EL FURIBUNDO DESVIRGADOR
Ojalá (es decir, si Alá así lo quiere) y el bullicio que se ha ido creando en estos meses en torno a Don Quijote (1605-1615), por el IV centenario de la publicación de la primera parte, sirva para que la novela de Miguel de Cervantes (1547-1616) abandone un poco esa rara esfera de ser un libro conocido y comentado por muchos, el gran lugar común de la literatura en lengua española, y se convierta en una obra leída. Mas el paso no es sencillo. El “respeto” suele jugar con dobleces, y en ocasiones parece el reconocimiento una estrategia más del aparato social para aislar al objeto artístico y condenarlo al museo o al estante.
Yo leí completo Don Quijote (y perdóneseme la primera persona, que es molesta cuando se abusa de ella) por vez primera entre los 17 y los 18 años, en el tránsito entre la preparatoria y la universidad, gracias a un taller abierto que impartía en esos años en el Palacio de Minería el refugiado español César Rodríguez Chicharro (1930-1984). Ignoro qué papel se le otorgue a este hombre en la crítica cervantina (no lo considera Ludovik Osterc en su Breve antología crítica del cervantismo —1992—, donde el mismo Osterc no obstante se incluye dos veces, abusando acaso de su labor como antólogo), y no tengo textos suyos impresos ni confiables referencias. Recuerdo el nombre, y tengo la imagen de un gran conversador que con su inevitable tono peninsular se divertía comentando la novela y alentándonos a no abandonarla.
Ahora que doy con las fechas de nacimiento y muerte de Rodríguez Chicharro, intento situar los tiempos de ese taller y pienso que se llevó a cabo, tal vez, en el verano de 1979 o de 1980, cuatro o cinco años antes de su fallecimiento. El método funcionaba: leíamos semana a semana tres o cuatro capítulos, que en las sesiones él nos ayudaba a analizar. Piénsese que fueron dos meses, con una clase semanal, ocho clases mínimo: llegamos a la cifra probable de treinta y dos capítulos leídos en comunión. Nos quedamos, quizá, en la venta con don Quijote durmiendo (antes de acometer los cueros de vino que él cree son el gigante enemigo de la falsa princesa Micomicona), y dispuestos los demás a escuchar la novela del Curioso impertinente, aquella historia de los florentinos Anselmo y Lotario, en donde el primero fuerza al amigo a seducir a su esposa Camila para probar la fidelidad de ella, y le construye un “sitio” (en el sentido bélico) difícil de sortear.
Ahí se hallan discursos como esto que le responde la doncella Leonela a su señora Camila: “porque el amor, según he oído decir, una veces vuela y otras anda; con éste corre y con aquél va despacio; a unos entibia y a otros abrasa; a unos hiere y a otros mata; en un mismo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquel mismo punto la acaba y concluye; por la mañana suele poner el cerco una fortaleza y a la noche la tiende rendida, porque no hay fuerza que le resista” (p. 353 de la edición conmemorativa).
A las cuatro eses que han de tener los enamorados (sabio, solo, solícito y secreto), Leonela suma un abecedario entero: agradecido, bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme, gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble, honesto (que pasa por la letra “o”), principal, quantioso, rico mas las eses que dicen, y luego tácito y verdadero. A la equis nada le encuentra, por ser letra áspera; la ye pasa por “i”, y la zeta será, al fin, de zelador de la honra.
Cargaba a ese taller literario un volumen de 15 por 24 y medio centímetros, seis y medio centímetros de grosor (donde cabían 872 páginas), en una edición en pasta dura de 1969 de Círculo de Lectores de Barcelona con un aparato crítico a cargo de José María Castro Calvo e ilustraciones de Gerhart Kraaz. Leí sin subrayar, tal vez porque entonces creía en la santidad de los libros o porque me dejé llevar por lo entretenido de la novela o porque no tenía esa costumbre de irrumpir con lapicero en mano.
Conseguí luego la más compacta edición de Aguilar, al cuidado de dos Justos: Justo García Soriano y Justo García Morales, con 136 ilustraciones y cuatro láminas fuera de texto; más tarde, los dos tomos de Obras completas de Cervantes, de la misma editorial, con recopilación, estudio preliminar, preámbulos y notas de Ángel Valbuena Prat. Y algo de crítica: la antología ensayística El Quijote de Cervantes (1980, aunque mi edición es de 1989), de George Haley; Sobre el Quijote y don Quijote de la Mancha (1991), ejercicios literario-filosóficos de Juan David García Baca; y las lecciones que sobre la novela impartió Vladimir Nabokov en la Universidad de Harvard...
Fue agradable leer en el Palacio de Minería Don Quijote con la guía si no de Nabokov sí de Rodríguez Chicharro, aunque sólo fuera para arrancar. El resto del viaje lo realizaba uno solo, o lo continuaba en una segunda parte del taller que a lo mejor (no lo sé de cierto) se realizó.
Rodríguez Chicharro se pitorreaba de los cervantistas que llevaban al extremo el asunto de la interpretación. Nos describió la aventura de la cueva de Montesinos siguiendo una postura psicoanalítica, y las malezas que a la boca de la cueva estaban y que don Quijote comenzó a derribar y cortar, “por cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos”, se convertían en un gigantesco himen y el caballero andante tornábase entonces un furibundo desvirgador, situación que a Rodríguez Chicharro le causaba profunda risa...
Valdría la pena emprender, por estos días, esa lectura acompañada de Don Quijote.
Enero 2005
Ojalá (es decir, si Alá así lo quiere) y el bullicio que se ha ido creando en estos meses en torno a Don Quijote (1605-1615), por el IV centenario de la publicación de la primera parte, sirva para que la novela de Miguel de Cervantes (1547-1616) abandone un poco esa rara esfera de ser un libro conocido y comentado por muchos, el gran lugar común de la literatura en lengua española, y se convierta en una obra leída. Mas el paso no es sencillo. El “respeto” suele jugar con dobleces, y en ocasiones parece el reconocimiento una estrategia más del aparato social para aislar al objeto artístico y condenarlo al museo o al estante.
Yo leí completo Don Quijote (y perdóneseme la primera persona, que es molesta cuando se abusa de ella) por vez primera entre los 17 y los 18 años, en el tránsito entre la preparatoria y la universidad, gracias a un taller abierto que impartía en esos años en el Palacio de Minería el refugiado español César Rodríguez Chicharro (1930-1984). Ignoro qué papel se le otorgue a este hombre en la crítica cervantina (no lo considera Ludovik Osterc en su Breve antología crítica del cervantismo —1992—, donde el mismo Osterc no obstante se incluye dos veces, abusando acaso de su labor como antólogo), y no tengo textos suyos impresos ni confiables referencias. Recuerdo el nombre, y tengo la imagen de un gran conversador que con su inevitable tono peninsular se divertía comentando la novela y alentándonos a no abandonarla.
Ahora que doy con las fechas de nacimiento y muerte de Rodríguez Chicharro, intento situar los tiempos de ese taller y pienso que se llevó a cabo, tal vez, en el verano de 1979 o de 1980, cuatro o cinco años antes de su fallecimiento. El método funcionaba: leíamos semana a semana tres o cuatro capítulos, que en las sesiones él nos ayudaba a analizar. Piénsese que fueron dos meses, con una clase semanal, ocho clases mínimo: llegamos a la cifra probable de treinta y dos capítulos leídos en comunión. Nos quedamos, quizá, en la venta con don Quijote durmiendo (antes de acometer los cueros de vino que él cree son el gigante enemigo de la falsa princesa Micomicona), y dispuestos los demás a escuchar la novela del Curioso impertinente, aquella historia de los florentinos Anselmo y Lotario, en donde el primero fuerza al amigo a seducir a su esposa Camila para probar la fidelidad de ella, y le construye un “sitio” (en el sentido bélico) difícil de sortear.
Ahí se hallan discursos como esto que le responde la doncella Leonela a su señora Camila: “porque el amor, según he oído decir, una veces vuela y otras anda; con éste corre y con aquél va despacio; a unos entibia y a otros abrasa; a unos hiere y a otros mata; en un mismo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquel mismo punto la acaba y concluye; por la mañana suele poner el cerco una fortaleza y a la noche la tiende rendida, porque no hay fuerza que le resista” (p. 353 de la edición conmemorativa).
A las cuatro eses que han de tener los enamorados (sabio, solo, solícito y secreto), Leonela suma un abecedario entero: agradecido, bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme, gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble, honesto (que pasa por la letra “o”), principal, quantioso, rico mas las eses que dicen, y luego tácito y verdadero. A la equis nada le encuentra, por ser letra áspera; la ye pasa por “i”, y la zeta será, al fin, de zelador de la honra.
Cargaba a ese taller literario un volumen de 15 por 24 y medio centímetros, seis y medio centímetros de grosor (donde cabían 872 páginas), en una edición en pasta dura de 1969 de Círculo de Lectores de Barcelona con un aparato crítico a cargo de José María Castro Calvo e ilustraciones de Gerhart Kraaz. Leí sin subrayar, tal vez porque entonces creía en la santidad de los libros o porque me dejé llevar por lo entretenido de la novela o porque no tenía esa costumbre de irrumpir con lapicero en mano.
Conseguí luego la más compacta edición de Aguilar, al cuidado de dos Justos: Justo García Soriano y Justo García Morales, con 136 ilustraciones y cuatro láminas fuera de texto; más tarde, los dos tomos de Obras completas de Cervantes, de la misma editorial, con recopilación, estudio preliminar, preámbulos y notas de Ángel Valbuena Prat. Y algo de crítica: la antología ensayística El Quijote de Cervantes (1980, aunque mi edición es de 1989), de George Haley; Sobre el Quijote y don Quijote de la Mancha (1991), ejercicios literario-filosóficos de Juan David García Baca; y las lecciones que sobre la novela impartió Vladimir Nabokov en la Universidad de Harvard...
Fue agradable leer en el Palacio de Minería Don Quijote con la guía si no de Nabokov sí de Rodríguez Chicharro, aunque sólo fuera para arrancar. El resto del viaje lo realizaba uno solo, o lo continuaba en una segunda parte del taller que a lo mejor (no lo sé de cierto) se realizó.
Rodríguez Chicharro se pitorreaba de los cervantistas que llevaban al extremo el asunto de la interpretación. Nos describió la aventura de la cueva de Montesinos siguiendo una postura psicoanalítica, y las malezas que a la boca de la cueva estaban y que don Quijote comenzó a derribar y cortar, “por cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos”, se convertían en un gigantesco himen y el caballero andante tornábase entonces un furibundo desvirgador, situación que a Rodríguez Chicharro le causaba profunda risa...
Valdría la pena emprender, por estos días, esa lectura acompañada de Don Quijote.
Enero 2005
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