En busca de Samuel Noyola
Un jardín más oscuroNo lo encontraba al mediodía sino muy temprano en las mañanas, cuando yo salía, hacia las 6, a recoger el automóvil, que estacionaba a dos cuadras de mi casa, en un garaje de la calle Mitla, en la colonia Narvarte, para ir luego por mis hijas a El Altillo y llevarlas a sus respectivas escuelas, que estaban en el sur de la ciudad. El trayecto a pie en la oscuridad, de Vértiz (donde aún vivo) a Mitla, era a veces arriesgado. Uno de esos días un tipo me vio a la distancia y empezó a seguirme:
—¡Jefe, jefe! —gritaba.
Caminaba yo aprisa y el otro también.
—¡Jefe, jefe!
Fingí meterme a un edificio de Monte Albán, calle paralela a Vértiz, porque en esos trayectos había trabado amistad con el portero, que a esa hora solía barrer. Me quedé en la puerta, escondido, con un dedo suspendido en el timbre del portero, al que llamaría si fuese necesario. Me quedé quieto ahí y el otro, probablemente un ratero, al suponer a la distancia que había entrado, desistió. Entonces, luego de unos minutos, seguí mi camino a la casa de Mitla, donde una anciana y su hija me rentaban un espacio de su garaje para guardar el Tsuru.
Según mi blog, el primer encuentro con Samuel Noyola ocurrió en septiembre de 2004. Entonces, en ese apunte, me reservé el apellido del personaje. Transcribo.
“El vértigo me hizo mártir”
Por cumplir obligaciones paternas, mucho tiempo he estado levantándome temprano. No es extraño que me encuentre en la calle a las seis de la mañana; a esa hora camino dos cuadras para llegar a la casa donde guardo el automóvil. Todavía está oscuro y, por lo mismo, debe uno tomar sus precauciones. Voy rápido y evito a los solitarios por temor a que me asalten; no obstante, el paisaje más común a esa hora es el del padre que acompaña a la hija recién ingresada a la preparatoria (adolescente espantadiza), porque las clases empiezan a las siete.
El otro día, al doblar la esquina hacia Mitla, vi a la distancia que caminaba por la acera un hombre que llevaba como gorro un pasamontañas, una chamarra de vaquero, de barba y bigotes crecidos a lo Robinson Crusoe. Calculé que llegaríamos al mismo tiempo frente a la casa a la que iba yo por mi coche. Para que esto no ocurriera aceleré el paso, metí la llave, abrí la puerta del garaje... y lo sentí caminar atrás de mí. Algo hizo que me volviera a observarlo y creí reconocer el rostro, visto entonces de perfil y alejándose.
Mientras sacaba el auto barajé nombres y caras. Pensé en quienes hace diez o quince años eran considerados jóvenes poetas y creí ubicarlo entre ellos. Recordé entonces un encuentro de escritores en Zacatecas, me parece, donde a la luz de la borrachera este personaje había recitado en una plaza y de memoria (junto con Marco Antonio Campos) el poema “Piedra de sol”, de Octavio Paz. Y, como si apareciera la ficha en el monitor de la computadora, surgieron en mi memoria los pocos datos que tengo suyos: que es de Monterrey y tiene un par de poemarios; que enamoró a Paz, precisamente, cuando se le apareció en la puerta de su departamento y se puso a citar largos versos de sus libros; que éste lo llevó a Vuelta, donde formó parte en un par de números del consejo editorial...
Ahora que escribo, puedo precisar que nació en 1964 y es autor de Nadar sabe mi llama (1986) y Tequila con calavera (1993); e incluso he hallado algunos de sus poemas. Estos versos vienen al caso: “Porque desde la firme rosa madre vengo cayendo,/ como abeja en celo volaba vagabundo/ hacia la soledad de un jardín más oscuro,/ caí largo hasta que el vértigo me hizo mártir,/ luego me perdió para siempre el infarto del amor”. En una reseña, Víctor Manuel Mendiola lamentó que no hubiera sido considerado en Prístina y última piedra: antología de poesía hispanoamericana presente (Aldus, 1999), de Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras.
Esa madrugada enfilé con mi automóvil por Mitla y vi que el hombre se había detenido a descansar en la entrada de un edificio; era, obviamente, un vagabundo. Traía una mochila no grande y un periódico, objetos que en ese momento había dejado en el suelo. Frené, bajé la ventanilla, y le pregunté: “¿Eres Samuel?”
A esas horas, cuando la noche no se ha ido del todo y el día aún no comienza, los encuentros parecen irreales. Nos reconocimos. Me habló de una presentación literaria a la que había ido en la Casa del Escritor Refugiado y donde se encontró con los “amigos” (y pensé que debió haber aprovechado para ingresar ahí como “escritor refugiado”). Me pidió cincuenta pesos pero yo traía (no miento) la cartera vacía. Le apunté en un papel mi número telefónico y nos despedimos. Sentí la mano rasposa, era la mano de alguien que vive en la calle.
¿Cómo llegó a esa situación? He preguntado y se cuentan de él historias terribles. Por desgracia se peleó con todos y con todas. Acaso no convenga entrar en detalles que surgen de testimonios muy subjetivos, contados desde el punto de vista del que se sintió agredido o embaucado por él. Tampoco me distraigo al evitar su apellido, aunque el lector tiene suficiente información para adivinarlo o indagarlo. Importa el presente del poeta, que de las blancas hojas de la poesía al parecer descendió a la triste condición de quien no tiene casa ni cama donde pasar la noche ni, como diría Rubén Bonifaz Nuño, mujer en que caerse muerto.
¿Necesita ayuda? No lo sé. Se le veía tranquilo. Acaso ha ido construyendo esa soledad y la disfruta, aunque esta visión positiva suena tan ilusoria como la compasión a la que se podría llegar muy fácilmente. Fijémoslo así, como está ahora, vagando por las calles y con el estómago vacío, como personaje de Knut Hamsun; quizá de esa manera, por esa vía, llegue a una nueva iluminación, a un segundo nacimiento, y resurja como poeta. Ciérrese, pues, este retrato con un verso suyo quizá esperanzador: “Cuando desperté me llamaba el Sol”.
Una verdad, un mensaje, una herencia
Hasta ahí el apunte de 2004. Pensé no sólo en el autor noruego Knut Hamsun (por sus novelas Pan y Hambre y la Trilogía del vagabundo), sino también en Efrén Hernández, quien como estudiante pobre de provincia llegó a pasar malos ratos en el centro de la ciudad de México y nunca logró vivir en la abundancia; y pensé, sobre todo, en Cipriano Campos Alatorre (1906-1939), quien murió joven y dejó apenas esbozada su carrera literaria. Al reunir lo disperso en el volumen Seis cuentos y un fragmento de novela (1952), los editores de la revista América, Marco Antonio Millán y Efrén Hernández, dieron esta explicación: “El material aquí inserto no es lo único ni lo mejor que este verdadero peón del florecimiento del cuento mexicano produjera, sino sólo la parte de su obra que nos queda, pues él mismo, en algún arrebato de comprensible desolación, y a modo de protesta en contra de un medio impío e inepto, se puso a destruir lo no editado, que fue precisamente lo que empezara a señalar [su] entrada a sus días de realización y madurez”.
En el prólogo, cuenta Hernández haberlo visto, muy de pasadita, en la oficina de publicaciones de la Secretaría Educación Pública cuando Cipriano fue a visitar a Salvador Novo. Laboraban ahí, entre otros, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer y Valerio Prieto, de oficio dibujante, además del propio Efrén.
Éste, un distraído natural, no supo de la visita hasta que Novo se le acercó a preguntar:
—¿Vio al joven que acabo de salir a despedir?
Confesó Efrén que estaba entregado a la lectura e inquirió la razón de la pregunta.
—Pues porque es un genio —afirmó Novo.
Desde su restirador, don Valerio Prieto intervino:
—Ah, caray. Yo sí lo vi. Vestía de negro, se le cayeron al cruzar, unos papeles, y se inclinó a juntarlos. Y… Bueno. No debería uno fijarse en estas cosas; más, lo cierto es que me quedé pensando en los parches de sus pantalones. Pobrecillo.
—Pues es un genio —insistió Novo.
Y le dijo a Efrén:
—Hablamos de usted. Si vuelve se lo voy a presentar.
Hasta entonces, Novo tampoco lo conocía. Llegó por propia cuenta y le leyó fragmentos de una novela inédita.
No fue necesario que Salvador Novo presentara a Efrén y a Cipriano. Fue éste quien se apersonó horas más tarde en el cuartito en donde vivía Efrén e intentó justificar su intromisión:
—Salvador Novo… Hoy… Y yo me tomé la libertad.
—Ya, ya sé. Haz el favor de entrar. Casi estaba esperándote. Te invito a que me acompañes a comer.
“Desde entonces”, dice Efrén, “fue hablar, hablar y hablar; vagar, leer, crecer, echar raíces, a lo largo de los años que nunca imaginé tan descontados, de su nerviosa y fértil compañía. […] Allí mismo en mi cuarto, en las calles, en los jardines públicos, en su escuela rural de Xochimilco, en el cuarto de él, en los cafés de chinos.”
Y así lo describe, en un párrafo que es espejo de muchas historias similares: “Él era todo; una verdad, un mensaje, una herencia. Que —con qué rencor lo digo, y lo recalco— malograron las patas de caballo de la irresponsabilidad y pequeñez de los doctos de entonces. Sin codicia, ni ambición egocéntricas. Abiertísimo de ojos, flaco, de facciones filosas —que no se le iba nada—. Muy trigueño. Siempre el mismo y único traje, remendado, negro verdeante de gastado. No loco ni locuaz; sólo azorado, inquieto, libre en el pensamiento, y acertado y ligero en el hablar. Un tanto fatigado a causa de la intensidad de sus asombros. Y también alicaído un poco —al principio nada más un poco— a cuenta del desequilibrio enorme, en la lucha por lo material, de su inocente soledad, sinceramente sola, en contra de la convención instintivamente encubierta, casi universal, de los indiferenciados; pero él sereno siempre, e inextraíble del camino recto”.
Sus alternativas laborales se fueron cerrando. La caída fue notoria. Y un día desapareció. “No para siempre, no. No para siempre todavía.”
Lo reencuentra Efrén frente al escaparate de una librería mientras éste hacía cuentas de si le alcanzaba para comprar algún título. Lo percibe lento, extraño, callado, distinto. Caminan un poco. Efrén lo convence de ir a un café… Con lo poco que balbucea Cipriano, logra Efrén armar el cuento de su cerrazón: “Le habían ordenado trasladarse de la escuela rural de Xochimilco a una de un pueblo muy al sur de Michoacán, perdido y en destierro. Ni su reciente esposa, ni su pequeña niña habían podido resistir, sumados, el clima atroz y la miseria. Él mismo había estado muy mal. Las medicinas, el pasaje de retorno de su familia a la ciudad de México, la subsistencia de él y la de ellas, separados. Deudas, desamparo, incertidumbre, dislocación mental, quemazón de manuscritos, debilidad física, abatimiento, anublazón espiritual… Todo esto así, confusa, torpe, lenta, borrosa, dificultosamente relatado”.
No estaba Efrén, tampoco, en posición de apoyarlo. “Yo no podía acá, entre la gente”, dice, “mucho más que Cipriano.”
Tiempo después encontró en Revista de Revistas el retrato de su amigo y la mala noticia.
Décadas más tarde la especialista universitaria Lourdes Franco Bagnouls buscó ese artículo de Revista de Revistas leído por Efrén, cuyo título era “Un novelista malogrado por la muerte”, y fijó así, al menos, el mes y el año de la desaparición física de Cipriano Campos Alatorre: febrero de 1939.
Ya no sé si le pegaba a la muerte
Los encuentros con Samuel Noyola siguieron. Había escuchado que quienes le daban asilo terminaban arrepentidos. Se decía que una vez al regresar a un departamento y darse cuenta que había perdido u olvidado la llave, optó por tirar la puerta. Un sábado o un domingo, como a las ocho de la mañana, lo encontré deambulando por Vértiz. Siempre traía bajo el brazo un periódico del día. Por el temor de que supiera cuál era mi edificio, y al verlo con la intención de escoltarme, caminé no ya de norte a sur sino de sur a norte, hacia la glorieta de la SCOP.
No hablábamos de su situación. Su rostro era sereno, tranquilo; no andaba en busca de algo. No se le notaba ninguna ansiedad. Sólo deambulaba por la colonia, como si recorriera el Viejo Oeste en una película de Sergio Leone. La charla era literaria. De pronto recitaba algo para mí incomprensible y que según él era alemán, y acaso hablábamos de los amigos mutuos, quizá Daniel González Dueñas y Daniel Sada. Nos habíamos visto todos, semanas o meses atrás, en la Casa del Escritor Refugiado.
Al llegar a Vértiz y Luz Saviñón encontramos en la esquina a una señora que vendía tamales. Al suponer que estaba en ayunas le propuse invitarle uno; rechazó la oferta. No recuerdo si me pidió dinero otra vez; me parece que no.
Así dos o tres encuentros más, yo con la angustia de que supiera dónde vivía. Llegaba a la casa y le decía a mi mujer:
—¿A quién crees que me encontré? A Samuel Noyola.
—¿Y supo dónde vives?
—No.
Teníamos ese miedo: de que se nos metiera a la casa y la destruyera.
En mis salidas madrugadoras tomaba Mitla y daba la vuelta a la derecha en Eugenia, justo a espaldas del salón de baile La Maraka. Un día me di cuenta que en un auto, en la esquina, estaba Samuel. Pensé que había convencido a alguien de que le prestara el coche para dormir. Otra vez me tocó presenciar esta escena: Samuel estaba sentado en el asiento del copiloto, un auto se le emparejaba, él bajaba la ventanilla, le daban algo que parecían billetes y él, a cambio, entregaba algo pequeño. Eso lo vi varias veces. Y en esas circunstancias no pensé en detenerme y saludarlo.
Lo que en el documental de Diego Enrique Osorno, Vaquero del mediodía (2019), llaman un homenaje en Bellas Artes fue en realidad la presentación en el restaurante del recinto de la colección La Centena, fruto de coediciones del Conaculta con editoriales independientes (Verdehalago y Ediciones Sin Nombre, entre otras); ahí se publicó, en 2004, Tequila con calavera. Los autores fuimos convocados a un desayuno y rueda de prensa. En efecto, Samuel llegó limpiecito, radiante. Se le veía feliz de reencontrarse con los escritores y de ser ubicado en ese medio. Quizá hablé ese día con José María Espinasa sobre su caso; y me dijo que sus amigos habían pensado negociarle, o solicitar sin que se enterara, una de las becas del Fonca, pero suponían que eso no resolvería nada.
Le propuse a Noyola que tomáramos un taxi para regresar a la Narvarte, pues lo consideraba como mi vecino, pero me dijo tener otros planes.
El último encuentro fue a la distancia, tal vez al mediodía o ya por la tarde. El camión de la basura estaba estacionado en Mitla y Torres Adalid; alrededor de él dos vagabundos se gritaban y lanzaban cosas, en una pelea territorial. Eran dos furias encontradas. Samuel perdió la batalla y se fue mentando madres por Torres Adalid hacia Eje Central.
Y ya. No volví a saber de Samuel Noyola… hasta ahora, que vi el documental, en donde, entre otras peripecias, se resume su paso por la colonia Narvarte. El año pasado aparecieron carteles en la zona, sobre todo en los alrededores de La Maraka, que anunciaban el documental. Quedan los restos de algunos. Alcanzan todavía a leerse estos versos:
Soñé con un amigo que está muerto.
No sé si por furia o alegría
nos empezamos a golpear.
Ya no sé si le pegaba a la muerte
o al amigo.
¿Cómo cerraría Efrén Hernández estas notas? Tal vez como lo hizo cuando refirió sus encuentros con Cipriano y el relato de sus tribulaciones. Diré, pues que, esto “sucedió, en su esencia, aquí mismo, aquí en esta muy culta, muy noble y muy leal ciudad de México, no hace aún mucho tiempo”.
Diciembre 2020
Etiquetas: Cipriano Campos Alatorre, Diego Enrique Osorno, Efrén Hernández, Knut Hamsun, Samuel Noyola, Vaquero del mediodía
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