localizarla. La había visto, según el mismo sueño, en un documental. Ella me guió hacia otra sección. Entramos primero a un edificio, y luego me mostró una puerta muy estrecha, que era como la entrada a una gruta pero que daba a una zona iluminada y abierta. A través de una ventana veía a la gente que circulaba por ese otro apartado del panteón, y me preguntaba si todos habían pasado por esa puertecita. Al darme cuenta de la dificultad, forzaba y rompía la puerta, y creaba un acceso franco. Y demostraba con ello a la monja que podía ofrecer a los visitantes una entrada menos dificultosa.
Salíamos a unos jardines. Pensé que era una sección nueva, se veía todo muy moderno: el césped parejo, con jóvenes descansando en el mismo pasto o en bancas, como si estuvieran en un día de campo; y aquí y allá algunas placas oscuras con los datos de quienes ahí estaban enterrados, y creí ver el nombre de Felisberto Hernández y sus fechas de nacimiento y muerte... El sueño entonces se desvanece. Y despierto, extrañamente alterado.
Al intentar contar esto ahora, me viene a la mente algo que leí o escuché un par de años atrás cuando se homenajeó a Felisberto Hernández en el centenario de su nacimiento. Aunque absurda, la historia al parecer es cierta; la recuerdo de este modo: hubo una remodelación en el cementerio donde estaba enterrado, y colocaron decenas de restos mortales en cajas de madera, entre otros los del escritor. Alguien se encargó de la parte administrativa del trabajo. Recibía las cajas, las marcaba con una clave, y en una lista apuntaba los datos básicos del difunto. Por una gotera insistente algunas de esas hojas manuscritas se borraron... y varias cajas ya no pudieron ser identificadas. Luego se ordenó mandar éstas a una fosa común, donde descansa ahora Felisberto Hernández. No está solo, como temí en mi sueño, sino promiscuamente acompañado en su feliz orgía mortuoria, en su hipogeo comunitario.

Agosto 2004

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