martes, abril 26, 2005

Y EL LIBRO, ¿NO LA LIBRA?

Un prodigioso comercial televisivo pinta, más o menos, el panorama siguiente: para acceder al conocimiento y a la información, antes era necesario tener en casa (horror) incómodas bibliotecas; ahora la internet vuelve obsoleto ese paisaje hogareño.
Adiós, entonces, a los libros. Quien aún tenga algunos volúmenes podría conservar un par como reliquia de otros tiempos (una Biblia, tal vez; y un Don Quijote, acaso), y los demás llevarlos a librerías de viejo, en donde recibirá alguna cantidad modesta a invertir en el enganche de la computadora... porque sin computadora no hay internet.
O, si se quiere ser espectacular, podría quemar esos ladrillitos de papel comprados décadas atrás o recibidos como herencia (cuando se creía que eran valiosos): hacer, entre vecinos, una fogata como despedida de la letra impresa, un poco a la manera de Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury, esa novelita de ciencia-ficción leída en el siglo pasado, en la antigüedad, y cuyo destino inevitable será el fuego.
Quien lo hiciera, sentiría con el personaje de Bradbury ese placer especial de ver las cosas consumidas, la sangre le palpitaría en la cabeza y sus manos serían las de “un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y las ruinas de la Historia”. Y exclamaría, con el bombero Guy Montag: “¡Es estupendo quemar!”
No obstante, el gobierno del Distrito Federal debería otorgar un permiso especial para las fogatas, por el riesgo de que provoquen un panorama neblinoso (o humoso) similar al de la Navidad o el año nuevo... Pero como se trata de quemar libros, la Asamblea (en esta realidad próxima futura, formada en su mayoría por políticos derechistas y empresarios, pues la izquierda habría sido desaforada) aprobaría por unanimidad esa ceremonia ritual en la que se daría muerte al pasado para recibir en pleno a la modernidad. Habría programas de sustitución de bibliotecas por salas cibernéticas. A los pocos editores que se obstinaran en seguir arrojando libros al mundo (¡si ya tenemos internet!), se les aplicarían impuestos sobre impuestos; y estaría penado, claro, hacer papel con madera o similares, por el daño ecológico que ello representa.
Se quemaría por lotes de géneros (historia, crítica literaria, novela, poesía, ciencias sociales, física) o autores, como en Fahrenheit 451, donde el lunes se incinera a Millay, el miércoles a Whitman y el viernes a Faulkner. Podría dedicarse el martes a Rulfo, el jueves a Paz, el sábado a Fuentes... Y el domingo a nadie, pues se descansa.
¡Para qué tener libros en casa si ya existe internet! Es una certeza simple, y hasta parece revestida de inocencia. Al vuelo, revira alguien: ¡para qué quiero internet si tengo libros en casa! La trampa, en tal caso, está en el carácter excluyente de ambas sentencias, y del pensamiento que viene detrás, como si una cosa tuviera que sustituir necesariamente a la otra, como si el plástico hubiera reemplazado a la tela, la pluma al lápiz, la televisión a la radio y aquella al cine, etcétera.
En España a la computadora le llaman ordenador porque es eso, una herramienta que sirve para tener ordenadas ciertas cosas de la vida. En minutos se tiene acceso a datos que, de otro modo, tardaría uno semanas o meses en obtenerlos. Hasta ahí en cuanto a sus virtudes. Pero cansa leer en un monitor, que es una fuente luminosa directa; leer toda una novela, el mismo Don Quijote, por ejemplo, dejaría al que lo intente no solamente loco de imaginación sino también ciego de ventanas. Y podrían ocurrir innúmeros accidentes (se va la luz, se dañan el hardware o el software por un virus), por lo que eso que creía tenerse en la pantalla se desvanece, como si nunca hubiera existido, para tornarse de veras virtual.
Para que la computadora sustituya al libro habría que mejorarla muchísimo: que no fuera un aparato sujeto a accidentes mecánicos; que en lugar de pantalla tuviera hojas de papel fijas, conservables... Habría que convertir a las computadoras, pues, en libros. Y vuelta a empezar.
Además del anuncio prodigioso, otras dos cosas se han dicho del libro por estos días. Una es que los japoneses están leyendo novelas en las pantallas del teléfono celular, lo que para los atentos a los avances representa el siguiente peldaño en la evolución del hombre, cuando puede ser sólo una (absurda) moda más, y como toda moda, pasajera en tránsito de extinción.
Y lo segundo es la contrastante reacción pública ante el anuncio de que el gobierno de la República gastaría algo así como 60 millones de pesos para regalar a los maestros en su día (que será el 15 de mayo) la edición conmemorativa, del IV Centenario, de Don Quijote de la Mancha, avalada por la Real Academia, y a la que no sé si ha habido tiempo de corregir algunas erratas: en uno de los artículos finales, en la sección de especialistas, en el textito de José Antonio Pascual sobre “Los registros lingüísticos del Quijote”, hay un poco académico (y casi imperdonable) “de el” que debería ser “del” (página 1134), y un “Pero” que es “Pedro” (página 1135). Lo inverosímil es que el quijotazo venga de Vicente Fox, hombre de poquísimas lecturas, al que se podría aplicar aquel chiste de cuando a Ronald Reagan se le quemó su biblioteca, accidente que lo dejó muy atribulado pues de los tres libros que tenía, no había terminado de colorear uno de ellos.

Abril 2004

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