martes, septiembre 14, 2004

"EL VÉRTIGO ME HIZO MÁRTIR"

Por cumplir obligaciones paternas, mucho tiempo he estado levantándome temprano. No es extraño que me encuentre en la calle a las seis de la mañana; a esa hora camino dos cuadras para llegar a la casa donde guardo el automóvil. Todavía está oscuro y, por lo mismo, debe uno tomar sus precauciones. Voy rápido y evito a los solitarios por temor a que me asalten; no obstante, el paisaje más común a esa hora es el del padre que acompaña a la hija recién ingresada a la preparatoria (adolescente espantadiza), porque las clases empiezan a las siete.
El otro día, al doblar la esquina hacia Mitla, vi a la distancia que caminaba por la acera un hombre que llevaba como gorro un pasamontañas, una chamarra de vaquero, de barba y bigotes crecidos a lo Robinson Crusoe. Calculé que llegaríamos al mismo tiempo frente a la casa a la que iba yo por mi coche. Para que esto no ocurriera aceleré el paso, metí la llave, abrí la puerta del garaje... y lo sentí caminar atrás de mí. Algo hizo que me volviera a observarlo y creí reconocer el rostro, visto entonces de perfil y alejándose.
Mientras sacaba el auto barajé nombres y caras. Pensé en quienes hace diez o quince años eran considerados jóvenes poetas y creí ubicarlo entre ellos. Recordé entonces un encuentro de escritores en Zacatecas, me parece, donde a la luz de la borrachera este personaje había recitado en una plaza y de memoria (junto con Marco Antonio Campos) el poema “Piedra de sol”, de Octavio Paz. Y, como si apareciera la ficha en el monitor de la computadora, surgieron en mi memoria los pocos datos que tengo suyos: que es de Monterrey y tiene un par de poemarios; que enamoró a Paz, precisamente, cuando se le apareció en la puerta de su departamento y se puso a citar largos versos de sus libros; que éste lo llevó a Vuelta, donde formó parte en un par de números del consejo editorial...
Ahora que escribo, puedo precisar que nació en 1969 y es autor de Nadar sabe mi llama (1986) y Tequila con calavera (1993); e incluso he hallado algunos de sus poemas. Estos versos vienen al caso: “Porque desde la firme rosa madre vengo cayendo, / como abeja en celo volaba vagabundo / hacia la soledad de un jardín más oscuro, / caí largo hasta que el vértigo me hizo mártir, / luego me perdió para siempre el infarto del amor”. En una reseña, Víctor Manuel Mendiola lamentó que no hubiera sido considerado en Prístina y última piedra: antología de poesía hispanoamericana presente (Aldus, 1999), de Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras.
Esa madrugada enfilé con mi automóvil por Mitla y vi que el hombre se había detenido a descansar en la entrada de un edificio; era, obviamente, un vagabundo. Traía una mochila no grande y un periódico, objetos que en ese momento había dejado en el suelo. Frené, bajé la ventanilla, y le pregunté: “¿Eres Samuel?”
A esas horas, cuando la noche no se ha ido del todo y el día aún no comienza, los encuentros parecen irreales. Nos reconocimos. Me habló de una presentación literaria a la que había ido en la Casa del Escritor Refugiado y donde se encontró con los “amigos” (y pensé que debió haber aprovechado para ingresar ahí como “escritor refugiado”). Me pidió cincuenta pesos pero yo traía (no miento) la cartera vacía. Le apunté en un papel mi número telefónico y nos despedimos. Sentí la mano rasposa, era la mano de alguien que vive en la calle.
¿Cómo llegó a esa situación? He preguntado y se cuentan de él historias terribles. Por desgracia se peleó con todos y con todas. Acaso no convenga entrar en detalles que surgen de testimonios muy subjetivos, contados desde el punto de vista del que se sintió agredido o embaucado por él. Tampoco me distraigo al evitar su apellido, aunque el lector tiene suficiente información para adivinarlo o indagarlo. Importa el presente del poeta, que de las blancas hojas de la poesía al parecer descendió a la triste condición de quien no tiene casa ni cama donde pasar la noche ni, como diría Rubén Bonifaz Nuño, mujer en que caerse muerto.
¿Necesita ayuda? No lo sé. Se le veía tranquilo. Acaso ha ido construyendo esa soledad y la disfruta, aunque esta visión positiva suena tan ilusoria como la compasión a la que se podría llegar muy fácilmente. Fijémoslo así, como está ahora, vagando por las calles y con el estómago vacío, como personaje de Knut Hamsun; quizá de esa manera, por esa vía, llegue a una nueva iluminación, a un segundo nacimiento, y resurja como poeta. Ciérrese, pues, este retrato con un verso suyo quizá esperanzador: “Cuando desperté me llamaba el Sol”.

Septiembre 2004

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