miércoles, enero 26, 2005

ENTRE BURLAS Y VERAS

La peor batalla que libran don Quijote y Sancho Panza es el escarnio. A éste los somete Miguel de Cervantes en la segunda parte de la novela, cuando arriban los protagonistas a la casa de campo de los duques y se vuelven, caballero andante y escudero, pasto de sofisticadas e hirientes bromas.
Entre tantas y tan prestigiadas lecturas que ha tenido Don Quijote (1605-1615), ya se ha marcado, por supuesto, el cambio de mirada que se da entre el primer libro y el segundo. En ambos, por ejemplo, es importante la idea de la representación, pero con distinto matiz en sus intenciones. En Sierra Morena y en la venta se crea una fábula de encantamiento en torno del hidalgo para poder devolverlo a su casa, y se confia en que con el descanso y el paso de los días entrará él en razón. El fingimiento tiene, pues, razones curativas.
Todavía le ocurre al bachiller Sansón Carrasco que se disfraza del Caballero de los Espejos con el excéntrico plan de enfrentar a don Quijote, seguro de vencerlo y obligarlo, así, a que deje las armas... pero fracasa.
Luego, don Quijote obtiene el respeto de don Diego Miranda, que lo ve retar a un león distraído (donde se dice aquello de “¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas?”, de cita frecuente por quienes van a tener una dura disputa) y lo juzga como un cuerdo loco o un loco que tiraba a cuerdo, pues “lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto”. También se le llama “loco bizarro” o un entreverado loco “lleno de lúcidos intervalos”. Incluso maese Pedro, que no es otro que Ginés de Pasamonte, se percata de que don Quijote a ratos “izquierdeaba”. Es decir, la percepción de su triste figura acepta tal vaivén crítico, y el filtro o la balanza es el asombro.
Los duques, en cambio, ya están prevenidos, pues leyeron esa historia que anda impresa con el título Del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, lo que significa que saben lo ocurrido en las dos salidas anteriores del manchego. Con ese antecedente, deciden seguir el humor y conceder con él en cuanto les dijera, tratándole como caballero andante “los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun les eran muy aficionados”. Y aquel de su llegada a la casa de los duques, dice el narrador (sea Cide Hamete o el traductor de la historia o el propio Cervantes), “fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mismo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos”.
Cae don Quijote, así, en la trampa de su propia locura al tener como anfitriones a unos desquiciados que lo utilizan, junto con Sancho, para su solaz y esparcimiento, bajo el lema de cada día “hacer una burla a don Quijote que fuese famosa y viniese bien con el estilo caballeresco”, y para quienes el interés principal es la mofa.
El laberinto es complejo, y sus partes no son del todo claras. Un posible armado es el siguiente: Miguel de Cervantes firma un libro en donde se recupera, y traduce, un original de Cide Hamete Benengeli que narra la historia de un hidalgo que de tanto leer libros de caballerías se convierte a la profesión de las armas y se hace llamar Don Quijote de la Mancha. A pocos meses, una primera parte de la historia circula impresa en España y otros países, y de ella tienen noticia los implicados, vía el bachiller Sansón Carrasco, y tal sorpresa de la fama hace que don Quijote y Sancho salgan una vez más en busca de aventuras, y se encuentran en el camino con lectores de la novela quienes, atentos a su simpleza o su locura, deciden construirles sofisticadas farsas...
Para terminar por mirarse en el espejo debía haber, me parece, un momento en el que don Quijote o Sancho tuvieran en sus manos algún ejemplar de la edición de 1605 o posteriores. Mas uno, el escudero, no sabría leerlo, aunque se jacta de ser el mismo Sancho Panza “que anda ya en libros por ese mundo adelante”. Y don Quijote sólo piensa de ese tomo que algún sabio, ya amigo o enemigo, por arte de encantamiento habría dado a la estampa su historia; y le desconsuela saber que su autor era moro, según aquel nombre de Cide, “y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas”.
No lee don Quijote la novela de su locura, aunque sabe de ella. Otros la conocen, y modifican la realidad de tal modo que se parezca a lo que ha podido imaginar, unos para intentar salvarlo, otros para jugar su juego y divertirse con él, convirtiendo esa visión trastornada en cruel pesadilla.
El narrador irlandés Laurence Sterne tenía dos libros de cabecera: uno era Don Quijote y el otro la Anatomía de la melancolía (1621), de Robert Burton (1576-1639), que son quizá asomos a lo mismo. En la Anatomía se refiere el caso de uno que se imagina hecho de vidrio y teme que alguien se acerque y pueda quebrar su nueva materia corpórea, por lo que se colige que Burton leyó El licenciado Vidriera (1604) o supo de esa novela... Apunta Sergio Fernández, por cierto, que el gran tema de Cervantes es la enfermedad. Y, así, el epitafio de Robert Burton podría aplicarse muy bien a un don Quijote hoy cuatricentenario, no enfermo imaginario sino enfermo por la imaginación: “Su vida y su muerte consagradas a la melancolía”. Vale.

Enero 2005

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