martes, marzo 23, 2021


Octavio Paz y Carlos Fuentes: una amistad documentada

Si nos asomamos a este libro como quien mira el fondo de una enorme taza de café recién terminada, de la observación de los posos de esa lectura extensa, poco menos de 600 páginas, obtenemos, entre muchas, algunas imágenes memorables: el joven Carlos Fuentes como partícipe de una sociedad secreta llamada “basfumismo”; este mismo novel narrador regañado por su tutor Alfonso Reyes al calificar a La región más transparente, primera novela de su discípulo, no como un libro transparente sino “turbio y feo”; un Octavio Paz petulante que reconoce en público deudas no declaradas o apropiaciones (de Rubén Salazar Mallén y Samuel Ramos) en El laberinto de la soledad bajo el argumento de que “el león se alimenta del cordero”; el poeta deambulando por París entre el matrimonio de los Mandiargues, como si se rigieran los protagonistas, en un novelesco ménage à trois, por las leyes de la hospitalidad de las novelas eróticas de Pierre Klossowski, tercia que se rompe por la aparición inesperada de un cuarto en discordia, el pintor Francisco Toledo…
El “golpe de calor”, según entiendo, ocurre cuando se pasa de una temperatura corporal regular a más de cuarenta grados centígrados, como cuando se sale de una habitación climatizada a un exterior veraniego en el norte del país. Lo que provoca Estrella de dos puntas/Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (2020), el libro de Malva Flores, es algo similar, que podría llamarse “golpe de pasado”: de un presente erróneo y problemático, como el que vivimos, en donde efectivamente cada uno es una isla, porque aislados estamos por la pandemia, nos confronta un relato que resume avatares ocurridos en la segunda mitad del siglo XX y disputas o querellas que no está claro si han sido ya resueltas, como aquellas polémicas del echeverriato o el salinismo en torno a la relación de los intelectuales con el poder.
Así, encarcelados por la emergencia sanitaria, en los muros de nuestra celda desfila una memoria crítica de un pasado quizá no tan lejano, pues de algunos de sus episodios hemos sido testigos. La autora no acude a su memoria, claro. Parte de lo relatado sucedió cuando aún no nacía o era muy pequeña. Ella vino al mundo en 1961. Se sirve de un impresionante aparato de investigación que incluye tanto la revisión hemerográfica como bibliográfica y consultas a fondos privados (en el país y el extranjero) de correspondencia entre los implicados y sus conocidos. Lo que une a esta vasta recopilación es el hilo de Ariadna de los encuentros y desencuentros entre Paz y Fuentes, transformando la obra no en una relación cronológica que anda a la caza de chismes sino, sobre todo, en una historia intelectual con un tinte final dramático. ¿Cómo es que estos “compañeros de viaje” terminaron sus días en el mundo casi sin dirigirse la palabra, pues se habla de algunos últimos encuentros cordiales en la antesala de un consultorio médico? Se trata de una hermandad quebrada y del largo historial de sus afinidades (numerosas) y sus desavenencias (pocas aunque cruciales).
La gran ruptura, que es para Malva Flores en realidad sólo la gota que derramó el vaso, fue la publicación de un ensayo crítico en la revista Vuelta, escrito por Enrique Krauze, quien se propuso desenmascarar a Fuentes, y generó un carnaval o circo de varias pistas, no sólo con dos amigos enfrentados sino cada uno de ellos con una revista de apoyo (Vuelta contra Nexos), foros alternos como el Encuentro “La experiencia de la libertad” (o Encuentro Vuelta) y el Coloquio de Invierno, e incluso con instituciones que los respaldaban (Televisa, para el primero; Conaculta y la UNAM, para el segundo). Dicho sea en términos pugilísticos, fue todo un match. Se habló aun de un duelo, en términos literarios, de lucha libre o nuevamente boxeo, de rudos contra técnicos o pesados contra ligeros.

Vidas paralelas… y para leerlas

La historia de los dos amigos contiene eso y más. La portada, no sé si políticamente correcta, coloca a Paz a la izquierda y a Fuentes a la derecha. La imagen imposible de una estrella de dos puntas deja sueltos el arriba y el abajo, que es acaso el espacio a cubrir o descubrir. La autora ha de buscar afanosamente un punto en el que logre mirar de modo simultáneo a los dos lados, en vidas paralelas, por lo que se acude sin remedio a Plutarco, biógrafo de Alejandro y César, “por la muchedumbre de hazañas de uno y otro”, quien acaso proporciona con un epígrafe el lente adecuado para alistarse a la observación: “Porque no escribimos historias, sino vidas, ni es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces, un hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para declarar un carácter que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades”.
Vidas paralelas… y para leerlas, en el juego obvio de palabras. Paz tendrá dos encarnaciones en la obra narrativa de Fuentes, una como el Manuel Zamacona de La región más transparente y otra como el Maximino Sol de Adán en Edén, poeta este último, resume Malva, “que distribuía premios y sancionaba a todos los escritores del país, privilegiando siempre a sus colegas del verso por encima de los narradores”.
Al libro se le llama “crónica” porque quien lo rige es el dios Cronos. Es el tiempo, sea el tiempo nublado de Paz o el tiempo mexicano de Fuentes, el que gobierna. No se trata de un estudio o un ensayo, sino de una historiografía. Es decir, lo que ata el relato son las vidas paralelas o los relatos cruzados. El espejeo constante en uno y otro destino, aunque sus oficios principales fueran en cierto sentido contrapuestos: uno el poeta, y el otro el narrador. Ambos, en el reloj de la historia, diplomáticos hasta llegar a la cima de esa pirámide burocrática, como lo es el ser embajadores. Y renunciantes, los dos, en momentos clave de la historia patria: la matanza de Tlatelolco, en un caso; y la designación de Gustavo Díaz Ordaz, perpetrador de esa masacre, como embajador de México en España, en el otro.
Ambos, además, con una vida muy activa en terrenos fuera de lo literario, constituyéndose en eso que suele llamarse “intelectual”: el ropaje más público de un oficio íntimo y en algunos casos casi secreto. Acá, la obra y la acción van de la mano. Podrían escribirse varias historias con este par de ases; en una se omitirían sus acciones cotidianas y el narrador se centraría en el diálogo de las obras. ¿Cuál es el peso final de sus escrituras? ¿Son equiparables sus logros literarios? En la otra, los libros pasarían a segundo término y se hablaría sólo de sus actuaciones en la vida pública. Quizá, de nuevo, el equilibrio está en lograr un punto de mira en el que estos ámbitos tengan su peso. Es un ejercicio de acrobacia: observar a uno y al otro; observarlos a ambos. Asomarse a sus libros. E intentar que la mirada sea objetiva o neutra.
Tal fue el reto. Y tales fueron, me parece, las reglas que la misma Malva Flores se impuso. Ni con dios ni con el diablo. O con ambos. Es una suerte de arbitraje que da valor al libro y a la vez lo limita. No es una “defensa” de Paz o Fuentes. Se expone a ambos, en sus glorias y sus miserias, y se da contexto social a esos momentos con la reacción de aquellos que los circundaban, amigos o discípulos. Es un dúo que se transforma en coro. Fuentes y Paz confrontados entre ellos y juzgados por su entorno, en un vaivén que llega a producir vértigo. Esas son las reglas que la autora fijó para su empresa. Ir de uno al otro, seguirles la pista desde el primer encuentro, cuando eran jóvenes y lúcidos (no ilusos), y verlos discurrir.
La base es, pues, el diálogo. Y todo en el libro se vuelve dialógico… Hasta que el diálogo se cancela y quedan sólo los silencios de los protagonistas, por ocasión de la ruptura, y las interpretaciones. Y un ruego trágico, no aceptado, de acudir a la cama del amigo moribundo.
Lo que da consistencia al libro, me parece, es el rigor, la búsqueda no a ciegas sino documentada. También el afán de mirar hacia las dos puntas y no “preferir” una a la otra. El intento de ser el justo observador de este espejo doble.

¿Una primera traición?

De un ejercicio así de vasto uno como lector obtiene lo que quiere. Puede ganar el pasmo de encontrarse de pronto con medio siglo o más de querellas intelectuales, con sus pequeñas y grandes miserias, o el recurso de estacionarse en dos o tres episodios que nos resulten significativos.
Está, por ejemplo, la identificación del poeta de La región más transparente, Manuel Zamacona, con Octavio Paz, y el posible uso de las ideas de Paz en el Laberinto de la soledad como sustento de la novela… cuestiones sobre las que Paz no se pronunció, en un silencio que Malva Flores interpreta como molestia e incluso una primera traición. Dice: “La celebridad de Fuentes a raíz de la publicación de La región más transparente no fue el motivo de su primer distanciamiento sino, más bien, aquello que Paz vio como una apropiación de sus ideas y hasta de sus palabras”. ¿Dónde vio Paz esto? No veo la cita que sustente este resquemor.
En cambio, Alfonso Reyes fue muy directo al expresar a Fuentes su molestia, cuando le escribe: “Ahora bien: no voy a negarte que si yo hubiera conocido el carácter de tu novela cuando me pediste permiso de bautizarla con mis palabras, hubiera dudado en concedértelo, pues siempre hay lectores y críticos malévolos que pueden atribuirte el deseo de lanzarme un sarcasmo; y, sobre todo, yo hubiera preferido que no empeñaras mi frase, aplicándola a un objeto tan turbio. ‘Turbio’, no es censura: tú has querido conscientemente hacer un libro turbio y feo, ¿verdad?”
Malva Flores da, además, un valor excesivo a una crítica de Elena Garro en la que ésta afirma que Fuentes toma el estilo del Adán Buenosyares, de Leopoldo Marechal, y lo impone, como en calca, a la sociedad mexicana… cuando es sabido que el modelo de la novela-mural, que Agustín Yáñez y Fuentes aplicaron a la realidad nuestra, en Al filo del agua y La región más transparente, viene directamente del Manhattan Transfer de John dos Passos, a quien se le ocurre realizar novelas con esa técnica al observar, en una visita a México, a Diego Rivera cuando pintaba uno de sus murales en el edificio de la Secretaría de Educación Pública. Además, Fuentes es claro al decir a Carballo que no había leído Adán Buenosayres antes de escribir su primera novela, y que se enteró de esas afinidades justamente al leer el texto crítico de Elena Garro.
Quizá se le da peso a esa sospecha (utilizando incluso un fragmento de la novela argentina como epígrafe del capítulo respectivo) para equilibrar el libro por las denuncias, mejor fundamentadas, de quienes encontraron en el Laberinto de la soledad el robo o préstamo de algunas ideas centrales (en lo que ya se mencionó más arriba), cuestión en la que Paz, al asumirse como el lobo que se alimenta del cordero, pareció dar la razón a sus críticos.
Los silencios, pues, también son interpretados. A Fuentes se le acusa de no haber reaccionado, décadas más tarde, a la quema de una efigie de Paz en el Paseo de la Reforma. El que calla, otorga, se dirá. Lo que también da pie a una lectura entre líneas.
Quizá en el fondo de esta investigación hay una novela o una película oculta, y ésta sería la historia simple de esa amistad, o enemistad, como quiera llamársele. Malva Flores prefiere detenerse en las polémicas y sus oposiciones, que es lo que al fin puede documentarse y donde ella se encuentra más a sus anchas, como ya lo hizo en El ocaso de los poetas intelectuales y la “generación del desencanto” (2010) o en Viaje de Vuelta: estampas de una revista (2011).
Si se tratara del cuento de los dos amigos éste iniciaría en 1950 con el joven Fuentes presentándose en la Embajada de México en París con el Laberinto de la soledad bajo el brazo, para conocer al segundo secretario de esa instancia diplomática y autor de ese ensayo deslumbrante. Los seguiría en sus diálogos frescos, la declaración de sus afinidades, la conformación de su fraternidad, los entusiasmos de uno y la reserva del otro por la revolución cubana, el afecto de los apoyos cuando la crisis del 68, los afanes de Paz por hacer una revista con Fuentes y la posible deslealtad de éste al comprometer a nuevos participantes en la empresa… Pero la historia es extensa y lo arduo, incluso en la práctica de resumirla, está en fijar esos instantes y darles el contexto adecuado, sin caer en interpretaciones fáciles o esquematismos. Cifrar cada época y cada paso.

La amistad es como las plantas

Otros emparejamientos: Fuentes seducido por el poder con Echeverría, quien lo nombró embajador; y Paz creyente de las promesas modernizadoras de Salinas de Gortari. Cada punto merecería la exposición de un largo contexto, y en eso es exhaustivo el libro de Malva Flores. A veces la relatoría de las querellas se extiende demasiado, dándoles un peso excesivo a voces secundarias, y entonces los personajes centrales se diluyen.
Hay una carta que en la historia íntima de esa amistad es significativa; en ella Paz agradece a Fuentes sus felicitaciones por habérsele otorgado el Premio Cervantes. Es una misiva “al filo del agua”, pues vendrían luego los desencuentros. Dice Paz: “Hace mucho tiempo que tú y yo no hablamos de verdad y llegué a temer que nuestra amistad se hubiese secado un poco. La amistad es como las plantas: hay que regarla a diario. A veces, también, hay que podarla: demasiado frondosa deja de dar flores y frutos. Y mucho sol —un acuerdo total— la marchita. Las diferencias —si se dicen— son un agua milagrosa. Por fortuna, tú y yo no coincidimos en muchas cosas, aunque sí, creo, en lo esencial”.
Y cierra: “En fin, la amistad no consiste en tratar de tapar las nubes sino en lograr, por la conversación, que revienten en lluvia y así nos fecunden. ¿No crees?”
La amistad al fin se nubló o todo alrededor de ellos se inundó, en un largo naufragio. Y el punto de quiebre fue menos, quizá, la publicación en Vuelta de ese ensayo de Krauze, como el hecho de que Paz no hubiera pensado en advertir a Fuentes de que lo publicaría, como sucedió, en algún momento parecido, en Plural, para que éste tuviera el antecedente y pudiera tomar la decisión de reaccionar o no a la crítica que se avecinaba.
Adolfo Castañón le refirió a Malva Flores una conversación que tuvo con el poeta en la que le preguntó si no hubiera sido más amistoso y cortés enviar a Fuentes el ensayo de Krauze antes de publicarlo. Paz nada respondió; guardó silencio.
Como disculpándolo, construye Malva este encadenamiento, que marca una suerte de credo en el Paz editor: para el poeta, dice, “la crítica debe realizarse a pesar de la amistad; no se debe confundir la crítica contra una persona con la crítica a las ideas de una persona y, sobre todo, el director de una revista no puede censurar la crítica”.
Fuentes, como un caso contrario, contó que cuando era director de la Revista Mexicana de Literatura llegó a sus manos un ataque salvaje contra Octavio Paz y se negó a publicarlo.
—Entonces usted no cree en la libertad de crítica y de expresión —le dijo el autor.
—En lo que creo es en la amistad —contestó—. Y aquí no se publican ataques contra mis amigos.
Acaso dos posturas opuestas en cuanto a las responsabilidades de un editor y los compromisos de la amistad. La forma de esta compleja Estrella de dos puntas, ya lo he dicho, es dialógica, espejeante, confrontativa. Hay idas y venidas; vueltas y revueltas. También queda expuesta la forma de actuar de la sociedad artística, o intelectual, mexicana, en su lucidez y en sus excesos.
De eso se trata: de una conversación extensa entre dos amigos, por varias décadas, y de la ruptura, que significó el fin de esa charla. Un silencio coronado por la muerte.
El acierto de Malva Flores, me parece, está en el hecho de haber logrado que esa configuración imposible de una estrella de sólo dos puntas se complete.

Marzo 2021

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