Como se sabe, Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, se publicó por vez primera el 7 de junio de 1980 en el suplemento Sábado del diario Unomásuno. Al año siguiente fue incorporada al catálogo de la editorial Era. En una visita a su casa, cuando le presenté a Pacheco mi ejemplar, una cuarta reimpresión de 1984, tomó al instante su pluma atómica y fue a la página 36, donde inicia el capítulo VII. Hoy como nunca, y corrigió el arranque. Decía: “Hasta que un día de los que me encantan y no le gustan a nadie, sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaba al español”; y debía decir: “Hasta que un día nublado de los que me encantan y no le gustan a nadie, sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaban al español”. Los subrayados son míos.
La nouvelle empieza preguntando qué año era aquel que surge en la memoria. “Me acuerdo, no me acuerdo.” Al dedicarme el libro, Pacheco me dio, creo, la fecha exacta. Era una doble cortesía, un modo de decir a su visitante que lo conocía bien y sabía incluso en qué año había nacido, a la vez que le proporcionaba una clave de lectura. Escribió: “Para Alejandro esta historia anterior en 15 años a su nacimiento”. A 1963 había que restarle 15, para llegar a 1948, cuando “ya había supermercados pero no televisión, radio tan sólo”.
Es la posguerra. Para el impensable 1980 se auguraba, leo, “un porvenir de plenitud y bienestar universales”. Esa década de los ochenta es el extremo, en la línea del tiempo, desde el que se narra la historia. Por eso en la cinta de Alberto Isaac (que a Pacheco, con razón, le pareció atroz) vuelve Carlos en los años ochenta a la Ciudad de México para asistir al funeral de su padre y recuerda, sumido en el tráfico del Periférico, aquel tiempo de su infancia, la época del alemanismo: Miguel Alemán Valdés gobernó del 1 de diciembre de 1946 al 30 de noviembre de 1952.
Sigamos haciendo cuentas (aunque los números no son mi fuerte): leo también en la novela que si Mariana viviera en el año 1980 tendría sesenta años. En 1948 tenía, pues, 28 (así ella lo afirma). Y habría cumplido cien en el 2020.
Son números que cifran Las batallas en el desierto y nos ayudan, acaso, a descifrarla.
Uno es el tiempo y otro es el lugar. Se va de lo general a lo particular: un país, México; una ciudad, entonces llamada oficialmente Distrito Federal; y una colonia, la Roma. Es todo un ejercicio de geolocalización, como si se tratara de un dispositivo móvil, el libro, que nos ubica en la historia con gran precisión: “La calzada de la Piedad, todavía no llamada avenida Cuauhtémoc, y el parque Urueta formaban la línea divisoria entre Roma y Doctores. Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, el Gran Robachicos”.
Geolocalizador y, a la vez, máquina del tiempo.
Encuentro, en este sentido, notables coincidencias con el filme Roma (2018), de Alfonso Cuarón, pues se comparte la misma geografía, aunque la época es otra, los años setenta y el sexenio de Luis Echeverría. Lo similar es que se registran recuerdos de infancia en una recuperación minuciosa, aunque la anécdota central sea distinta: en un caso, el enamoramiento del pequeño Carlos de una mujer mayor, la mamá de Jim, su compañero de la escuela; y, en el otro, la cercanía que logra tener un pequeño con su nana durante el proceso de separación de sus padres.
La mirada se ajusta en ambos casos para observar y recuperar, a lo Proust, un tiempo perdido. País, ciudad y colonia son comunes; es el mismo barrio en dos sexenios diferentes (el alemanismo marcado por los enriquecimientos súbitos y el echeverriato por las represiones) y con dos destinos que se cumplen de manera diferente.
No sé, por otro lado, si a la cinta Roma pueda aplicarse el término literario bildungsroman, novela de iniciación o de aprendizaje, usualmente referido al nacimiento del interés sexual en los jóvenes y la transición entre la niñez y la vida adulta. Aquí sus parámetros son otros. En Las batallas en el desierto esto es más que claro, lo mismo que en otra nouvelle mexicana (también, curiosamente, de los años ochenta): Elsinore: un cuaderno (1988), de Salvador Elizondo, en las que el objeto del deseo es una mujer mayor. Agregaría, como una variación que me parece significativa, un tercer título: La migraña (2012), publicación póstuma de Antonio Alatorre, en donde el descubrimiento (sexual, erótico) se da no a partir del cuerpo ajeno sino del cuerpo propio. Tres novelas cortas mexicanas que son, las tres, novelas de aprendizaje.
En Las batallas en el desierto, la escena central ocurre en aquel día nublado de los que le encantan al narrador: “De algún modo los dos nos sentamos en el sofá. Mariana cruzó las piernas. Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el vientre plano, el misterioso sexo escondido”.
Elsinore también ocurre en la posguerra, entre 1945 y 1946; la mujer de la que el muchacho se enamora es Mrs. Simpson, la maestra de baile. Esto que transcribo aplica a ambas novelas: “La pasión por una sola mujer nunca es más intensa ni más aparatosa, espiritualmente hablando, que en la adolescencia, mientras es uno todavía capaz de desear tan intensamente sin ninguna esperanza de ser correspondido”.
En las dos narraciones hay un referente femenino que viene de la pantalla: Rita Hayworth. Y una fuga escolar que es alimentada por el deseo.
En La migraña, ya lo dije, se descubre el cuerpo propio, en esta gran epifanía: “Y yo estoy aquí, mis pies fieles y firmes allá abajo, transmitiéndome el don de la frescura mientras el cielo está incendiado de sol, y luego mis piernas, mis rodillas (con los callos que atestiguan las horas que pasamos en la capilla), mi vientre, mi ombligo; y mis tetillas, mis brazos, mis manos teatralmente abiertas; y el sexo allí en el centro, hinchado y erguido. ¡Soy yo! ¡Soy yo! Yo, entero, yo con todo lo que tengo. Me reconozco, me saludo. Mi desnudez me reviste de mí mismo”.
Me acuerdo, no me acuerdo: Las batallas en el desierto cumple cuarenta años de haber sido publicada como libro. Así son los ciclos que provoca esta novela, de cuatro décadas cada uno: años cuarenta (lo que se cuenta), los ochenta (desde donde se cuenta), los nuevos veinte (la celebración de una obra)… En pocas páginas resume un tiempo y un lugar con todos sus matices (el México de la posguerra, la corrupción alemanista) en torno a una historia de amor de realización imposible; y da testimonio, a la vez, de la destrucción sufrida y por venir, como si intuyera, en el comienzo de los años ochenta, el terremoto que dejaría en ruinas esta ciudad a mediados de esa década: “Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”.
Las batallas en el desierto es un dispositivo no electrónico con funciones de geolocalización y máquina del tiempo; y, además, un libro de presagios.
La nouvelle empieza preguntando qué año era aquel que surge en la memoria. “Me acuerdo, no me acuerdo.” Al dedicarme el libro, Pacheco me dio, creo, la fecha exacta. Era una doble cortesía, un modo de decir a su visitante que lo conocía bien y sabía incluso en qué año había nacido, a la vez que le proporcionaba una clave de lectura. Escribió: “Para Alejandro esta historia anterior en 15 años a su nacimiento”. A 1963 había que restarle 15, para llegar a 1948, cuando “ya había supermercados pero no televisión, radio tan sólo”.
Es la posguerra. Para el impensable 1980 se auguraba, leo, “un porvenir de plenitud y bienestar universales”. Esa década de los ochenta es el extremo, en la línea del tiempo, desde el que se narra la historia. Por eso en la cinta de Alberto Isaac (que a Pacheco, con razón, le pareció atroz) vuelve Carlos en los años ochenta a la Ciudad de México para asistir al funeral de su padre y recuerda, sumido en el tráfico del Periférico, aquel tiempo de su infancia, la época del alemanismo: Miguel Alemán Valdés gobernó del 1 de diciembre de 1946 al 30 de noviembre de 1952.
Sigamos haciendo cuentas (aunque los números no son mi fuerte): leo también en la novela que si Mariana viviera en el año 1980 tendría sesenta años. En 1948 tenía, pues, 28 (así ella lo afirma). Y habría cumplido cien en el 2020.
Son números que cifran Las batallas en el desierto y nos ayudan, acaso, a descifrarla.
Uno es el tiempo y otro es el lugar. Se va de lo general a lo particular: un país, México; una ciudad, entonces llamada oficialmente Distrito Federal; y una colonia, la Roma. Es todo un ejercicio de geolocalización, como si se tratara de un dispositivo móvil, el libro, que nos ubica en la historia con gran precisión: “La calzada de la Piedad, todavía no llamada avenida Cuauhtémoc, y el parque Urueta formaban la línea divisoria entre Roma y Doctores. Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, el Gran Robachicos”.
Geolocalizador y, a la vez, máquina del tiempo.
Encuentro, en este sentido, notables coincidencias con el filme Roma (2018), de Alfonso Cuarón, pues se comparte la misma geografía, aunque la época es otra, los años setenta y el sexenio de Luis Echeverría. Lo similar es que se registran recuerdos de infancia en una recuperación minuciosa, aunque la anécdota central sea distinta: en un caso, el enamoramiento del pequeño Carlos de una mujer mayor, la mamá de Jim, su compañero de la escuela; y, en el otro, la cercanía que logra tener un pequeño con su nana durante el proceso de separación de sus padres.
La mirada se ajusta en ambos casos para observar y recuperar, a lo Proust, un tiempo perdido. País, ciudad y colonia son comunes; es el mismo barrio en dos sexenios diferentes (el alemanismo marcado por los enriquecimientos súbitos y el echeverriato por las represiones) y con dos destinos que se cumplen de manera diferente.
No sé, por otro lado, si a la cinta Roma pueda aplicarse el término literario bildungsroman, novela de iniciación o de aprendizaje, usualmente referido al nacimiento del interés sexual en los jóvenes y la transición entre la niñez y la vida adulta. Aquí sus parámetros son otros. En Las batallas en el desierto esto es más que claro, lo mismo que en otra nouvelle mexicana (también, curiosamente, de los años ochenta): Elsinore: un cuaderno (1988), de Salvador Elizondo, en las que el objeto del deseo es una mujer mayor. Agregaría, como una variación que me parece significativa, un tercer título: La migraña (2012), publicación póstuma de Antonio Alatorre, en donde el descubrimiento (sexual, erótico) se da no a partir del cuerpo ajeno sino del cuerpo propio. Tres novelas cortas mexicanas que son, las tres, novelas de aprendizaje.
En Las batallas en el desierto, la escena central ocurre en aquel día nublado de los que le encantan al narrador: “De algún modo los dos nos sentamos en el sofá. Mariana cruzó las piernas. Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el vientre plano, el misterioso sexo escondido”.
Elsinore también ocurre en la posguerra, entre 1945 y 1946; la mujer de la que el muchacho se enamora es Mrs. Simpson, la maestra de baile. Esto que transcribo aplica a ambas novelas: “La pasión por una sola mujer nunca es más intensa ni más aparatosa, espiritualmente hablando, que en la adolescencia, mientras es uno todavía capaz de desear tan intensamente sin ninguna esperanza de ser correspondido”.
En las dos narraciones hay un referente femenino que viene de la pantalla: Rita Hayworth. Y una fuga escolar que es alimentada por el deseo.
En La migraña, ya lo dije, se descubre el cuerpo propio, en esta gran epifanía: “Y yo estoy aquí, mis pies fieles y firmes allá abajo, transmitiéndome el don de la frescura mientras el cielo está incendiado de sol, y luego mis piernas, mis rodillas (con los callos que atestiguan las horas que pasamos en la capilla), mi vientre, mi ombligo; y mis tetillas, mis brazos, mis manos teatralmente abiertas; y el sexo allí en el centro, hinchado y erguido. ¡Soy yo! ¡Soy yo! Yo, entero, yo con todo lo que tengo. Me reconozco, me saludo. Mi desnudez me reviste de mí mismo”.
Me acuerdo, no me acuerdo: Las batallas en el desierto cumple cuarenta años de haber sido publicada como libro. Así son los ciclos que provoca esta novela, de cuatro décadas cada uno: años cuarenta (lo que se cuenta), los ochenta (desde donde se cuenta), los nuevos veinte (la celebración de una obra)… En pocas páginas resume un tiempo y un lugar con todos sus matices (el México de la posguerra, la corrupción alemanista) en torno a una historia de amor de realización imposible; y da testimonio, a la vez, de la destrucción sufrida y por venir, como si intuyera, en el comienzo de los años ochenta, el terremoto que dejaría en ruinas esta ciudad a mediados de esa década: “Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”.
Las batallas en el desierto es un dispositivo no electrónico con funciones de geolocalización y máquina del tiempo; y, además, un libro de presagios.
Abril 2021
Etiquetas: Alfonso Cuarón, Antonio Alatorre, Elsinore, José Emilio Pacheco, La migraña, Las batallas en el desierto, Rita Hayworth, Roma, Salvador Elizondo
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal