lunes, noviembre 25, 2019


José de la Colina o el travestismo literario

Diez años atrás,
en el cumpleaños 75 de José de la Colina (1934-2019),
celebrado en la Sala Manuel M. Ponce
del Palacio de Bellas Artes, leí estas cuartillas.
AT

Recuerdas que en aquella época, finales de los años ochenta del siglo pasado, sentías cierta incomodidad ante la persona de José de la Colina. A la vez que te desempeñabas como crítico literario de El Semanario Cultural por él dirigido, ejercías como reportero de cultura en la revista Proceso, y ocurrió que el tratamiento de algunos temas, como las sospechas por aquella salida abrupta de Mario Vargas Llosa del país luego de su definición del Estado mexicano como una “dictadura perfecta” en el Encuentro Vuelta (por la tele, en vivo y a todo color), o el seguimiento tuyo de una polémica sobre la intervención posible de sor Juana Inés de la Cruz en la Segunda Celestina de Agustín de Salazar y Torres, polémica en la que se oponían los temperamentos de Octavio Paz y Antonio Alatorre, el tratamiento de esos temas en Proceso, decías, había provocado enojos múltiples en el futuro Premio Nobel de Literatura y, por ende, entre aquellos que la vidita literaria consideraba como “gente de Vuelta”.
Tú habías sido, en cierta forma, árbitro en el asunto de si se podía acreditar como de la Décima Musa la continuación de la obra de Salazar y Torres… pero la polémica comenzó cuando Vuelta tenía ya impreso y a punto de enviar a librerías el rescate, con el crédito en portada a sor Juana y con un orondo prólogo de Octavio Paz en donde se ufanaba por el descubrimiento y se apoyaba en el investigador Guillermo Schmidhuber (pretendido descubridor de la comedia perdida) para asegurar que se trataba de una pieza juvenil de Juana de Asbaje. En Proceso revisó Alatorre los elementos en que se basaban Paz y Schmidhuber, cotejándolos con sus propias investigaciones (pues él había hallado el mismo suelto pero de impresión posterior, y no lo había dado a conocer como de sor Juana porque no tenía aún armado completo el rompecabezas), para concluir que no pudo haber intervenido, de modo alguno, la poeta y dramaturga. Luego de muchos meses de réplicas y contrarréplicas, quiso Schmidhuber (nunca a la altura de la polémica) zanjar la cuestión con un absurdo estudio estilo-estadístico que sólo probó que él andaba ya perdido en el espacio. Y aunque nunca lo expresó abiertamente, en el asunto de la Segunda Celestina se supo Octavio Paz vencido.
Por eso y muchas cosas más (como dice la canción), cuando en Nueva York se encontró Paz frente al editor de cultura de Proceso el reclamo en torno a la suspicacias que había levantado la salida de Vargas Llosa y el tono de un penúltimo resumen tuyo sobre el enredo sorjuanista, fue enérgico; y el remate, la chute, en verdad no tuvo medida: “Y ese joven Toledo”, dijo don Octavio, con palabras que hasta la fecha lastiman a tu progenitora; “y ese joven Toledo”, dijo, como acordándose Paz del capítulo sobre el complejo de la Malinche que es central en El laberinto de la soledad; “y ese joven Toledo”, dijo el poeta, con su particular movimiento de dedos, como si arrojara una moneda al aire para definir águila o sol o como si impulsara una canica (en este caso de las grandes, de las bombochas); “y ese joven Toledo”, dijo, “¡que se vaya a la chingada!”
Al día siguiente o dos o tres días más tarde, no lo recuerdas bien, la Academia Sueca decidió otorgar a Paz el Nobel de Literatura. Te encargaron en Proceso una encuesta amplia con la comunidad intelectual y entre otros buscaste telefónicamente a José de la Colina. Le explicabas apenas de qué se trataba cuando te dijo: “No quiero nada con la canalla de Proceso”, y colgó. Pensaba, pues, De la Colina que quienes trabajaban en esa revista eran gente baja y ruin, como define la Real Academia Española el término “canalla”. Ergo, debía él considerarte parte de esa grey que en respuesta lo bautizó como José de la Calumnia.
Elucubraste además, posteriormente, que acaso lo habías traicionado al dejar en la encuesta sus palabras tal cual las había dicho, y se te ocurrió que si te lo encontrabas reclamaría tu proceder… Mas colaborabas en El Semanario Cultural, y entregabas cada lunes tus balbuceos reseñísticos o ensayísticos, y ni modo de mandar los artículos por correo electrónico, método entonces aún no inventado por el hombre; y el envío de faxes era extrañamente complicado por tus rumbos, y también se enmarañaba hasta el absurdo la recepción en el periódico Novedades que editaba el suplemento. Planeaste entonces llegar al edificio que aún está en la esquina de Balderas y Morelos, en el centro de esta ciudad convertida ya en Smógico City, lo más temprano que se pudiera, seis o siete de la mañana, deslizar tu colaboración por debajo de la puerta de la oficina del suplemento y correr canallescamente hacia la estación del metro Juárez, cual si huyeras del lobo feroz. Así por varias semanas. Hasta evitabas el elevador del diario, que en esas circunstancias se convertía en una trampa, y brincabas como oveja por las escaleras, zona abierta y más segura.
Cierta incomodidad, ¡hablabas de cierta incomodidad! Le temías, reconócelo; temías entonces la furia de José de la Colina quien, como Huberto Batis en el Sábado de unomásuno, tenía fama de perturbar con legendarios y elocuentes arrebatos las conciencias de los colaboradores.
Contigo, dilo ahora, eso nunca ocurrió. Pasado el tiempo, un viernes, esperabas en la fila el pago de tus colaboraciones en El Semanario, sumido en alguna lectura, y cuando alzaste la vista del libro encontraste atrás de ti, formado y casi pacífico, a José de la Colina. Saludos, una conversación que se armó con rapidez sobre Las aventuras de Pinocho del florentino Carlo Collodi, sobre las que estaba escribiendo él varios artículos seriados que ubicaría años después en Libertades imaginarias (2001).
Luego, vía Juan José Reyes, te llegó una carta manuscrita en la que muy respetuosamente te corregía De la Colina algunos vicios estilísticos: cuando decías que una novela iniciaba con un alegato pacifista, por ejemplo, él te explicaba que lo correcto era decir que la novela “se” iniciaba con dicho alegato. Y fue así también como se inició algo parecido a la amistad (al menos ya no le huyes), sobre todo a partir del reencuentro en Milenio, aunque se te dificulta todavía tratarlo de “tú” no porque te parezca muy mayor (sólo te lleva 29 años más un día, porque él es del 29 y tú del 30 de marzo, Aries ambos y a mucha honra) sino por considerarlo como un maestro de esos que empiezan a escasear y crees tú que a los maestros debe tratárseles de usted, ¿no lo cree usted así, don Pepe?
No sabes qué habrá pensado De la Colina cuando lo incluiste en El hilo del Minotauro (2006), antología de “cuentistas mexicanos inclasificables”, los raros de nuestras letras, editada por el Fondo de Cultura Económica. En un ensayo sobre Salvador Elizondo que viene en su Personerío del siglo XX mexicano (2005), él propone (siguiendo a Julien Cracq) que todas las literaturas tienen un camino real, visible, institucional, reglamentado y una vía excéntrica, “secreta a veces, sólo frecuentada por minorías de lectores y discípulos devotos” (que tiende a convertirse al fin, agregarías tú, en el real camino real), y en donde ubica a Julio Torri, Francisco Tario, Pedro F. Miret, Gerardo Deniz y Salvador Elizondo; a esa lista tú sumaste a Efrén Hernández, Esther Seligson, Adela Fernández, Samuel Walter Medina, Humberto Rivas, Luis Ignacio Helguera y Javier García-Galiano, entre no muchos otros (pero sí algunos más). Te preguntas ahora, ¿le incomodará a De la Colina haber aparecido en una colección narrativa de escritores “raros” o preferiría andar muy a sus anchas por el camino real?
Y no imaginas qué pensará ahora en que para participar en un homenaje por sus 75 años de vida has retomado una argucia recurrente en sus artículos de altura ensayística, o ensayos articulados, cuando para hablar de sí mismo usa la segunda persona (acaso herencia de don Primo, ese entrañable Tusitala de su infancia), entre otras herramientas, porque algo que tiene José de la Colina es un sentido amplio de ductilidad de la lengua, sometida por él a severas y enriquecedoras genuflexiones, siempre en juego (o fuga) y siempre en busca de armónicas disonancias, como una expresión llevada al límite de sus posibilidades. Por esta calistenia verbal tiene ahora De la Colina, te parece, un control casi absoluto de su instrumento que es el idioma español. Dirías, y tal era tu propuesta para el homenaje (una tesis que apenas te ha alcanzado el tiempo para esbozar), dirías que ejerce una suerte de travestismo literario porque sabe servirse de distintos estilos, ponerse distintos ropajes, y ajustárselos muy bien: si habla de Rulfo se vuelve enteramente rulfiano; si el sujeto a revisar es Juan José Arreola, sus frases adquieren las difíciles maneras arreolianas; e incluso si dedica una semblanza a Fred Astaire o Dámaso Pérez Prado, caraefoca, su prosa comienza a bailar tap o mambo: “…y a echarle gana y a echarle gana y riñones a la cosa rica aymamá, disparando el pie pa’este lado, girando todo el busto con los brazos replegados, ahora pa’cá, ondulando sin perder el tipo, no se me desmelene, mi rey, síguela, síguela, síguela, qué es lo tuyo, reina, dámelo, pero qué bonito y sabroso bailan el mambo las mexicanas, mueven la sintura y los hombros igualito que las cubanas, cantaba la voz cálida de Beny Moré, y el mambo crecía en expansión de estallantes astros, desbordaba el salón de baile o el teatro de revista a partir de los caderazos y muslazos de las autóctonas y calipígicas y piernudas y oxigenadas Dolly Sisters…” (Personerío, p. 45).
Travesti su escritura, acláralo antes de que se te venga el mundo encima (y mejor ya termina): travesti su escritura, no él.

Noviembre 2019

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