En el centenario de Boris Vian
Teníamos un buen rato de platicar. Le había pagado ya dos o tres copas. Se quejaba de sus compañeras, que habían terminado por aislarla. Afuera se escuchaba el barullo de la avenida Independencia. Dentro, en el Señor Lee, había el ambiente moroso habitual, con mujeres solas o acompañadas entre ellas en las mesas, algunas con compañía masculina, y una orquesta de dos que tocaban como si fueran cinco. A veces, una pareja daba traspiés en la pista. Era una escena de otros tiempos. Un paisaje que sobrevive, como si un reloj de cuerda o péndulo lo detuviera, aunque el tiempo afuera lo vaya cambiando todo. Las mismas mesas, las mismas paredes; damas rechonchas o descuadradas, atentas al llamado del hombre.
—Con las mujeres no hay manera —le dije a Iris, porque dijo que se llamaba Iris.
—Así es —respondió, pensando ella en sus compañeras y yo en el texto sobre las novelas negras de Boris Vian que debía entregar al lunes siguiente. Porque una se titula así: Con las mujeres no hay manera. Sin contexto literario, el título puede pasar desapercibido o generar alguna reacción. Prueben a decirlo de pronto, en una charla casual, y entenderán lo que digo.
Me asomé a la pantalla, lejana, en un espacio alto del bar, donde Pumas caía ante Tigres.
—No hay manera —insistí.
También era noche de boxeo. El sopor amenazaba con derrumbar esa expectativa deportiva. Había que reactivarse.
Ella recibía mensajes en el teléfono celular. Me dijo que una amiga de su infancia se estaba acercando al Centro. Mas no sabía exactamente a qué se dedicaba ella, que era acompañante en el Señor Lee. Quedaron de verse para salir a antrear.
—Podríamos ir al Tropicana de Garibaldi —propuse.
—¿Bailas?
—Me defiendo.
Siguieron los mensajes. Me preguntó si podía pedir otra copa.
—La última —le dije.
La bebió con rapidez y quedamos en encontrarnos en el puesto de periódicos de Independencia y López. Los del Señor Lee no debían saber de nuestro arreglo porque cobrarían la salida.
Así me fui al puesto de periódicos y desde lejos vi cómo ella se encontraba con su amiga, conversaba con uno de los vigilantes del bar y luego se iba hacia el lado opuesto a donde yo estaba. Supuse que el acuerdo entre nosotros se había roto, crucé la calle y me dirigí al Tío Pepe.
Entré a la cantina por Independencia, no por Dolores. A la izquierda, al fondo, encontré a Liz, una amiga, que esperaba a alguien, y le pedí sentarme un rato. Igual me habló de cosas de su oficina, de algún malentendido con una amiga suya y repetí el chiste.
—Con las mujeres no hay manera —le dije.
—¿Perdón?
—Es el título de una novela negra de Boris Vian: Con las mujeres no hay manera. Las firmaba con seudónimo, como Vernon Sullivan. Publicó varias en los años cuarenta del siglo pasado.
Ahora hay que decirlo así: el siglo pasado.
—Ah.
Iba a meterme en el tema, improvisar un poco para echar a andar el ensayo que debía entregar el lunes, a ver si se armaba en la conversación un discurso interesante que me sirviera de punto de partida… pero no me dejó. Me dijo que estaba agotada, había tenido un día muy largo y su amigo ya no iba a llegar. Desde el celular, estaba pidiendo un Uber.
—¿Me acompañas?
La seguí por Independencia hacia el poniente. Se detuvo en una cafetería a comprar un kilo del mejor café de la zona.
—Es para un amigo.
Siguió, seguimos hasta Balderas y dimos vuelta a la izquierda. La guiaba el GPS de la aplicación; el auto la esperaba, como agazapado, en Morelos, frente al que había sido el edificio del periódico Novedades.
Me preocupaba el texto por escribir y no encontraba el modo de abordarlo. Los datos básicos podían ser expuestos rápidamente: en los años cuarenta Boris Vian publicó varias novelas bajo el seudónimo de Vernon Sullivan. La primera, conocida en español como Escupiré sobre vuestra tumba, en francés dice lo mismo: J’irai cracher sur vos tombes. Es de 1946. Ahí Vian fungía, o fingía, diría Clavillazo, como prologuista. Refiere en dicho prólogo el encuentro de Vernon Sullivan con el editor Jean d’Halluin; y cómo el estadunidense se dio cuenta de que su manuscrito sería imposible de editar en su país, por lo que D’Halluin se apresuró a adquirir sus derechos. Y aventuraba Vian algunas influencias literarias. Una de ellas, por un realismo un poco subido de tono, Henry Miller. Y la otra, James M. Cain, el autor de El cartero siempre llama dos veces, novela que llevó a la pantalla Luchino Visconti, también en los años cuarenta, como Ossessione.
En cuanto al primero señala Vian, no obstante, algunas diferencias: mientras Miller “no vacila en echar mano al vocabulario más crudo, la intención de Sullivan parece más bien la de sugerir por medio de giros y construcciones que la de recurrir a un lenguaje descarnado”. Visto así, Sullivan se acerca más a una tradición erótica latina.
La influencia de Cain le parece extremadamente clara.
El juego también es claro, si lo miramos en perspectiva, pues sabemos de qué se trata, que el prologuista es el autor. Lo expongo así: un escritor francés se disfraza de novelista estadunidense. Sus lecturas de Miller, Cain y otros le sirven de base literaria para construir algo similar a lo que ellos harían. Más Cain que Miller, quizá. Dice que mientras los franceses se esfuerzan por lograr una mayor originalidad, “al otro lado del Atlántico nadie siente el menor remordimiento por explotar sin escrúpulos una fórmula que ha dado ya probados resultados”.
Y a ello se dedica: a explotar la fórmula. Supongo que sus herramientas, además de las lecturas referidas, eran los mapas, con los que se ubica en poblaciones como Buckton, Washington o Los Ángeles. Piensa también en el cine: describe a una chica con los pechos de Jane Russell, las piernas de Betty Grable y los ojos de la Bacall. Y se inspira en la música: Dinah Shore o Cab Calloway, por ejemplo. Y quizá el jazz sea una buena herramienta para entender estas novelas negras de Boris Vian, pues da la impresión de que toma una melodía e improvisa sobre ella. Las peripecias, por más absurdas que resulten, son como hallazgos de la improvisación.
En Con las mujeres no hay manera (1948), al protagonista se le ocurre ir a una fiesta de disfraces vestido como mujer. Y luego todo girará sobre eso: la relación entre ellas y ellos, incluida una banda de narcotraficantes lesbianas. Al final de esa novela reflexiona sobre el estilo de su escritura: sugiere que la prosa llana se debe a una ausencia de citas latinas; “y a pesar de que empecé cultivando un estilo escrupuloso, no tardó en imponerse la naturalidad”.
No estaría desencaminado quien llamara a estos libros negros de Boris Vian novelas jazzeadas.
Empecé la noche en el Señor Lee y ahora voy con Liz, a la que tenía mucho tiempo sin ver, a bordo de un Uber con rumbo para mí desconocido. Mi GPS anda extraviado por no hallar el modo de redactar ese ensayo prometido. Pienso que el destino me marcará un rumbo.
Llevo en el portafolios tres novelas de Boris Vian; dos de ellas me llegaron como caídas del cielo a través de un dealer libresco, que se apareció una mañana en mi oficina con Que se mueran los feos y Con las mujeres no hay manera, en tomos sin leer, pero antiguos, de la colección de novela negra de Bruguera, con los números 75 y 56, respectivamente. Ambas de publicación original en 1948; impresas en España en los años ochenta. ¿Cuáles son los títulos en francés? Et on tuera tous les affreux y Elles ne se rendent pas compte.
Las conocemos en sus versiones ibéricas, con todo lo que ello implica. ¡Joder!
Es cierto que la más débil es Que se mueran los feos, otro de esos títulos que uno puede soltar así como así en una charla y provocará ciertas reacciones. Hay un asunto médico, quizá inspirado en lo que se contaba de las prácticas nazis, relativo a la fabricación de humanos perfectos. Y un joven guapo que se da cuenta, después de inverosímiles peripecias, de que la fealdad también tiene su belleza.
El hombre negro que parece blanco; el muchacho que se disfraza de mujer. Esos entrecruzamientos tienen que ver con la propuesta esencial de estas novelas, en que un escritor francés juega a escribir como autor estadunidense. Es Boris Vian disfrazado de Vernon Sullivan. Mezcla original, francesa, de una fórmula conocida.
Con los títulos se construye una letanía. A veces cae a propósito un rotundo y ahora políticamente incorrecto:
—Con las mujeres no hay manera.
Otras uno puede decir:
—Que se mueran los feos.
En la agonía de una noche, puede uno soltar a un tipo impertinente:
—Escupiré sobre vuestra tumba.
Aunque acaso habría que encontrar una forma mexicana de decirlo, para que suene natural; quizá:
—¡Escupiré sobre sus tumbas!
¿O sobre tu tumba? Mejor.
Estaba muy cansado. Había bebido mucho. Recuerdo que detuvimos el Uber en un Oxxo, para sacar dinero de un cajero automático, no sé con qué propósitos. Luego caminamos dos o tres cuadras. Me veo frente a una suculenta barra de quesos. Una botella de mezcal. Una buena charla que se tornó en discusión. Luego vienen pausas de oscuridad, lagunas mentales. Salgo de un departamento. Todo se oscurece. Reaparezco, como si hubiera sido teletransportado, en mi edificio. Lo veo como una escena de Viaje a las estrellas: desvanecerse en un sitio y reaparecer en otro. Sin tecnología. Y sin Uber, porque la aplicación del celular no registra viaje alguno esa noche. Como un acto de magia. ¿Cómo diablos fue que llegué a mi casa? Caigo en la cama. Despierto con dolor de cabeza. Pienso en el ensayo prometido. Ya es domingo. El tiempo corre.
En una novela de Boris Vian ese comienzo en el Señor Lee del Barrio Chino, charlando en una mesa con Iris, hubiera sido el preludio de múltiples peripecias, persecuciones, pleitos a puño limpio, incorrectos momentos eróticos con bobby-soxers… Y al final alguien diría:
—Con las mujeres no hay manera.
Marzo 2020
Etiquetas: Boris Vian, Con las mujeres no hay manera, Escupiré sobre vuestras tumbas, Henry Miller, James M. Cain, Que se mueran los feos, Señor Lee, Visconti
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