domingo, noviembre 10, 2019


Salvador Elizondo en el ensayo

La agudeza de nuestra conciencia
sólo puede existir en la medida
de la intensidad de nuestras obsesiones.
Salvador Elizondo

El 3 de mayo de 1979, a petición de Octavio Paz y Ramón Xirau, envió Salvador Elizondo (1932-2006) al director en turno de El Colegio Nacional un currículum vitae que es un buen retrato del escritor en esa época. Lo recupero en sus partes sustanciales porque en ese texto el propio Elizondo hace un ajuste de cuentas preliminar con su vida y sus libros. Así se presenta:

Mi nombre es Salvador Elizondo Alcalde. Nací en la ciudad de México en 1932. Soy hijo de padres mexicanos. Hice mis estudios de primaria en el Colegio Alemán y en el Colegio México, de secundaria en una escuela particular en los Estados Unidos y de preparatoria en la Universidad de Otawa. Posteriormente hice los cursos para el diploma en Inglaterra, Francia e Italia. Solamente obtuve el de Cambridge años más tarde. Como nunca pude revalidar mis estudios hechos en el extranjero he tenido que asistir a la Universidad a título de alumno irregular. Con este carácter cursé el primer año de la carrera de Artes Plásticas dos veces: la primera en la Escuela La Esmeralda y la segunda en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (Academia de San Carlos), estudios que más tarde seguí por mi cuenta en Europa hasta que decidí seguir la carrera literaria en la que a la fecha me desempeño. En 1959 ingresé, como alumno irregular, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma para seguir la carrera de Letras Inglesas que abandoné al presentar con éxito el examen para el diploma de Cambridge. Entre mis maestros de entonces recuerdo con particular afecto y gratitud a Julio Torri.

La escuela particular en los Estados Unidos, en la que cursó sus estudios secundarios, es, claro, la Escuela Naval y Militar del Lago Elsinore, que será el escenario de una novela corta aparecida casi diez años después de que fueron escritas estas líneas (Elsinore, 1988). En el párrafo se dibuja además el carácter multicultural de la formación de Elizondo (desde su paso por el Colegio Alemán hasta sus estudios en Estados Unidos, Canadá y Europa), además del tránsito de las artes plásticas a la literatura, que tiene como punto de arribo (cual Ulises en busca de Ítaca) el magisterio de Julio Torri. Recuérdese “A Circe”, de Torri, que abre Ensayos y poemas (1917), y la respuesta elizondiana, “Aviso”, segundo texto de El grafógrafo (1972), en memoria de su maestro… y ambos reacción literaria a aquel pasaje de la Odisea.
El navegante de Torri va resuelto a perderse, mas las sirenas no cantan para él; el de Elizondo, igualmente “dispuesto a naufragar en un jardín de delicias”, descubre que “el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo” y, para cerrar: “Su carne huele a pescado”.
Vuelvo al currículum. Habla Elizondo de su regreso a la Universidad en 1964, ahora como maestro de literatura: “primero en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos; desde 1968 doy la clase de Poesía Mexicana Moderna y Contemporánea en la Escuela para Extranjeros y desde 1976, como Profesor Asociado, soy titular del seminario de Poesía Angloamericana Comparada en la Dirección de Estudios Superiores, de un curso de Poética y de un Taller de Poesía en la Facultad de Filosofía y Letras”. Asimismo, a partir de 1968 se desempeñó como asesor literario del Centro Mexicano de Escritores.
Enlista, luego, sus libros. El primero, Poesía (1960); luego, Luchino Visconti (1963); y el tercero, Farabeuf o la crónica de un instante (1965). Es decir, siguen las navegaciones: del verso a la crítica cinematográfica, y de ahí a la novela. Al fin parece instalarse como narrador, sobre todo por el sonoro éxito de Farabeuf (novela por la que recibe el Premio Xavier Villaurrutia, traducida además en esa década al francés, alemán, italiano y croata) y publica en 1966 el conjunto de relatos Narda o el verano y la Autobiografía (también conocida como Autobiografía precoz), que es una suerte de apéndice malévolo de Farabeuf; de 1968 es la novela El Hipogeo Secreto y de 1969 los relatos de El retrato de Zoe y otras mentiras. También de 1969 es su primer tomo ensayístico, Cuaderno de escritura. La lista del currículum no termina ahí: aún aparecen El grafógrafo (1972); una reunión de artículos periodísticos, Contextos (1973); la antología de poesía mexicana moderna Museo poético (1974), y su Antología personal (1974).
Dice enseguida: “Durante los últimos cinco años he escrito una gran cantidad de artículos de crítica literaria y de artes plásticas que actualmente estoy revisando y seleccionando para formar con ellos dos o tres volúmenes que incluirían también los prólogos que he escrito para una docena de libros que por ser casi todos de edición limitada fuera de comercio son poco conocidos”.
Esto ya nos sitúa en los años posteriores a 1979, cuando redacta este currículum, y quizá el afán de reunir ese cuerpo de escritos críticos, con esa intención exhaustiva, no se haya cumplido. Habrá ensayos y conferencias, mezclados con ficciones, en Camera lucida (1983); y una buena reunión consagrada a ese género, su libro ensayístico más integral, es Teoría del infierno (1992), en el que me detendré más adelante.
Siguió reuniendo, sí, sus textos periodísticos: Estanquillo (1993) y Pasado anterior (2007, edición póstuma)… En la ampliación del panorama parece que llegamos a una suerte de hoyo negro, pero no es así. Tendríamos, es verdad, que toparnos con esa corriente interior elizondiana, de pensamientos sobre la vida y el arte, que son los diarios y los noctuarios, escritura secreta, de estudio, a la que hemos ido accediendo poco a poco en lo que de ella ha rescatado la fotógrafa Paulina Lavista, viuda de Salvador Elizondo. A saber: la sección Noctuarios que aparece en El mar de iguanas (2010); y el gran tomo de Diarios 1945-1985 (2015), que es sólo una parte de los más de cien cuadernos, unas treinta mil páginas, que dejó listos Elizondo con la recomendación de que se publicaran veinte años después de su muerte.
Y aquí el paisaje se invierte o aclara. Quizá pueda decirse que para Salvador Elizondo la escritura era una labor diaria, que tenía en primera instancia el despliegue de los cuadernos y se bifurcaba hacia la creación literaria, el texto periodístico o el ensayo, o se conformaba con permanecer en ese límite marcado por el diario personal. Piénsese acaso en un Elizondo ensayista a la manera de Montaigne, en este sentido: “Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna del de las que con el estudio se adquieren; y quien encontrare en mí ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respondo de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho de mis discursos”.
Lo expuso así Elizondo: “En las páginas de mi diario la vida transcurre conforme a otra estructura del tiempo”.
Insisto: en los cuadernos de Elizondo podemos encontrar una suerte de corriente interior de su escritura, y la revisión de éstos ayuda a entender sus avances, si la confrontamos con la obra publicada. En los cuadernos está el ensayista a lo Montaigne, en estado puro, que llevará luego algunos de esos impulsos, depurados, al conocimiento público.
Pero el currículum aún no termina. Habla enseguida Elizondo de los autores que ha traducido (William James, Malcolm Lowry, Paul Valéry, Georges Bataille o Sthéphane Mallarmé, entre otros), de la suerte de sus libros en otros idiomas, la inclusión de textos suyos en antologías extranjeras, críticos que se han ocupado de su obra, participación en suplementos culturales y revistas, becas recibidas e incursiones como jurado en concursos literarios…
El envío del currículum rindió frutos, y el 28 de abril de 1981 Salvador Elizondo ofreció su discurso de ingreso a El Colegio Nacional; su tema: “Ida y vuelta: Joyce y Conrad”.

***

James Joyce es uno de los centros activos de su pensamiento literario. Según sus Diarios, lo descubre en 1955, a los 23 años. El 22 de marzo apunta: “Anoche terminé el Ulises. Qué libro tan maravilloso. Es la más grande lección de literatura de muchos siglos para acá”.
El 22 de mayo dice haberle robado cien pesos a su mamá para comprar Finnegans Wake; y al día siguiente presume tener ya el ejemplar en sus manos. A la vez se topa con Pedro Páramo; y combinará esas lecturas en la redacción de un cuento rulfiano que utiliza la técnica del monólogo interior.
Ulises se convertirá, en esos años, en libro de cabecera y volverá a leerlo íntegro en 1956, con el apoyo del estudio de Stuart Gilbert que revisa la novela de Joyce capítulo por capítulo. Escribe Elizondo el 10 de junio, días antes del celebrado Bloomsday, el día que ocurre el Ulises, que es el 16 de junio: “Hoy terminé de leer Ulysses. Es verdaderamente prodigioso. Creo que si no fuera porque tengo tantas ganas de leer a Shakespeare me pondría a leerlo en el acto nuevamente. El último monólogo interior de Molly Bloom es la más bella pieza jamás escrita”.
Alguna vez tuve ese ejemplar del Ulysses de Elizondo en mis manos, edición de The Modern Library, firmado por él en Nueva York el 23 de abril de 1956. En las páginas finales escribió con pluma fuente: “Este es el libro más genial que jamás se ha escrito”.
Sigo, rápidamente, las huellas de Joyce en sus Diarios: en 1958 relee Dubliners (“No cabe duda de que Joyce es el más grande escritor de nuestro tiempo”), e incluso se propone adaptar “Eveline” para la televisión; e intenta una “Aproximación a James Joyce” que al parecer no sale de ese espacio íntimo, apuntes que no serán incluidos en Cuaderno de escritura, donde, no obstante, está la “Invocación y evocación de la infancia”, dedicado a Proust y Joyce.
En la “Aproximación a James Joyce” discute Elizondo con Stuart Gilbert y Carl Gustav Jung (una lectura exegética y otra psicoanalítica), para concluir:

La esencia del Ulises no reside en la forma misma con que a nosotros nos es dado comprender la novela. Si se busca bien en los intersticios de esa forma aparentemente compleja se llega forzosamente a Moby Dick, por lo que a la historia de las formas literarias respecta. Sin embargo, no se trata aquí de un realismo simbólico, es decir, de un realismo que propone símbolos constituidos por objetos de la realidad, símbolos que fundamentalmente nunca traspasan los límites entre la novela y la poesía. Moby Dick es la transcripción real de la realidad al plano de la literatura por medio de la realidad-apta-de-ser transformada-en-símbolo. El Ulises, por el contrario, independientemente de su carácter simbólico (carácter que, por lo demás, está más allá de su forma), no es sino una recreación, una reconstrucción detalladísima de la vida, pero no de la vida con el sentido trascendental que le dan la mayor parte de los pensadores, sino de esa vida que se desarrolla dentro de los límites de la percepción sensible, inmediata.

Para Elizondo lo que el Ulises de Joyce propone es una percepción dinámica del mundo.
Algo más de sus Diarios y su obsesión joyceana: el 30 de agosto de 1967 mira una foto de Ezra Pound y lo define esencialmente como un artífice, “como Joyce”, escribe. Y se dice: “Aspiro a ese artesanato”.
Hay una entrada del 17 de noviembre de 1979 que refiere la experiencia de haber visto la pieza teatral Exiles de Joyce con la actuación de Ofelia Medina:

Estuve feliz. Hace unos treinta años que no gozaba del teatro como anoche. Dando por descontado a Joyce, que es el más grande artista de este siglo, la puesta en escena era verdaderamente perfecta. La directora Marta Luna me parece que fue la revelación. […] Ya nunca hay confusión de sentimientos. Todo está claro. Claridad restallante. La confusión está en todo lo que escribimos. Lo que hacemos está muy claro. No hay duda más que acerca de lo que pensamos. Yo creo que Exiles es una gran obra y que su estreno en México constituye el único acontecimiento digno de un cierto interés. Digo de un cierto interés porque la personalidad de su autor, con ser contradictoria, insiste en algunos aspectos de estética histórica que son especialmente interesantes para nosotros. Nótese por ejemplo la identidad que hay entre Irlanda e Hispanoamérica por lo que respecta a la apropiación y superación de la lengua de los conquistadores por los aborígenes.

Casi termino este recuento: en 1982 Paulina Lavista le avisa que el hijo de ambos nacerá el 16 de junio, y eso le produce gran alegría… aunque finalmente el nacimiento ocurrirá el día 17; en 1985 celebra al mismo tiempo el Bloomsday y el Día del Padre, y escribe: “Anoche estuve leyendo hasta muy tarde Ulysses. Formidable, con ningún libro me he reído ni gozado tanto como con éste y en esta lectura. Yo creo que es la quinta en mi vida. Sin contar las que he hecho de estudio. Just for the pleausure of it”; y: “¿Por qué, a la quinta lectura, el Ulysses me parece tan diferente? Mucho más rica que las anteriores. Más espléndida y radiosa, produce un goce como no lo había sentido antes. Tenemos una historia común de casi cuarenta años, la edad que cumple mañana Paulina. […] No tengo por qué quejarme de no poder ver la TV mientras dure el encanto del Ulysses”.
Al final de los diarios, como para sellar este capítulo, aparece aún una fotografía de la sección de la biblioteca de Elizondo dedicada a los libros de Joyce y sobre Joyce.
Esta relación apuntada o apuntalada en los Diarios tiene ecos en la obra, desde el ensayo “Invocación y evocación de la infancia”, de Cuaderno de escritura; el “Ida y vuelta”, lección inaugural en El Colegio Nacional que cierra Camera lucida, a los textos sobre Joyce de Teoría del infierno, en cuya portada original (de Ediciones del Equilibrista) aparecía el joven dublinés como artista adolescente, y que son dos: “Ulysses”, concentración de sus visitas a esa jornada dublinesa, y “La primera página de Finnegans Wake”, el intento de Elizondo por traducir al español mexicano esa novela infinita: una sola página ameritó 33 notas explicativas. Transcribo el primer párrafo:

Riocorrido más allá de la de Eva y Adán; de desvío de costa a encombadura de bahía, trayéndonos por un cómodio vícolo de recirculación otra vuelta a Howth Castillo y Enderredores.

Como contaba Elizondo, ese proyecto nació del encuentro con Fernando del Paso, quien publicó en 1966 la novela José Trigo, claramente influida por Joyce… mas ahí chocaron las formaciones de ambos: uno educado en escuelas oficiales de la Ciudad de México y con poco conocimiento de las lenguas extranjeras, y el otro de formación cosmopolita, con un dominio casi perfecto del inglés, entre otros idiomas. Elizondo se percató entonces de que Del Paso admiraba a Joyce por medio de las traducciones de Dámaso Alonso y J. Salas Subirat… Esa fue una de las razones por lo que esa iniciativa de que dos emimentes joyceanos mexicanos tradujeran Finnegans Wake no fructificó. (Del Paso, por otro lado, adquiere su cosmopolitismo por medios propios, al convertirse en un escritor errante que va de Estados Unidos a Inglaterra, y de Inglaterra a Francia, durante la escritura de sus siguientes novelas, Palinuro de México y Noticias del Imperio.)

***

James Joyce es uno de los centros activos del pensamiento literario de Salvador Elizondo, sí, pero no el único. En Cuaderno de escritura intenta un primer mapa, aún no muy integrado, en el que destacan Joyce, Proust y Borges… y donde aparece, en un apunte primero, esa “Teoría del infierno” que encontrará su versión final en 1992, en el libro homónimo de ese ensayo, donde logra Elizondo plasmar una buena parte de su cartografía esencial.
Me explico: la “Teoría del infierno” del Cuaderno de escritura abarca tres páginas; la del segundo libro se extiende a 22, y aún continúa Elizondo su exploración con temas paralelos o derivados en “Retórica del Diablo”, “Quién es Justine”, “El matrimonio del cielo y el infierno” y “George Bataille y la experiencia interior”… Hay una obsesión por retratar al mal (desde la teología, la poesía, la memoria sádica o el ensayo antropológico) que está presente a la vez, yo diría, en el carácacter de la escritura de Salvador Elizondo, y que también fue parte de su personalidad pública. Por esta frecuentación de oscuridades Manuel Durán (en Tríptico mexicano: Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo, México, 1973) lo define como un “escritor maldito”; explica el crítico:

Como en Baudelaire, hay en Elizondo un dandy y un snob que coexisten con un escritor de gran talento y que le ayudan eficazmente a expresarse; a partir de cierta categoría, de cierto nivel, el dandysmo no se presenta como afectación algo ridícula sino como filosofía, como ética, como manera de verse a uno mismo y contemplar a los demás, con cierto desdén, que es como el alejamiento necesario para un buen encuadre, para un lento travellingpor un interior lujoso y decadente (como esos travellings insistentes, que parecen acariciar cada objeto, cada personaje, en las películas de Luchino Visconti, que tanto agradan a nuestro autor).

Acaso podría decirse que en esa “Teoría del infierno” y sus derivaciones está el marco teórico de la literatura elizondiana o, mejor, el piso en el que se apoya su escritura… aunque se trata, más bien, de una atracción o una fascinación ineludibles. Elizondo revisa, por ejemplo, el mito de Orfeo, para encontrar como figura permanente de la literatura occidental al poeta que se sacraliza descendiendo a los infiernos. La idea del genio, escribe, “ha contribuido en una medida considerable a mantener vigente la tradición de que los literatos tienen acceso, aunque sea temporalmente, a los infiernos y se tratan familiarmente con los diablos, como si fueran personas de la misma especie”.
Esa visita a los infiernos deja a Elizondo ante la “Retórica del Diablo”, según esta ecuación simple: “Saber o investigar si el Mal es una condición general del universo y de la humanidad es cosa que atañe a los moralistas. Lo cierto es que el Diablo es una de las formas más frecuentes y más paradigmáticas, en la literatura, de esta preocupación”.
Su punto de partida, previsible, es el Antiguo Testamento; luego se detiene en San Agustín, Dante, Milton y William Blake. En otro hilo, revisa la leyenda del Doctor Fausto, “el hombre que, por la ciencia, puede invocar al Diablo”, personaje protagónico en obras de Marlowe, Goethe y Thomas Mann:

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, Satanás se concretiza como personaje literario; es, en cierto modo, el representante simbólico del espíritu de la literatura. Las obras en que disfrazado o evidente el Diablo es el principal personaje proliferan a tal grado que será fácil encontrarlo en todos los niveles. Se conforma lentmente la base de un gran edificio que conocerá la identificación de las dos negaciones supremas que el hombre ha concebido: el diablo y la muerte.

Y me pregunto ahora, al transcribir esta conclusión elizondiana, si el Diablo no encarna en el doctor Farabeuf. La respuesta puede ser positiva si seguimos revisando esta primera parte de los ensayos de Teoría del infierno, donde se configura esta representación integral de las obsesiones literarias de Salvador Elizondo, pues va del infierno al Diablo y de éste al Marqués de Sade. Hay en Sade un cirujano Rodin que acaso tendrá descendencia en las páginas de Elizondo. Y Sade leído por Bataille lleva a definir el erotismo como una figuración de la muerte. Parece acercarse a ello Baudelaire: “Hay en el acto de amor una gran similitud con la tortura o con una operación quirúrgica”… Para Elizondo, en esta frase de Baudelaire “está contenida la esencia del erortismo que según Bataille es la violación de la interioridad del cuerpo humano que alcanza su más alto paroxismo en la fascinación que produce la contemplación de la tortura”.
Los dos ensayos siguientes, dedicados a Blake y Bataille, insisten en estas imágenes, que regirán (o rigieron, pues hablamos de una puesta en página a posterori), sobre todo, la escritura de Farabeuf o la crónica de un instante. No se olvide que en Les Larmes d’Eros, de Bataille, encuentra Elizondo aquella imagen del supliciado chino que será (o fue, sigue siendo, perpetuamente) central en su novela, y en la que Bataille, según Elizondo, advierte “todas las características esenciales del erotismo: la crueldad, la violencia, la violación de la interioridad del cuerpo humano, la profanación de las estructuras vitales, el atentado contra la interdicción, la fascinación del suplicio y el éxtasis místico”.
En otro contexto, en el intento de explicar de un modo didáctico dos procesos artísticos paralelos de los años sesenta, relacioné la llamada “ola inglesa”, la recepción a gran escala de grupos musicales británicos en los Estados Unidos, con el boom de la literatura latinoamericana, que implicó la difusión de autores como Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes en territorio europeo, principalmente en España. En el juego comparativo me referí a los escritores mencionados como Los Beatles de la narrativa hispanoamericana, y dejé aún otros espacios para ser rellenados; a Salvador Elizondo, y a esto iba, me lo figuré entonces como una suerte de Mick Jagger, el líder de los Rolling Stones, también presencia algo infernal. Y luego de la “Retórica del Diablo” me los represento ahora, juntos (a Jagger y Elizondo), en la interpretación de aquella pieza que manifiesta compasión (“sympathy” en el original en inglés) por ese personaje, pieza musical que fue creada, por cierto, luego de la lectura de una novela en la que también hace su aparición el mismo (y eterno) Diablo; la novela se llama El maestro y Margarita y es de Mijaíl Bulgakov.

***

En Cuaderno de escritura hay ensayos sobre poesía y artes plásticas; sabemos que Elizondo intentó ese género literario y también en su arranque artístico se vistió con el traje de pintor.
En cuanto a lo primero, en Cuaderno de escritura revisa “La poesía de Borges”; y en Teoría del infierno se detiene en cuatro poetas mexicanos para él fundamentales: José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Ramón López Velarde y José Gorostiza. Considera Elizondo que la poesía es, esencialmente, una descripción de la tierra de nadie que se extiende entre el panorama subjetivo y el panorama objetivo; y al leer a Gorostiza encuentra, otra vez, el mito de Orfeo como fundamento poético, para decir: “Todo poema refleja el drama del descenso a los infiernos de la nada, viaje a la muerte en el que se cifra no solamente el significado del poema que puede ser único, múltiple, o no ser, sino el movimiento por el que se cumple la poesía”.
Y en lo que respecta a las artes plásticas, en Cuaderno de escritura se limita Elizondo a mostrar empatía por contemporáneos afines a sus búsquedas, como Alberto Gironella, Francisco Corzas, Sofís Bassi y Vicente Rojo… Con Gironella se planta, previsiblemente, ante la recreación en lienzo que éste hace de la imagen fotográfica del supliciado chino hallada en Bataille, para decir: “La condición esencial de la tortura es su antítesis: el sacrificio de quien la sufre. Sólo la relación que existe entre los amantes es tan estrecha y solidaria como la que existe entre el supliciador y el supliciado”.

***

Y acaso otro de sus temas centrales es la escritura, aquello que fue concentrado, del modo más sintético posible, en “El grafógrafo”. Por la revisión de los diarios, y luego de atender esas concreciones que fueron los artículos periodísticos y los ensayos de largo aliento, además de la obra narrativa, uno se percata de que en el ejercicio cotidiano Elizondo es aquel que siempre escribe, escribe que escribe, mentalmente se ve escribir que escribe… Es decir, la escritura, diurna o nocturna, era su forma natural de respirar. Aunque sus libros se fueron haciendo breves, aún con esa tendencia a la síntesis acaso heredada por su maestro Torri de publicar sólo lo esencial, surgía un brote constante, casi sin sosiego, al enfrentarse caseramente a los cuadernos, en páginas en las que Elizondo, día a día, escribe, escribe que escribe, mentalmente, etcétera. Pudo haber dicho, a lo Flaubert: “El grafógrafo c’est moi”.
Esto queda expuerto en el ensayo final de Teoría del infierno, titulado “La autocrítica literaria”, en el que se hace las siguientes preguntas:

¿cómo podría ese escritor que se llama Yo crear una obra sin que para ello empleara o aplicara, al acto mismo de crear esa obra, una potencia que no fuera, ella misma, acentuadamente crítica?, ¿cómo podría ese Yo crear una obra que no estuviera hecha de la substancia de sí misma que el concebirla crea?, ¿de qué podría estar hecha la obra si no de sí misma y de la conciencia de sí misma en su creador?

Para ofrecer esta respuesta:

Sería necesario obtener, no una crítica tardía de la obra, sino una crítica inmediata de la escritura: una crítica que estuviera empleada como método y que se fundara en el esquema “Escribo. Escribo que escribo, etcétera…” Es decir, sería necesario poder verse escribir como procedimiento mismo de la escritura.

En Salvador Elizondo se cumple ese procedimiento. El escritor se enfrenta a un laberinto múltiple conformado, como en Borges, por espejos, y en el que a ratos se asoma, como una réplica deformada, la imagen del supliciado chino. La página del libro o del cuaderno es el escenario en el que ocurre ese desgarramiento.

Cuadernos Hispanoamericanos, junio 2019

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