sábado, marzo 05, 2005

HOLLYWOOD Y LAS GATIMELÓDICAS

Otra de las metamorfosis asombrosas que ha hecho Hollywood con el “séptimo arte” —además de volverlo producto meramente comercial y máquina de mensajes políticos, y de esterilizar así las búsquedas estéticas—, es convertir a las películas en largos y sofisticados anuncios publicitarios. Pocos filmes escapan de esa calificación. Incluso una cinta tan respetable como Blade Runner (1982), de Ridley Scott, tiene sus patrocinadores: Coca-Cola al comienzo, con un gran monitor en donde una geisha recomienda la bebida; Atari a medio largometraje, cuando Rick Deckard (Harrison Ford) anda a la caza de replicantes por las calles de esa ciudad de Los Ángeles del futuro; y al final, en la entrañable secuencia de la azotea, en que aparece como fondo un espectacular luminoso de TDK.
Desde esa perspectiva, adquiere nuevos sentidos el discurso del androide Roy Baty (Rutger Hauer) antes de morir: “He visto cosas que los humanos ni se imaginan...”, pues no sólo seguimos la trama sino que, acaso sin darnos cuenta, estamos siendo adiestrados para convertirnos no en robots sino en obedientes consumidores.
Tómense algunos títulos al azar y obsérvense desde el punto de vista de su mensaje comercial: en la comedia Lo que ellas quieren (Wath Women Want, 2000) se cuenta paso a paso cómo se origina la campaña publicitaria de una muy conocida marca de accesorios deportivos; en Alien contra Depredador (Alien Vs. Predator, 2004), un arqueólogo encuentra en sus excavaciones en Teotihuacán la tapa antigua de un refresco y la convierte en amuleto; en Constantine (2005), al exorcista que interpreta Keanu Reeves le llama la atención en su paseo nocturno el anuncio de una camioneta y detiene en él la mirada unos segundos...
Una cinta que debió haber sido reconocida en su tiempo por sus aportaciones en el campo del comercial extendido, y que injustamente no fue considerada para los premios Oscar de ese año, es Josie y las Gatimelódicas (Josie and the Pussycats, 2001), que no deja cuadro sin anuncio. Se trata, probablemente, de la película con más publicidad en la historia del cine. Cada escena tiene sus respectivos anunciantes, por lo que se pegan logotipos de las firmas patrocinadoras en los sitios más singulares: si las chicas del grupo gatuno-musical viajan en una avioneta, el interior muestra calcomanías de una cadena estadounidense de supermercados; si están en la habitación de un hotel, las alfombras lucen estampas de una marca de cosméticos y hay pegotes de esa firma en los cristales de las ventas; si una de estas adolescentes aspirantes a roqueras se ducha, hay calcomanías de un conocido negocio de hamburguesas en su entorno y su delicada esponja de baño se asemeja a unas papas a la francesa metidas en su cajita roja con una estilizada eme amarilla; cuando hay algún pleito físico contra los malos, se hacen tomas en contrapicada para que destaque el tapete del anunciante de esa secuencia.
Lo curioso es que el filme trata de los mensajes subliminales, de cómo son colocados como oculta pista de fondo en insulsas canciones pop; y las inocentes chicas del grupo musical descubren ese plan malévolo y lo combaten. Pero fracasan, pues el largometraje protagonizado por ellas sirve a unos amos todavía más poderosos.
La estrategia se ha vuelto universal: en una película mexicana reciente, Temporada de patos (2004), se publicitan consolas y juegos de video, pizzerías, dulces y un refresco de agua carbonatada... Cada personaje tiene algo que vender, y con ello se pierde acaso su posible eficacia dramática al ser transformados en espectaculares móviles. Si en Estados Unidos los argumentos a este respecto se dan en torno a que simplemente se están haciendo negocios (y que el comercio es el fin último de todo lo que se produce), en México se retuerce la margarita: se alega que contratar anunciantes es una forma válida para que los directores puedan seguir filmando y realizar su “obra personal”, pues de otro modo tendrían que buscar un oficio diferente y nuestro cine se vendría abajo... ¿Qué tan personal puede ser una ficción que ha sido agredida de esa manera por la publicidad?, ¿no es esa otra forma de que el cine de México continúe su caída libre?
Se actúa por espejeo, como ha ocurrido tantas veces: lo que se hace del otro lado del río Bravo es aplicado acá sin considerar las pérdidas que en el proceso sufre, en uno y otro país, el arte cinematográfico.
En los años sesenta, Herbert Marcuse describía a las sociedades industriales como un mundo regido por la abrumadora necesidad de producir y consumir el derroche; la necesidad de un trabajo embrutecedor y modos de descanso que alivien y prolonguen ese embrutecimiento; la necesidad de mantener libertades engañosas tales como la libre competencia a precios administrados, una prensa libre que se autocensura, una libertad de escoger entre marcas de fábrica y artefactos... En ese contexto podemos ubicar el papel del cine de empresa, que es fábrica no de sueños sino de consumidores.
Triste es decirlo: en nuestro tiempo unidimensional, cuando se va al cine la mayor parte de las veces ya no ve uno cine sino publicidad o propaganda política, o una mezcla rara de anuncios, discurso político y ficciones mal dispuestas. Y el espectáculo cinematográfico se torna así un pasmoso trompe-l’oeil, aletargante engaño a la vista.

Marzo 2005

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