viernes, mayo 21, 2021



Gerardo de la Torre: un tigre bien acompañado

Quisiera, primero, señalar la dificultad de ubicar la obra de Gerardo de la Torre (Oaxaca, 1938), no en un sentido profundo sino en cuanto a la localización de sus libros en una biblioteca personal. La mía, en este caso. Supongo que esto es algo que los bibliotecarios tienen resuelto, yo no. La complicación es esta: ¿deberé colocar sus títulos en la “d” de De la Torre o en la “t” de Torre? En el primer caso, en mi pequeña biblioteca de autores mexicanos, estaría entre Cipriano Campos Alatorre, un personaje algo olvidado del ciclo de la literatura de la Revolución mexicana, con el que podría tener algunos rasgos en común (en su apego al realismo), y Salvador Elizondo, prosista cuidadoso, como lo es también Gerardo de la Torre.
Pero no. Al buscar ahora sus libros, en la preparación de esta semblanza, los hallé en la letra “t”, entre Francisco Tario, el escritor fantástico, y Julio Torri, otro prosista de primer nivel… que es un punto, aquí reiterado con los casos ejemplares de Elizondo y Torri, por el hecho simple de hallarse sus textos cercanos en la biblioteca casera a los de Gerardo de la Torre, hipotéticamente en el primer caso y en la realidad en el segundo, un punto a señalar. Lo dice Vicente Leñero: “A fuerza de talacha, de pulmón, de hígado, [Gerardo de la Torre] se convirtió pronto en un vibrante narrador, de prosa punzante como barreno, ansioso de experimentar cuando era urgente encontrarle a la forma y a las estructuras de los textos las curvas maliciosas con las que se obliga al lector a abanicar un strike”.
El strike en el apunte de Vicente Leñero, lo digo al paso, refiere una afición compartida entre Leñero y Gerardo de la Torre, la del beisbol, que los llevó a compilar en 2005 la antología Pisa y corre: beisbol por escrito.
El lector de Gerardo de la Torre, para Leñero, tiene el turno al bat y en la lomita está el mismísimo autor, quien prepara sus curvas maliciosas o sus rectas inequívocas, pues no limita sus recursos, y que en efecto fue pítcher en la liga petrolera. La afición deportiva crea esta metáfora de la lectura como un asunto que ocurre en el diamante, y también podría haber tomado otro rumbo, el del boxeo, que De la Torre conoce bien y del cual es, por lo menos en cuanto ejercitación, no un peleador consuetudinario sino practicante. Practicante de los ejercicios relacionados con el boxeo, digo: le gusta plantarse frente al costal de tamaño medio que cuelga, entre una habitación y otra, en su departamento de la colonia Narvarte, a tirar golpes rectos y curvos.
No sabría en ese caso qué habría dicho Leñero en cuanto a las habilidades prosísticas de Gerardo de la Torre vista su escritura como un match de boxeo, en su opinión de qué modo las estrategias para vencer al rival habrían afectado a los lectores; pero sí conocemos el saldo final, con la victoria del autor, no siempre por nocaut pero sí, en la mayoría de las veces, por decisión unánime. Un récord limpio: sin empates ni derrotas.
Yolanda de la Torre compiló en 2013 un volumen en homenaje a su padre por sus 50 años dedicados a la literatura. De ahí tomé la cita de Leñero, quien señala tres puntos esenciales para él en el conocimiento de Gerardo de la Torre; los comparto: dice que se le admira como prosista, se le reconoce como maestro de jóvenes y adultos, y se le quiere entrañablemente como amigo.
Otro retrato de ese tomo es el de Humberto Musacchio, quien recuerda haber conocido a Gerardo de la Torre en las oficinas de la Revista Mexicana de Cultura, suplemento del diario El Nacional, en marzo de 1969. Sus credenciales lo impactaron: asistente al taller de Juan José Arreola, becario del Centro Mexicano de Escritores, militante del Partido Comunista, obrero petrolero en la refinería de Azcapotzalco y, además, beisbolista.
Dice Musacchio que para quienes habían vivido el movimiento estudiantil de 1968 De la Torre representaba al ciudadano del futuro que había esbozado Carlos Marx, pues era obrero, intelectual, deportista y amante del arte. “Un productor de plusvalía, sí, pero que se tomaba sus tragos —como todos los obreros— y sabía divertirse sin perder la sencillez, pese a la complejidad inherente a su múltiple condición”.
Y ofrece Musacchio este paisaje: “Éramos parte de una generación iconoclasta, la primera que disfrutó de la libertad sexual gracias a los anticonceptivos. Bebíamos en cantidades oceánicas, el rock era nuestra música y quien más quien menos había probado la mariguana y otras yerbas. Estábamos fascinados con Rayuela, La ciudad y los perros y Cien años de soledad. Leíamos y discutíamos con pasión a las figuras del Ateneo y a los novelista de la Revolución, a Rulfo y Fuentes, a Arreola e incluso a Yáñez, pese a que era el secretario de Educación del Chacal. Escuchábamos hablar a los mayores del estridentismo y sus actores, aunque poco los leíamos porque entonces no era fácil conseguir sus obras. Le poníamos remilgos a los Contemporánes, pues, ignorantes de que la gente tiene que ganarse la vida, los veíamos como típicos intelectuales al servicio del poder y no le perdonábamos a Salvador Novo su adhesión al gobierno criminal de Díaz Ordaz”.
Tal es el piso cultural de esa generación. El asunto del 68, como experiencia libertaria y trauma común, está también en la base de la obra de Gerardo de la Torre. Recuerdo haberme acercado a él cuando Marco Antonio Campos y yo preparábamos una antología de Narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968 (1986). Hicimos consultas y aquí y allá en busca de relatos importantes sobre el tema. Poniatowska me dijo: “¡Cómo van a hacer una antología de lo que no existe!” Pero algo había. Y ahí, entre otros materiales conseguidos (de José Revueltas, Juan Tovar o Guillermo Samperio), andaba “El vengador”, de Gerardo de la Torre, publicado en el volumen homónino, en la Serie del Volador, de Joaquín Mortiz, en 1973, relato doloroso que trata de los efectos anímicos de la matanza.
De ese cuento transcribo esta escena de cómo se vivió el 2 de octubre de 1969 en la Plaza de las Tres Culturas: “Venían en grupos de dos y tres, enlutadas, silenciosas, algunas arrastrando niños, y todas con veladoras y flores en las manos. Varios policías, con los fusiles tendidos como barreras, se adelantaron para detenerlas, pero un sargento los hizo retroceder. A una orden, los hombres formaron una fila en torno a Relaciones y a la plaza, pero dejaron espacio para las veladoras. Las mujeres, mirando hacia ninguna parte, hacia adentro tal vez, avanzaron y, al llegar a la terraza, se arrodillaron y encendieron las veladoras. Los policías miraban con curiosidad, pero sin emoción, como un grupo de monos en la ópera. Una de las mujeres comenzó un padrenuestro y las demás la siguieron…”.
Y, claro, al año 68 está dedicada la novela Muertes de Aurora (1980), para Leñero “la mejor novela mexicana que se escribió en torno al movimiento del 68”, que tiene la particularidad de registrar los sucesos desde el punto de vista de los trabajadores petroleros que intentaron sumarse a la protesta.
No estoy del todo de acuerdo con Leñero, pues el ciclo del 68, como el de la novela de la Revolución, tiene varios momentos de gran trascendencia literaria, como lo son La invitación (1972) y Crónica de la intervención (1982) de Juan García Ponce, Palinuro de México (1977) de Fernando del Paso y Si muero lejos de ti (1979) de Jorge Aguilar Mora, entre las cuales incluyo, sombría y brillante, Muertes de Aurora.
¿Dónde ubicar, pues, a Gerardo de la Torre, protagonista de la literatura mexicana? Mientras no se me diga algo contundente al respecto de principios bibliotecarios (por los que se determine dónde van en orden alfabético los De la Torre, los De Campo o los Del Paso), yo devolveré sus libros, en mi biblioteca personal de autores nacionales, a la letra “t”, entre Tario y Torri, tres tristes tigres bien acompañados.

Mayo 2021

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