miércoles, enero 05, 2005

EL MAR, MONSTRUO Y SERPIENTE

Leídos ahora, versos como los que siguen se vuelven eco retrospectivo de la penúltima tragedia del 2004: “Rítmica, caprichosamente rompía el mar sobre los bañistas, envolviéndolos en las crestas de las olas,/ ¿encolerizado? ¿o indiferente?/ El mar se lanzaba hacia adelante una y otra vez,/ y constantemente se retiraba, su poder no era suficiente, estaba encadenado en sus profundidades,/ incluso de noche se negaba el descanso, quizá se creía más poderoso en las tinieblas,/ hacía rodar sus truenos para los que dormían y para los que velaban./ El mar,/ monstruo y serpiente del mundo, dragón que se revuelca,/ garra contra las rocas, látigo estallante del agua, torre de piedra que se derrumba”.
Pertenecen al poema largo Agadir (1961), del sueco Artur Lundkvist (1906-1991), y son en el libro anuncios o presentimientos del escritor al sobrevenir luego el terremoto que devastó ese puerto marroquí en la noche del 29 de febrero al 1 de marzo de 1960, y provocó la muerte de más de 15 mil personas. Además, aquí y allá parece haber en Agadir visiones anticipadas de lo ocurrido hace apenas una semana en Asia, por ejemplo en estas líneas: “y si otros se preguntaban si el mar volvería de repente, si se abalanzaría sobre la tierra en una ola enorme y lo barrería todo,/ no obtuvieron respuesta, sólo espera, ansiedad”.
Quizá no se recuerde el nombre de Artur Lundkvist. Entre los años setenta y ochenta fue el académico sueco especializado en la literatura iberoamericana. Tradujo obras de Neruda, Vallejo, Paz, Borges y Huidobro, y dio a conocer fragmentariamente a Julio Cortázar y Fernando del Paso; algunos premios Nobel (los de Neruda, García Márquez y Paz) tienen sin duda su sello... Antes de esto, vacacionaba en Agadir y presenció algo que fue “naufragio no en el mar, sino en la tierra”, experiencia de la que resultó un poemario sorprendente y acaso tan doloroso como lo vivido por estos días en Asia. Entonces, como ahora, “también las palabras se derrumbaron”.
Cuenta Lundkvist en su autobiografía que él y su mujer, la poetisa María Wine, hicieron el viaje en autobús desde Tánger a través de Marruecos. “Agadir era, en muchos aspectos, una ciudad modelo, con edificios blancos y modernos construidos en diferentes niveles desde la bahía hasta las laderas de las montañas.” La pareja tomó una habitación con terraza al mar en el hotel Mauritania, donde pasaron tres semanas de tranquilidad. Uno de esos días se enteraron que había temblado ligeramente; el 29 de febrero, poco después de la hora del almuerzo volvió a temblar, esta vez con mayor intensidad. “La gente del hotel no le dio importancia al episodio: en Agadir nunca había habido terremotos y esto no pasaría de ser una sacudida sin importancia.” El temblor mayor ocurrió hacia la medianoche, cuando acababan de conciliar el sueño:
“A mí me tiró de la cama y me quedé encogido en un rincón con las manos en la cabeza para protegerme de todo lo que me caía encima. El terremoto rugía como trueno subterráneo, pesado como una piedra, y hacía que todo temblase y saltase con una fuerza terrible. Durante los segundos que duró el terremoto no diré que pensé, pero sí que tuve una especie de visión que no conseguí retener del todo. Fue como un rayo de luz esclarecedor de la vida y la muerte que se revelaron de pronto en un esquema simple y lógico sin dejar lugar al miedo o al terror”.
Pasó el terremoto y se encontraron vivos en la habitación, oscura y llena de polvo. Desde la terraza, vieron los alrededores envueltos en una oscura niebla que en realidad era una espesa nube de polvo. Salieron a la calle, a reunirse con otros sobrevivientes.
En el poemario, Lundkvist recupera historias terribles, como la de ese gato que sintió el peligro anticipadamente y maullaba por las habitaciones, “pero no lo dejaron salir, se le obligó a compartir el ciego cautiverio de los hombres,/ y cuando la casa se derrumbó corrió salvajemente en las tinieblas, salpicado de argamasa y empapado de agua,/ en busca de una abertura, arañaba las paredes, arañaba a los muertos para despertarlos a la vida”. O el hombre que pierde a la esposa, a la que encuentra en la tina de baño “flotando, desnuda e ilesa, pero muerta,/ ahogada con su cabellera flotando en un rubio remolino en torno al rostro”, y se pregunta: “¿Debo darle gracias a Dios por haberme salvado?”
O esa novia de quince años, en la fiesta de su boda, que cuando empieza el temblor se agarra firmemente a la mano del marido y caen ambos en las tinieblas como en un pozo, en un vértigo que era quizá felicidad: “Pero yo volví a despertar en alguna parte, en la oscuridad y en el silencio, agarrando fuertemente su mano,/ algo descansaba sobre mí, como una tapa de madera, inquebrantable,/ no podía sentir dónde estaba él, pronto su mano empezó a enfriarse en la mía, a no responder a mis presiones,/ entonces grité y comprendí.../ Sobreviví sola, bajo una cama caída sobre mí, una viuda de quince años, mi verdadera vida vivida en una sola noche”.
Agadir, escribió Lundkvist en 1961, preparación o advertencia de lo que quizá nos espera: “el mundo en ruinas, la tierra desolada, sólo el humo de la muerte desvaneciéndose en el espacio”.

Enero 2005

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