lunes, marzo 07, 2005

LAS FRONTERAS DEL DIABLO

Producto típico de la fábrica hollywoodense es el filme Constantine (2005), basado en la historieta para adultos Hellblazer. Lo primero a lamentar es que en el paso del cómic a la pantalla se haya perdido el público maduro, pues los productores calcularon que con ese perfil la cinta habría tenido una distribución limitada y, en consecuencia, una notable merma en las ganancias. Esto implicó una primera renuncia al original. ¿Cómo es que un cómic hard puede convertirse en una ligera ficción para adolescentes?
Lo otro es el posible error de casting (o miscast) que significa haberle dado el papel de John Constantine a Keanu Reeves, cuya presencia (o ausencia activa) en la saga Matrix de los Wachowski no termina aún por olvidarse, y que vuelve a lo mismo: la lucha entre humanos y robots tiene su correspondencia en esta guerra entre Dios y el Diablo; y Constantine, como Neo, es uno de los elegidos para definir una batalla que parece crucial, con un Cristo posmoderno cuyo sacrificio lleva a las fuerzas en pugna a encontrar nuevo equilibrio... (Cosa curiosa: en ambos enfrentamientos, con Lucifer o el señor Smith, el protagonista tiene la humorada de hacer con la diestra un gesto obsceno que ya se está volviendo el sello de Reeves, su triste momento estelar.)
Los seguidores de la historieta hubieran agradecido la elección del cantante británico Sting, que es el modelo gráfico de John Constantine, pero se optó por lo aparentemente seguro y de esa manera se volvió a filmar Matrix con un discurso no filosófico-cibernético sino teológico-migratorio. De hecho, en el desenlace del circo de los hermanos Wachowski el hacker Neo era ya caricatura de sí mismo, y en esta nueva entrega la parodia se eleva al cuadrado o a la décima potencia, con un héroe que también viste de negro y anda por ahí no para dar de baja programas desquiciados sino deportando diablillos ilegales con su ametralladora-crucifijo, inverosímil policía fronterizo que custodia el muro acuoso que separa la tierra del infierno.
Si en el largometraje tanto se insiste en el verbo “deportar”, llama la atención que al entrevistarse con la prensa tanto a los guionistas Kevin Brodbin y Frank Capello como al director Francis Lawrence les haya parecido disparatada esa lectura política tan claramente expuesta en la cinta. ¿Cómo se les ocurrió iniciar con un paisaje mexicano como cuna del mal y con un indígena poseído que cruza la frontera y a cuyo paso se derrumba la vida? ¿Por qué ambientar esa guerra teológica precisamente en los comercios latinos del centro de Los Ángeles? ¿Con qué intención ponen en boca de John Constantine esa frase graciosa que es preludio al ataque demoniaco, y de uso común en el sur de los Estados Unidos: “Caballeros, o se regresan o los deporto”? ¿Será que para estos artistas de la cinematografía México es el infierno, California la tierra y Washington el cielo que les tienen prometido?
Por alguna especie de ceguera divina, este súmmum teológico-migratorio es también puesto a un lado por un espectador atento a la fotografía, los efectos de sonido, los trucos generados por computadora o la peripecia argumental, lo cual tiene un efecto adormecedor: la imagen vence al entendimiento, seduce y apaga la crítica. Además, los medios impresos y electrónicos relacionados con la industria del espectáculo imponen día a día esa inercia de lo que debe ser percibido sólo formalmente, y en este caso fijarían como parámetros la brillantez de la puesta en escena, la belleza de la actriz británica Rachel Weisz o la impasibilidad de Keanu Reeves, por ejemplo. Y se juzga al todo por sus partes.
Con el escudo del glamour y lo espectacular, Hollywood globaliza el enceguecimiento, vuelve comunes sus tortuosos fantasmas; pocos rechazan el juego simbólico porque “no lo ven”. Incluso los hacedores del filme parecen no darse cuenta de lo que se pone en movimiento, porque son artesanos y fabricaron su montaña rusa. Siguen las reglas industriales: algo que sorprenda al principio, después un descanso, enseguida una caída leve, otra más pronunciada... Y el gran final, con vistosos disfraces o sofisticados trucos cibernéticos.
El cinéfilo asume la película con el mismo ánimo de quien va a pasar un buen rato, del que sólo busca divertirse con un entretenimiento inocuo y que acaso esta vez no le satisfaga pues el parque de diversiones tiene tema religioso, la lucha de ángeles y demonios, y un trasfondo de reacomodos limítrofes entre el primer mundo y sus vecinos pobres. Habría que ser cristiano devoto para inquietarse con ese Lucifer trasnochado, o ciudadano wasp para temer a la amenaza sureña sobre la que tanto alerta Constantine.
¿Será que se trata nada más de un filme desafortunado y no habría que tomarlo en serio? Uno de los rasgos del efecto cinematográfico es que actúa sobre el inconsciente. El rito de ver una película imita la actividad onírica: cuando las luces se apagan es como si los párpados se cerraran. De la oscuridad surgen imágenes que son atisbos de miedos inescrutables y mediante el análisis ulterior, diría Freud, puede resolverse el enigma, el misterio que está detrás de la representación... O su mensaje último.
Sólo que el sueño de Hollywood no es nuestro sueño, aunque a veces así lo parezca.

Marzo 2005

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