martes, abril 26, 2005

LA CEGADORA PRISA

Qué curioso: casi puntualmente, la realidad se ha ido pareciendo a la ciencia-ficción, sobre todo a aquellas novelas que se escribieron entre los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Ahí está George Orwell con 1984 (1949), y la trivialización actual de la imagen del Gran Hermano; ahí está Ray Bradbury y Fahrenheit 451 (1953), en donde el autor imagina un tiempo en el que los monitores sustituyen a los libros en los hogares —como propone el comercial prodigioso que se difunde por estos días— y las universidades se olvidan de las carreras de “humanidades” para dar preferencia a lo técnico, como parte de un mismo impulso: forjar mano de obra, no mentes críticas.
Se pregunta Guy Montag, el personaje de Bradbury: “¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?” De momento no tiene respuestas, pero está ya en el proceso de encontrarlas. También se dirá más adelante: “Por qué he de leer yo? ¿Para qué?” Y llegará a una conclusión parcial: “Quizá los libros puedan sacarnos a medias del agujero. Tal vez pudieran impedirnos que cometiéramos los mismos funestos errores”.
El jefe de Montag en la estación de bomberos (cuando esa actividad se dedica no a apagar incendios sino a la quema de libros), de apellido Beatty, le describe un mundo que puede ser también éste en el que ya vivimos: “Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado, o cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralo de datos no combustibles, lánzales encima tantos ‘hechos’ que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse”.
Esto es acaso internet: un medio que parece contenerlo todo, que parece decirlo todo, aunque de modo virtual, y nos hace sentir como casi obsoleta esa pieza de museo que empieza a ser ya el libro, y uno de cuyos valores está, como aprenderá luego el mismo Montag, en su consistencia física, en que tiene poros y facciones: no una imagen en el monitor sino signos impresos en una página blanca.
En Fahrenheit 451, hay televisores de cuatro paredes en los que se interactúa con “familia” o “parientes” irreales. No hay en las casas espacios de silencio y reflexión. En los transportes colectivos se escuchan tonadas simples y persistentes, que son anuncios publicitarios y no dejan que la mente divague. Los automóviles tienen velocidades mínimas de 80 kilómetros por hora, pues la prisa es regla social básica... La “cegadora prisa”, le llamará, en su “Defensa de la lectura”, el poeta español Pedro Salinas, en un tomo aparecido un año después que la novela de Bradbury —El defensor (1954)—, afín en cuanto a sus inquietudes con la ficción científica y donde entre otras cosas se discute el agobio del tiempo o la falta de tiempo que dice padecer el individuo contemporáneo.
En la novela, se somete a los libros a procesos de reducción severos antes de llevarlos a los 451 grados Fahrenheit: Hamlet, de William Shakespeare, se vuelve, primero, una cuartilla, luego un párrafo, y termina siendo la ficha de dos líneas en un tomo único. Eso será lo que quede al fin de la pieza dramática. En el ensayo, se ríe Pedro Salinas de la existencia de un Don Quijote de diez minutos, y cita las serias conclusiones de un proyecto realizado por un grupo de notables catedráticos de la Universidad de Harvard, quienes aseguraban que “se necesitan versiones de las grandes obras limpias de dificultades innecesarias e infructuosas, y que merced a una obra de resumen y refactura se hagan más accesibles a los lectores”.
El futuro no era, entonces, el ámbito de Fahrenheit 451; lo era, también, su presente, en la ceguera de esos académicos citados por Pedro Salinas que, por reflejo, en la novela terminarán refugiándose en los bosques, sin empleo y lejos de las ciudades, dedicados a preservar cada uno en su memoria alguna obra de su especialidad. Al huir de la “civilización”, Montag los hallará como vagabundos. “Yo soy La República de Platón”, dice uno, que identifica enseguida a los demás: “Quiero presentarle a Jonathan Swift, el autor de ese malicioso libro político, Los viajes de Gulliver. Y este otro sujeto es Charles Darwin, y aquél es Schopenhauer, y aquél, Einstein, y el que está junto a mí es Mr. Albert Schweitzer, un filósofo muy agradable, desde luego. Aquí estamos todos, Montag: Aristófanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y también somos Mateo, Marco, Lucas y Juan”.
Ante el acoso y la destrucción del libro, estos seres se dan a la tarea de memorizar el mayor número posible de escritos (y se vuelven ellos sobrecubiertas, los forros que contienen a la letra), a la espera de tiempos mejores en que sea posible llevarlos de nuevo al papel.
Distingue Pedro Salinas entre lectores y leedores. Uno, el leedor, está apurado, busca información rápida; el otro quiere saber, necesita entender la vida a su ritmo. Posiblemente lo que ocurra es que internet forma leedores, ágiles navegantes en la carretera de la información, pero no lectores, por lo que no debe considerarse a una actividad como sustituta de la otra: ¿por qué no internet y libros, es decir: ambas cosas a la vez?

Abril 2005

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