martes, enero 11, 2005

ENEMIGA SIEMPRE MÍA

Hace poco una agencia de noticias celebró, a propósito del IV Centenario de la primera parte de Don Quijote (1605), la “perfección” de la novela de Miguel de Cervantes, calificativo apresurado que debe revisarse. Habría que preguntar al redactor de esa nota cómo llegó a tal disparate cuando incluso los cervantistas más devotos no son miopes a la hora de señalar las continuas distracciones de la obra, por ejemplo en ese asunto del rucio de Sancho Panza (que le roba y no Ginés de Pasamonte y el escudero monta, luego, sin haberlo recuperado, o no monta sin haberlo perdido). En una segunda impresión Cervantes quiso corregir el tuerto del asno, pero lo dejó más torcido de lo que estaba, como podrá enterarse quien lea la nota complementaria (páginas 1107 a 1111) del volumen conmemorativo.
La imperfección de Don Quijote es, precisamente, una de sus mayores virtudes. Juzgarla en contrario implica un afán por santificarla, condenarla al templo, alejándola así de la sala de lectura para llevarla a los altares. ¿Quién va a entusiasmarse con un libro al que no le sobra ni le falta una coma? ¿Y qué van a pensar los nuevos lectores cuando se percaten de que las notas a pie de página le señalan serios y múltiples yerros a tan perfectísima novela? Habrá que acostumbrarse por estos días a eso, a que quien no ha leído Don Quijote (y no la tiene siquiera en su lista de propósitos de año nuevo) la juzgue y la aplauda con esa rara admiración nacida del desconocimiento y, peor aún, de la prisa por desprenderse de ella.
En su tiempo una de las críticas a la primera parte de Don Quijote fue que se llegaba a un punto donde menguaban las aventuras del hidalgo y su fiel Sancho y ambos se convertían en testigos de otras historias: la del estudiante Grisóstomo y la pastora Marcela, la de Cardenio y Luscinda, de Dorotea y don Fernando, del cautivo y Zoraida o la novela del “Curioso impertinente”, relatos que atienden la relación de pareja, o el triángulo sentimental, y de los que puede extraerse, no obstante, un peculiar discurso amoroso.
Aparece, en primer término, el cuento de Gritóstomo, “muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela”, a quien el estudiante canta de este modo: “Yo muero, en fin, y porque nunca espere/ buen suceso en la muerte ni en la vida,/ pertinaz estaré en mi fantasía./ Diré que va acertado el que bien quiere,/ y que es más libre el alma más rendida/ a la de amor antigua tiranía./ Diré que la enemiga siempre mía/ hermosa el alma como el cuerpo tiene,/ y que el olvido de mi culpa nace,/ y que, en fe de los males que nos hace,/ amor su imperio en justa paz mantiene”.
Páginas atrás, y un poco alentado por su conocimiento del romance trágico de Grisóstomo, también el caballero andante nombra a su Dulcinea “la dulce mi enemiga”, de lo cual el especialista Francisco Rico aclara que llamar así a la dama, como enemiga, es un motivo característico del amor cortés, en la tradición de los trovadores provenzales y Petrarca.
Pero la pastora Marcela acude al entierro del estudiante para “dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan”, y lo hace de modo convicente al defender una soledad elegida por ella: “A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno el fin de ninguno de ellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad”.
Un amor similar al que Grisóstomo tiene por Marcela, y que lo lleva a la tumba, es el de don Quijote para con Dulcinea, cuya fermosura y donaire son exaltados por el hidalgo pese a que en realidad, en palabras de Sancho, se trata de Aldonza Lorenzo, una “moza de chapa, hecha y derecha de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviera por señora”, es decir robusta y fortachona.
Don Quijote envía con Sancho una carta amorosa, que éste olvida en un cuaderno e intenta recrear. Donde uno escribe “Soberana y alta señora”, para el otro es “Alta y sobajada señora”... Mas la dicha carta es interceptada por el cura y el barbero junto con el mensajero, que aseguraba saberla de memoria. Cuando vuelve con su señor, Sancho no miente en cuanto a si la llevaba (puesto que el cuaderno se lo quedó don Quijote), pero sí en que llegó a donde estaba Dulcinea y transmitió el mensaje, tal como él mismo se lo dictó a un sacristán, y que ella le dijo: “Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está”.
Sancho ajusta en su mentira lo que conoce de Aldonza Lorenzo con lo que cree don Quijote que debe ser ella, y la diseña para que las dos partes queden conformes: la gentil Dulcinea destruye la carta porque no sabe leer, y se conforma con lo que el escudero le ha dicho del amor que le tiene el hidalgo... Don Quijote es lúcido en aquello que no tenga relación directa con su locura, y entiende las razones de Marcela cuando se defiende de quienes la acusan de haber provocado la muerte de Grisóstomo, pero no sabría comprender a su dulce enemiga Aldonza Lorenzo, ajena ella a los lances que ese inverosímil caballero, “ferido de punta de ausencia”, dice efectuar en su honor, y ajena de igual modo a sus imperfectos amores.

Enero 2005

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