jueves, febrero 10, 2005

LA LUNA OLVIDÓ A HAMLET

Febrero era un mes que agradaba a James Joyce (1882-1941), sobre todo porque el día dos era su cumpleaños. Cuando había un libro en puerta, intentaban él y sus editores que estuviera listo para esas fechas. En 1922, por ejemplo, Sylvia Beach le entregó el dos de febrero la primera copia de Ulises, que muy pronto agotó sus mil ejemplares; en 1939, a media fiesta el propio Joyce mostró a sus amigos el tomo impreso por Faber and Faber de Finnegans Wake que le acababa de llegar a París, y Helen, la esposa de su hijo George, mandó a hacer un pastel con reproducciones en miniatura de sus siete títulos (tres novelas, un libro de cuentos, una obra de teatro y dos poemarios), por orden de tamaño y con el color exacto de los originales. Nora, mujer del autor irlandés, presumió entonces un anillo, regalo del marido, con una aguamarina como símbolo del río Liffey que atraviesa Dublín y tanta presencia tiene en el Finnegans con esa Anna Livia Plurabelle transformada, en el diálogo de dos mujeres que lavan en la orilla ropa ajena, es decir chismorrean, transformada, pues, en Anna Liffey : “O, tell me all about Anna Livia! I want to hear all about Anna Liva. Well, you know Anna Livia? Yes, of course, we all know Anna Livia. Tell me all. Tell me know. You’ll die when you’re hear…”
En este febrero, al cumplir Joyce la improbable aunque cabalística edad de 123 años, habría acaso hecho un balance de los festejos por el centenario del Bloomsday en el 2004, celebración hasta cierto punto “ficticia” porque se recordó la jornada en que ocurre una novela, el 16 de junio de 1904, que es el día del Ulises, mas no el aniversario de su publicación. ¿Ganó Joyce con ese ruido tres o cuatro nuevos y buenos lectores? Y probablemente habría presumido ahora a sus invitados un ligero ejemplar azul venido de otras tierras, con “Las tres gracias” de Jacopo Carruci en la tapa y escrito en español, con el título Mujeres de Babel y dos subtítulos distintos: según la portada, Voluptuosidad y frenesí verbal en James Joyce; y como aparece en interiores, La experiencia leída. De un R. H. Moreno-Durán que por las iniciales del nombre podría ser asociado con H. C. Earwicker, el marido de Anna Livia. Colombiano aquél, para mayores señas. Y coedición, el libro, de Taurus de Bogotá y la Universidad Nacional Autónoma de México.
No ha tenido mayor suerte el tomo en parte porque fue impreso en agosto del 2004, ya pasado el centenario del Bloomsday y su euforia mediática, y en parte acá porque sólo llegaron quinietos libros que fueron repartidos por diciembre, casi en sigilo, en las librerías Gandhi.
¿Merecería un mejor recibimiento? No es mucho lo que se ha escrito en nuestro idioma en torno a James Joyce. Hay un par de trabajos de iniciación a la obra (uno de José María Valverde de 1982, otro de Arturo Marcelo Pascual de 2001), dos meritorios ensayos de Esther Cohen Dabah (Ulises o la crítica de la vida cotidiana, 1983; La cicatriz y la pasión: el monólogo de Molly Bloom, 1985), la transparente y erudita Casa Ulises (2003) de Julián Ríos... Y nada más. O sí: este de R. H. Moreno-Durán, en varios sentidos destemplado.
El autor colombiano ha puesto una trampa a sus lectores: hace aparecer como orgánico algo que se siente disperso. A lo largo de su carrera ha debido escribir sobre Joyce, sea por alguna fecha cumplida o por la aparición de nuevas traducciones, y en algún momento esos artículos o reseñas se le antojaron como conjuntables, y en el ejercicio de llevar esto a cabo pensó que había textos que juntos podrían funcionar como capítulos y... El tejido, sin embargo, se volvió telaraña. O en el apresurado tejer y destejer a la Penélope homérica se le arruinaron los hilos del discurso para terminar entre manos con una prenda muy desprendida, casi informe: se comentan así El guardián de mi hermano, de Stanislaus Joyce, que editó Fabril de Buenos Aires en 1968; o las Cartas de amor a Nora Barnacle, publicadas en México por Premiá; o las Epifanías recopiladas por David Haymam en Barcelona para Montesinos en 1996... O, lo que es incomprensible, ese Finnegans Wake que arrojó la editorial Lumen en 1993, compendió o versión de Víctor Pozanco que en Álbum de Babel (1995) califica Julián Ríos como un “compendio de disparates”.
En cuanto a ese falsete de Pozanco, Moreno-Durán se hace una pregunta oportuna: “¿Estamos ante una versión o un compendio del libro de Joyce?”, que lo lleva a otra: “¿cómo y para qué traducir un libro escrito en todas las lenguas?”, y a una más: “¿Cómo penetrar en la torre de Babel y, además, en medio de un sueño que discurre en un ‘presente eterno’?” Para salirse quizá por la tangente y no responder a lo primero: ¿ante qué estamos con el Finnegans Wake de Lumen? Lo glosa o lo desglosa como si fuera el original, colocando en un sitio que no le corresponde a un compendio o versión o traducción tan mal hecho (y, por cierto, ya fuera de catálogo).
Tales ligerezas desvían algo que se antojaba válido, y que a ratos se cumple: rastrear el asunto femenino en la obra de James Joyce, bien sea esa “carne que monologa al ritmo de la sangre en Molly Bloom”, o esa otra “carne que se verbaliza y fluye como un río en Anna Livia Plurabelle”.
En Ulises el drama de Stephen Dedalus es que ha perdido a la madre: la luna se olvidó de él, como dice Shakespeare de Hamlet. En paralelo con su personaje, ese junio de 1904 James Joyce andaba en las mismas, pero entonces conoció a Nora Barnacle: la mujer, sin duda, ata y desata a la vez su escritura.

Febrero 2005

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