viernes, abril 01, 2005

EL SONIDO Y LA FURIA

El gusto musical suele ser ecléctico puesto que el oído está sujeto, aun desde el vientre de la madre, a múltiples influencias. Es difícil controlar lo que uno escucha: a lo largo de la vida se va recibiendo información melódica, y ésta se integra naturalmente a los archivos del recuerdo. En circunstancias cotidianas somos además cautivos de la preferencia ajena: la de quienes viven con uno, lo que se programa en la radio, la feroz estridencia del vecino en un edificio habitacional, el fondo sonoro en el mercado, la oficina o el medio de transporte, el soundtrack de un largometraje...
Si para leer, ir al cine, al teatro o a un museo se cumplen una serie de pasos (comprar el libro o el boleto, etcétera), siendo éstos modos “activos” del arte, en cuanto a lo musical el contexto parece crear sus propias vías y se puede participar de la música sin haber asistido a una sala de conciertos o comprado nunca un disco o incluso sin tener un aparato receptor o reproductor en casa, es decir pasivamente.
Por lo mismo de la inmediatez, es arduo hacerse de una cultura musical. Ocurre, como en el cine y la literatura, que se fabrican productos de fácil recepción más para compradores que melómanos, con intérpretes que actúan como sucedáneos o impostores de lo genuinamente artístico, y a quienes se les llama “artistas” sin en verdad serlo. Hay así una música de industria y otra de creadores, y para la cual, como explica el argentino Diego Fischerman en Efecto Beethoven: complejidad y valor en la música de tradición popular (Paidós, Buenos Aires, 2004), “la autenticidad constituye un valor”.
No se pretende llegar aquí a una valoración maniquea entre lo bueno y lo malo, pero sí debe quedar claro que hay obras “compuestas” y otras que son “producidas” por un aparato industrial para consumo de temporada a partir de fórmulas establecidas y con el fin promordial de explotar un mercado de baja exigencia en cuanto a calidad creativa y sonora.
Un caso muy claro con respecto a lo artístico y sus imitaciones es el grupo estadounidense los Monkees, diseñado por la NBC a imagen y semejanza de los Beatles, y que copiaba tanto el estilo de sus canciones como sus vestimentas o incluso el comportamiento cómico a la manera de las cintas A Hard Day’s Night (1964) y Help! (1965), dirigidas ambas por Richard Lester. Se pretendió hacer pasar a los Monkees como un descubrimiento “americano”, con su historia paralela a la del cuarteto de Liverpool de cuatro muchachos que buscaban difundir sus frescas composiciones. Cuenta Fischerman: “Cuando se reveló que The Monkees se había formado a partir de un casting y que las canciones eran provistas por un ejército de autores en ese entonces noveles, entre quienes se contaban Carole King y Leon Russell, la carrera del grupo terminó abruptamente”.
Hay, por cierto, una película para televisión (Daydream Believers: The Monkees Story, 2000), que intenta construir una imagen positiva de esos cuatro jóvenes entrampados en la farsa de un grupo hechizo, y que, según el filme, por varios medios quisieron mostrarse “auténticos” e incluso, en algún momento, pretendieron tocar su propia música. En una secuencia, asisten en Londres a una fiesta organizada por los Beatles, en donde John Lennon y Paul McCartney les dan su bendición como clones. “Sigan así”, les dicen; “siempre vemos su programa y nos parece muy divertido.”
Los Monkees eran similares a los Beatles, pero no eran los Beatles. Éstos quizá igual nacieron como imitación de otros grupos, pero muy pronto encontraron un camino propio. Fischerman describe así el itineario beatle: primero, el rock’n roll como actitud y ritual generacional (Please, Please Me y With The Beatles); luego la elaboración de la forma canción hasta llevarla a su propio límite (A Hard Day’s Night, Beatles for Sale y Help!); la experimentación sonora (Rubber Soul); la crispación expresionista de los recursos dramáticos del rhythm & blues en el heavy (Revolver); la complejización de la tarea de producción en el estudio de grabación (Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band); las fronteras del ruido y del silencio (The White Album); el rechazo a esa sofisticación, la vuelta a la sencillez y la idealización de la crudeza (Let it Be); y la autoinmolación estética (Abbey Road).
“En apenas cuatro años”, explica Fisherman, “cuatro jóvenes que jamás habían pasado por un conservatorio, que carecían de cualquier clase de formación musical sistemática, partiendo de una enciclopeda sumamente precaria [...] y cuyas capacidades instrumentales eran incluso menores que las de muchos otros músicos de rock, habían cambiado para siempre el universo de la canción de tradición popular y, de paso, habían convertido el rock en un campo que aparecía notablemente fértil para la experimentación y especialmente generoso para recibir aportes de otras tradiciones.”
Para Fisherman, lo que sorprende en los años sesenta es el nivel de aceptación masiva al que llegaron estéticas que podrían clasificarse de ruptura. Como lo muestra la historia de los Beatles, en esa década la música popular cruzó una vez más (lo que ocurrió antes con el jazz y el tango, por ejemplo) ese umbral por el que dejó de ser melodía bailable y se convirtió en composición destinada a la escucha. Música compleja para un público complejo, y no aturdida imitación simiesca.

Marzo 2005

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