EL CUENTO DE CIPRIANO
Miraba Efrén Hernández el escaparate de una librería, pues se le antojaba un título que estaba ahí expuesto pero no sabía si le iba a alcanzar para comprarlo (nunca fue un hombre de mucho dinero), cuando en el reflejo del cristal vio la figura pálida de Cipriano Campos Alatorre. “¿Qué te sucede?, ¿qué haces? Cuenta, viejo, nadie sabe de ti.”
Tiempo atrás, en la oficina de publicaciones de las Secretaría de Educación Pública, había ido Cipriano a conversar con Salvador Novo, que era el jefe de Efrén Hernández, Carlos Pellicer y Xavier Vilaurrutia. No lo vio Efrén ese día, porque estaba distraído revisando algunas pruebas tipográficas, pero salió Novo de su despacho a comentar la visita. “Ese joven es un genio”, dijo muy serio. Otro que trabajaba ahí, don Valerio, terció: “Ah, caray. Yo sí lo vi. Vestía de negro, se le cayeron, al cruzar, unos papeles, y se inclinó a juntarlos. Y... Bueno. No debería fijarse uno en estas cosas; mas, lo cierto es que me quedé penando en los parches de sus pantalones”. Insistió Novo: “Pues es un genio”, y le dijo a Efrén Hernández: “Hablamos de usted. Si vuelve, se lo presento.”
Dio entonces Novo las señas de Cipriano Campos Alatorre: se llama de este modo y de este otro, nunca hasta entonces lo había visto... Y dijo haber escuchado trozos de una novela inédita que Novo consideró como admirable.
Ahí quedó el asunto. Le extrañó a Efrén Hernández que las presentaciones no se hubieran realizado en el momento; y que la historia del encuentro se la hubiera contado Novo sobre todo a él, y no a Vilaurrutia o a Pellicer. Con esa duda se fue a su casa, que era un cuartito rentado, y por la tarde escuchó un tan tan en la puerta que lo puso a sospechar: “No sea Cipriano”.
Y, en efecto, era él, abiertísimo de ojos, flaco, de facciones filosas, muy trigueño, con su mismo y único traje, negro verdeante de gastado. Comenzó entonces un diálogo de meses, que tuvo como escenarios el cuarto humilde donde vivía Efrén Hernández, las calles y los jardines públicos de la ciudad de México, los cafés de chinos, el cuarto humilde de Cipriano, su escuela rural de Xochimilco... Compartieron miserias y asombros. Hasta que un día Cipriano Campos Alatorre desapareció.
Lo reencontró Efrén, así, él mirando el escaparate de la librería por un título que deseaba tener y sin saber si con las monedas que traía le alcanzaba para comprarlo. “¡Cipriano!”, celebró Hernández. “Tachitas”, respondió el otro. Pero la conversación no fluyó como en anteriores ocasiones. Cipriano quería huir, no se sentía bien. “Déjame”, le decía a Efrén, “déjame.” Pero Efrén lo tomó del brazo cariñosamente y lo invitó a que caminaran, hasta que Cipriano protestó: “No quiero andar ya más. Quiero sentarme.”
Fueron entonces a un café. Cipriano no quería aceptar el pan de sal ni el café con leche que Efrén le ofreció. “No te ofendas, Tachitas, déjame que me vaya.”
Efrén se opuso. Y mientras merendaban Cipriano le explicó muchas cosas. Lo cuenta así Efrén Hernández: “Le habían ordenado trasladarse de la escuela rural de Xochimilco, a una de un pueblo muy al sur de Michoacán, perdido y en destierro. Ni su reciente esposa, ni su pequeña niña habían podido resistir, sumados, el clima atroz y la miseria. Él mismo había estado muy mal. Las medicinas, el pasaje de retorno de su familia a la ciudad de México, la subsistencia de él y la de ellas, separados. Deudas, desamparo, incertidumbre, dislocación mental, quemazón de manuscritos, debilidad física, abatimiento, anublazón espiritual...”
Lamentaba Efrén Hernández no haber podido ayudarle pero él tampoco podía, entre la gente, mucho más que Cipriano. También vivía caído. Nadie le habría hecho caso.
Algo después, en Revista de revistas, encontró el retrato de Cipriano y la mala noticia de su muerte, nacido en 1906 y fallecido en 1939, a la edad de treintaitrés años.
Una década más tarde, en el 52, cuando estuvo en mejor posición recogió Efrén Hernández para la revista América en un tomo la “obra completa” de Cipriano Campos Alatorre, que son seis cuentos y un fragmento de novela; y le agregó una nota, donde habla de sus encuentros con el personaje, y de cómo la sociedad literaria le dio la espalda a Cipriano en la hora dura. “Sucedió, en su esencia, aquí mismo, aquí en esta muy culta, muy noble y muy leal ciudad de México, no hace aún mucho tiempo.”
Septiembre 2004
Miraba Efrén Hernández el escaparate de una librería, pues se le antojaba un título que estaba ahí expuesto pero no sabía si le iba a alcanzar para comprarlo (nunca fue un hombre de mucho dinero), cuando en el reflejo del cristal vio la figura pálida de Cipriano Campos Alatorre. “¿Qué te sucede?, ¿qué haces? Cuenta, viejo, nadie sabe de ti.”
Tiempo atrás, en la oficina de publicaciones de las Secretaría de Educación Pública, había ido Cipriano a conversar con Salvador Novo, que era el jefe de Efrén Hernández, Carlos Pellicer y Xavier Vilaurrutia. No lo vio Efrén ese día, porque estaba distraído revisando algunas pruebas tipográficas, pero salió Novo de su despacho a comentar la visita. “Ese joven es un genio”, dijo muy serio. Otro que trabajaba ahí, don Valerio, terció: “Ah, caray. Yo sí lo vi. Vestía de negro, se le cayeron, al cruzar, unos papeles, y se inclinó a juntarlos. Y... Bueno. No debería fijarse uno en estas cosas; mas, lo cierto es que me quedé penando en los parches de sus pantalones”. Insistió Novo: “Pues es un genio”, y le dijo a Efrén Hernández: “Hablamos de usted. Si vuelve, se lo presento.”
Dio entonces Novo las señas de Cipriano Campos Alatorre: se llama de este modo y de este otro, nunca hasta entonces lo había visto... Y dijo haber escuchado trozos de una novela inédita que Novo consideró como admirable.
Ahí quedó el asunto. Le extrañó a Efrén Hernández que las presentaciones no se hubieran realizado en el momento; y que la historia del encuentro se la hubiera contado Novo sobre todo a él, y no a Vilaurrutia o a Pellicer. Con esa duda se fue a su casa, que era un cuartito rentado, y por la tarde escuchó un tan tan en la puerta que lo puso a sospechar: “No sea Cipriano”.
Y, en efecto, era él, abiertísimo de ojos, flaco, de facciones filosas, muy trigueño, con su mismo y único traje, negro verdeante de gastado. Comenzó entonces un diálogo de meses, que tuvo como escenarios el cuarto humilde donde vivía Efrén Hernández, las calles y los jardines públicos de la ciudad de México, los cafés de chinos, el cuarto humilde de Cipriano, su escuela rural de Xochimilco... Compartieron miserias y asombros. Hasta que un día Cipriano Campos Alatorre desapareció.
Lo reencontró Efrén, así, él mirando el escaparate de la librería por un título que deseaba tener y sin saber si con las monedas que traía le alcanzaba para comprarlo. “¡Cipriano!”, celebró Hernández. “Tachitas”, respondió el otro. Pero la conversación no fluyó como en anteriores ocasiones. Cipriano quería huir, no se sentía bien. “Déjame”, le decía a Efrén, “déjame.” Pero Efrén lo tomó del brazo cariñosamente y lo invitó a que caminaran, hasta que Cipriano protestó: “No quiero andar ya más. Quiero sentarme.”
Fueron entonces a un café. Cipriano no quería aceptar el pan de sal ni el café con leche que Efrén le ofreció. “No te ofendas, Tachitas, déjame que me vaya.”
Efrén se opuso. Y mientras merendaban Cipriano le explicó muchas cosas. Lo cuenta así Efrén Hernández: “Le habían ordenado trasladarse de la escuela rural de Xochimilco, a una de un pueblo muy al sur de Michoacán, perdido y en destierro. Ni su reciente esposa, ni su pequeña niña habían podido resistir, sumados, el clima atroz y la miseria. Él mismo había estado muy mal. Las medicinas, el pasaje de retorno de su familia a la ciudad de México, la subsistencia de él y la de ellas, separados. Deudas, desamparo, incertidumbre, dislocación mental, quemazón de manuscritos, debilidad física, abatimiento, anublazón espiritual...”
Lamentaba Efrén Hernández no haber podido ayudarle pero él tampoco podía, entre la gente, mucho más que Cipriano. También vivía caído. Nadie le habría hecho caso.
Algo después, en Revista de revistas, encontró el retrato de Cipriano y la mala noticia de su muerte, nacido en 1906 y fallecido en 1939, a la edad de treintaitrés años.
Una década más tarde, en el 52, cuando estuvo en mejor posición recogió Efrén Hernández para la revista América en un tomo la “obra completa” de Cipriano Campos Alatorre, que son seis cuentos y un fragmento de novela; y le agregó una nota, donde habla de sus encuentros con el personaje, y de cómo la sociedad literaria le dio la espalda a Cipriano en la hora dura. “Sucedió, en su esencia, aquí mismo, aquí en esta muy culta, muy noble y muy leal ciudad de México, no hace aún mucho tiempo.”
Septiembre 2004
1 Comentarios:
me dio gusto haberme topado con esto, diario descubrimos algo nuevo y esto me ha gustado mucho
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