viernes, febrero 04, 2005

LO QUE SALIERE

Sí llega el personaje cervantino a tener en sus manos un ejemplar de Don Quijote, pero del apócrifo, es decir de ese Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras publicado en Tarragona en 1614 y firmado por un fantasmal Alonso Fernández de Avellaneda, volumen que incontables disgustos causó a Miguel de Cervantes. Se enteran de tal libro el caballero andante y su escudero cuando van camino de Zaragoza, en una venta que el hidalgo no confunde con castillo y por una conversación ocurrida en un aposento vecino, donde uno dice: “Por vida de vuestra merced, señor Jerónimo, que en tanto que traen la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha”.
Lo que sigue en el diálogo es ya una crítica de esa obra, pues responde don Jerónimo: “¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto por leer esta segunda?”. Acude don Juan a la sentencia de Plinio el Viejo según la cual no hay libro tan malo que no tenga cosa buena alguna, pero lamenta que en ese Quijote que han estado leyendo se pinte al Caballero de la Triste Figura ya desenamorado de Dulcinea... A esto reacciona quien escucha desde el otro cuarto y decide presentarse de súbito ante sus dos lectores, quienes sólo de oírle lo confirman como el bueno, y le ofrecen el libro mentiroso para que lo revise. Encuentra don Quijote varios yerros, y no le busca más, “pues de las cosas obscenas y torpes los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos”... E insiste Sancho a don Juan y don Jerónimo en que ellos sólo se reconocen en la historia compuesta por Cide Hamete Benengeli, de la que les dio noticia el bachiller Sansón Carrasco y así, de oídas, aprueban.
A partir de ese momento, el Quijote apócrifo se convertirá en un motivo recurrente de la novela de Cervantes incluso hasta el final, pues a esa presencia se aludirá en el testamento de Alonso Quijano. La primera reacción narrativa es que los protagonistas cambien de rumbo, y no vayan a Zaragoza, a donde acuden los personajes de Avellaneda, sino a Barcelona. Para no llamar a engaño, son recibidos ahí con estas palabras: “Bien sea venido el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores”.
Luego camina don Quijote por las calles de Barcelona y entra, por curiosidad, a una imprenta, en donde corrigen la desacreditada Segunda parte. “Ya yo tengo noticia de este libro”, dice el hidalgo, “y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco”.
Y eso no es todo. Al referir la mentira de su muerte, Altisidora fantasea con haber encontrado en las puertas del infierno una docena de diablos que jugaban a la pelota con libros “al parecer llenos de viento y de borra” (es decir, “de vanidad y pelusa, sin provecho”, aclara Francisco Rico). Uno de esos libros era la mentada segunda parte, que uno de los diablos manda a los abismos del infierno y otro asegura que es tan malo “que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara”.
Más adelante, don Quijote recuerda esa historia de un pintor Orbaneja que cuando le preguntaba qué pintaba él decía: “Lo que saliere”. Y si salía un gallo, ponía la inscripción: “Éste es gallo”, para que no pensaran que era zorra. Y así, dice, debió ser el escritor que sacó a la luz ese nuevo Don Quijote y que dio a la imprenta “lo que saliere”.
Mayor seña de que hubo herida, y que el daño fue salvado con malicia e ingenio, es la aparición de un personaje del Quijote apócrifo en el Quijote verdadero, ese Álvaro Tarfe al que ambos, caballero andante y escudero, encuentran en un mesón y hacen declarar (frente a alcalde y escribano) que no son ellos los que andan impresos en aquella historia compuesta por un tal Avellaneda. Había asegurado, antes, el buen Sancho: “Todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño”.
Y hasta cuando tiene un pie en el estribo, al dictar su testamento incluye el cuerdo Alonso Quijano, ya curado de la enfermedad de la locura pero enfermo de muerte por melancolía, una cláusula en la que aconseja a sus albaceas pidan al autor de esa segunda parte falsa que “perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto de esta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos”.
¿Se pensará que Cervantes puso así en su lugar al Quijote de Avellaneda? Lo agregó a su juego, podría afirmarse. Mas con su insistido rechazo, también parece Cervantes darle carta de autenticidad al apócrifo.
Al detenerse en este tema, en su Viaje alrededor de El Quijote (FCE, 2004) concluye Fernando del Paso que hace ya cuatro siglos el don Quijote verdadero de Cervantes triunfó sobre el don Quijote apócrifo de Avellaneda: “Aunque siempre, también, lo seguirá, de cerca, una sombra que no es la suya.” Lo que es acaso la verdad, y nada más que la verdad. Pero no toda la verdad.

Febrero 2005

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