miércoles, diciembre 29, 2004

OTRO VIAJE A LA SEMILLA

El ejemplar que tengo de Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier (1904-1980), fue impreso en Barcelona en 1980, adquirido y leído en la ciudad de México por esas fechas, es decir más de veinte años atrás, como tarea preparatoriana. El tomo, en formato de bolsillo, no tiene pliegos visibles y, por lo mismo, no pudo ser cosido; fue cortado por el lomo con la guillotina y pegado a las pastas. La tosca encuadernación resistió la primera lectura, de hace dos décadas, pero no la segunda, de estos días (en la víspera del centenario del narrador cubano), acaso porque el pegamento endureció y se tornó quebradizo. Ahora, conforme pasaba cada página ésta se desprendía (como si en lugar de leer arrancara hojas, cual si se deshojara la margarita), quedando al final una baraja mal dispuesta con ciento cuarenta y tantos naipes sueltos. Además, el libro está repleto de lo que tipográficamente se conoce como “callejones”, que es cuando dos (o más) sílabas iguales se juntan al comienzo o al final de dos o tres (o más) líneas seguidas, lo que afea o ensucia el párrafo.
No obstante, sobre tales batallas físicas triunfa la novela. Y el tomito, que podría ser candidato a la basura por verse tan destruido, se vuelve (o revuelve o confirma) entrañable, es decir íntimo o muy afectuoso, como define la Academia, pero también por ser un viaje a las entrañas, a la “parte más íntima o esencial de una cosa o asunto”, según el mismo diccionario. “Viaje a la semilla”, podría llamarlo el mismo Carpentier, pues ése es el título de un célebre relato suyo, que va de la muerte al nacimiento.
De Los pasos perdidos, la memoria guardaba dos imágenes. Una, la del hombre que sale a comprar cigarrilos y se ve imposibilitado de regresar al hotel porque en segundos la calle se transforma en la arena de un fuego cruzado, por una de esas revoluciones instantáneas que ocurrían durante la primera mitad del siglo XX en los países sudamericanos. Otra, la del recorrido en río (ríocorrido) por la selva en busca de instrumentos musicales primitivos y el descubrimiento de un umbral, frontera entre el mundo moderno y el mundo antiguo.
A tales escenarios se agregan otros, absurdos caprichos mnemotécnicos, de obras de Carpentier también leídas por esos tiempos. De El siglo de las luces (1962), el muchacho que en la preparación de un viaje pasa la tarde en un burdel, y cuando llega a despedirse de su novia virgen ella decide entregársele, mas él se encuentra agotado para complacerla y apenas logra sobreponerse físicamente. O esa ciudad de palacios, en El recurso del método (1974), abandonada por los señores para construir sus mansiones en las afueras, y que se vuelve refugio de los que menos tienen. O un ebrio emperador Moctezuma que pasea por Venecia en Concierto barroco (1974)...
Las anécdotas se diluyen, o van quedando sólo instantáneas por las que se accede a una atmósfera, un tono, digamos, acaso propio del autor. Incluso ahora, con el recuerdo fresco de Los pasos perdidos, habrá que barajar la novela para lograr detenerse en los fragmentos por los que se puede llegar a representar el todo.
Por su educación musical, Carpentier veía y escuchaba al narrar. Al sentir los primeros disparos de una revuelta que no comprende, el protagonista atiende las vibraciones que suceden al choque de las balas con el metal de los postes del alumbrado, como tubos de órgano que hubieran recibido una pedrada. Ya casi en la selva, observa que cuando una mosca da con el vuelo en una telaraña, el zumbido de su horror adquiere el valor de un estruendo. O se detiene ante un caimán muerto, de carnes putrefactas, debajo de cuyo cuero se metían, por enjambres, las moscas muertas: “Era tal el zumbido que dentro de la carroña resonaba, que, por momentos, alcanzaba una afinación de queja dulzona, como si alguien —una mujer llorosa, tal vez— gimiera por las fauces del saurio”.
Para ese protagonista anónimo, ver y escuchar es fundamental ya que una de las razones profundas de su odisea es percatarse de que en su mundo rutinario esas facultades (y muchas otras) han sido adormecidas, y el viaje le ofrece la posibilidad de que sus sentidos despierten, y experimenta así “lo difícil que es ser hombre cuando se ha dejado de ser hombre”, empresa en la que, sin embargo, absurdamente fracasa.
El periplo va de la ciudad moderna a una ciudad latinoamericana, y de ésta a una aldea perdida en la selva tropical, que implica un encuentro (o reencuentro) con los orígenes, sonidos e imágenes primordiales, “una especie de regreso, aún vacilante pero ya sensible, a un equilibrio perdido hacía mucho tiempo”, la infancia del que narra la historia, primero, luego la infancia de la humanidad, y un poco más allá: “Me vuelvo hacia el río. Su caudal es tan vasto que los raudales, torbellinos, resabios, que agitan su perenne descenso se funden en la unidad de un pulso que late de estíos a lluvias, con los mismos descansos y paroxismos, desde antes de que el hombre fuese inventado”.
Un tan vasto caudal fluye, con igual portento, en la novela.

Diciembre 2004

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