martes, diciembre 14, 2004

CERVANTES EN DIRECTO

Tampoco Miguel de Cervantes era un estilista. En el ensayo “La supersticiosa ética del lector” (en Discusión, 1932), Jorge Luis Borges revisa esta circunstancia de que a Don Quijote —cuya primera parte afanosamente estampaba por estos diciembres, pero cuatrocientos años atrás, Juan de la Cuesta— se le atribuyan dones de estilo que a muchos parecerán misteriosos, y cita dos opiniones de talante crítico: una de Leopoldo Lugones y otra de Paul Groussac.
Apunta Lugones: “El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ése fue el legado de los que no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se quedaron royendo la cáscara cuyas rugosidades escondían la fortaleza y el sabor”. (Cabe precisar, la palabra “convólvulos” parece significar aquí no orugas sino enredaderas.)
Y juzga Groussac: “Si han de describirse las cosas como son, deberemos confesar que una buena mitad de la obra [Don Quijote] es de forma por demás floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma que los rivales de Cervantes le achacaban. Y con esto no me refiero única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retozos de pesada grandilocuencia que nos abruman, sino a la contextura generalmente desmayada de esa prosa de sobremesa”.
Prosa de sobremesa, concuerda Borges, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes, “y otra no le hace falta”, ya que “le interesaban demasiado los destinos de Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz”. Es decir, a Cervantes esas herramientas tan modestas le bastaron para construir su cuento, que es posada o venta pero también —así sea de modo paródico— castillo.
Para no llamar a engaño, quien lea la novela por estos días —aceptando la generosa invitación de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, a quienes entre otros patrocinios apoyó la editorial Alfaguara para que el precio fuera módico— debe tener en claro que la escritura de Cervantes no es excelsa, ni es Don Quijote un templo a la perfección del idioma o una Biblia de la lengua española. Un prejuicio común en ese sentido ha hecho que el libro tenga más aduladores que lectores porque se le coloca muy en lo alto, cuando hay que darle el tamaño que Cervantes quiso darle, y que es el tamaño del hombre.
Las virtudes de Don Quijote, observa el mismo Borges, no son estilísticas sino psicológicas. Esto se manifiesta, por ejemplo, en el constante contrapunto que se establece entre lo que mira el hidalgo Quijana o Quesada, por su locura convertido en caballero andante, y lo que percibe su escudero Sancho Panza: al principio, donde uno ve gigantes el otro distingue molinos de viento, pero conforme avanza la narración esas percepciones se alteran e incluso tienden a integrarse. En algún punto, Sancho habla de un “caballo rucio rodado que parece asno pardo”, puesto que para su señor era caballo y para él era asno; don Quijote, al igual, le pide luego al escudero que deje “ese caballo o asno o lo que tú quisieres que sea”, como concediéndole el beneficio de la duda. El yelmo de Mambrino puede ser una bacía de barbero, o ambas cosas a la vez, como dos ejércitos son también rebaños de ovejas y carneros.
Sobre todo en la segunda parte, impresa hacia 1915, la ficción inunda la realidad de la historia. Si lo que mueve a Sancho es la posibilidad de gobernar una ínsula, de pronto ese sueño se cumple (en una pieza teatral que tiene a ambos como involuntarios aunque principales actores), con lo que el escudero termina por creer totalmente en su señor o por ingresar de lleno en su fantasía.
Mas de Don Quijote se ha escrito mucho, y lo importante de una edición como la que circula ahora, y que en este fin de año ocupa en las librerías el espacio natural de los ligeros bestsellers, es que abre un paso franco entre la obra y los lectores. La gloria de un texto literario puede ser, también, una barrera para llegar a él. La abundancia de estudios y ensayos críticos crea un cerco que vuelve a la novela impenetrable. Además, en su entorno surgen otros sucedáneos: filmes o series televisivas basados en ella, o la pura iconografía, según la cual se han establecido incluso los tipos físicos tanto de don Quijote como de Sancho (al cual se le pinta de baja estatura cuando para Cervantes era más bien largo de piernas). Déjese a un lado lo prescindible y accédase, pues, a lo medular, que es la lectura directa, sin oradores oficiales ni reverencias o música de violines.
“¿Qué rumor es ése, Sancho?”, pregunta don Quijote en el capítulo XX de la primera parte. El escudero miente: “No sé, señor”, puesto que la naturaleza lo ha urgido a cumplir sus necesidades mas lo hace al pie de Rocinante, junto al hidalgo, para no alejarse demasiado por temor a los misterios de la noche. Cuando don Quijote se percata de que Sancho está evacuando, le dice: “Hueles, y no a ámbar”. Tal es, acaso, uno de los olores que dominan la novela. Así de terrenal es Don Quijote.

Diciembre 2004

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