EL HOMBRE QUE NO LEE LIBROS
Leedor, describe Salinas (Pedro, poeta, ensayista y traductor español; no Carlos, el Innombrable); leedor, decía, es el estudiante que se desoja en víspera de examen sobre el libro de texto; es el profesor que trasnocha ante tratados, acopiando datos para su lección; la matrona que, parada junto al fogón, recita en voz alta las instrucciones coquinarias que conducen al suculento plato; el funcionario en retiro que demanda a las páginas del libro la mejor manera de invertir sus ahorros; o la dama, muy cursada ya en la treintena, que se retira al secreto de su tocador y corre renglón tras renglón en procura de experimentados avisos que le devuelvan sus gracias fugitivas...
Todos ellos y mil más, asegura Pedro Salinas en El defensor (1954; reeditado en el 2002 por Península), “no pasan de ser leedores”, porque no leen los libros sino los revisan, y obtienen de ellos datos útiles.
También son leedores, asegura, quienes emplean su tiempo en los diarios. Y cita, como apoyo, estas líneas del divulgador chino Lin Yu Tang: “Yo no llamo lectura, en absoluto, a la enorme cantidad de tiempo que se gasta en leer los periódicos”. Y serán leedores, definitivamente para Salinas, los aficionados a los muñequitos, es decir al cómic... Que era, por otro lado, un modo de expresión en crecimiento y se convirtió, con el avance del siglo, en sorprendentes “novelas gráficas”, cosa que este Salinas, fallecido en su exilio en Boston a principios de los años cincuenta, ya no pudo ver; por lo que acaso habría tenido que modificar su alegato en contra de las historietas:
“Comparo al aficionado a los muñequitos al denodado masticante de chicle, por cuanto ambos no ahorran esfuerzo ni tiempo en sendas operaciones que parecen las dos dirigidas al noble menester de la nutrición, ya corporal, ya del espíritu; cuando en realidad nada de provecho pasa al estómago del uno ni a la cabeza del otro, y los dos se hermanan en su posible comparanza con el desdichado animal que voltea y voltea la noria, sin que le importe que el pozo esté seco.”
Más adelante en su tomo ensayístico llamará al leedor de otra manera: analfabeto impuro o neoanalfabeto, definiéndolo como aquel que “libertado del tártaro del no saber leer no ha ascendido a las claras esferas del leer y se columpia como el alma de Garibay por los limbos intermedios”.
Las escuelas, por lo mismo, convierten a un analfabeto en neoanalfabeto, porque adquiere la capacidad de leer pero no la ejerce. Si un gobierno presume haber reducido el número de analfabetos no es garantía de mucho pues el asunto del qué va a leer no está resuelto, por lo que el poeta pide que se le dé a la lucha contra el analfabetismo una nueva gravedad.
Este Salinas lúcido y no complotista (Pedro, no Carlos), percibe la era moderna como un pacto infernal propuesto a los humanos por el demonio de las imágenes: “Entrégame tu facultad de leer, y yo, en canje, te colmaré de seductoras estampas en negro o en color, paradas o en movimiento; que ésa es la vida de verdad, vista con tus ojos y no interpretada a través de los embelecos de la letra”.
Lo que en cierta forma se ha cumplido en tanto que el mundo gira alrededor de monitores y pantallas (como lo vislumbró Bradbury en los mismos años cincuenta del siglo pasado), e incluso en diarios y revistas a la palabra impresa se le busca reducir a su mínima expresión, por supuestas nuevas tendencias del diseño gráfico que tienen como estandarte esa leyenda falaz del neoanalfabetismo según la cual una imagen dice más que mil palabras... Una imagen, sí, puede tener un efecto más profundo y, por lo mismo, es una mejor herramienta para la manipulación, de ahí que los poderes alienten los medios visuales por su propiedad hipnótica, aletargante; de ahí que Hollywood seduzca con el poder visual y sonoro (pantallas ampliadas, sonido Dolby), y ataque una y otra vez con la fuerza de la propaganda. Aunque el fenómeno cinematográfico no es reductible a la gran industria: hay toscos manipuladores de imagen como Steven Spielberg o George Lucas pero también artistas excepcionales como Andrei Tarkovsky o Ingmar Bergman.
Se forjan leedores o analfabetos impuros o neoanalfabetos... no lectores que, junto con el libro, son minoría o especies en peligro de extinción.
Este Salinas nombrable define al lector del modo más simple: es el que lee por leer, por el puro gusto de leer, por amor invencible al libro, por ganas de estarse con él horas y horas; por recreo de pasarse las tardes sintiendo correr, acompasados, los versos del libro, y las ondas del río en cuya margen se recuesta. “Ningún ánimo, en él, de sacar de lo que está leyendo ganancia material, ascensos, dineros, noticias concretas que lo aúpen en la social escala, nada que esté más allá del libro mismo y de su mundo.”
Y recuerda, a propósito, el poema “Aurora Leigh” de la poeta inglesa del siglo XIX Elizabeth Barrett Browning, “breve tratadillo en verso de la ética lectora”, que en algún momento dice: “Atiéndeme. Ningún bien se obtiene/ de no ser generoso, ni siquiera con un libro,/ y calcular las ganancias: tanta ayuda ganada/ por tanto leído. No; es cuando nos olvidamos/ espléndidamente de nosotros mismos y nos lanzamos/ con el alma de cabeza en las honduras de un libro,/ seducidos por su belleza y su sabor a verdad,/ cuando de él sacamos el bien bueno”.
Mayo 2005
Leedor, describe Salinas (Pedro, poeta, ensayista y traductor español; no Carlos, el Innombrable); leedor, decía, es el estudiante que se desoja en víspera de examen sobre el libro de texto; es el profesor que trasnocha ante tratados, acopiando datos para su lección; la matrona que, parada junto al fogón, recita en voz alta las instrucciones coquinarias que conducen al suculento plato; el funcionario en retiro que demanda a las páginas del libro la mejor manera de invertir sus ahorros; o la dama, muy cursada ya en la treintena, que se retira al secreto de su tocador y corre renglón tras renglón en procura de experimentados avisos que le devuelvan sus gracias fugitivas...
Todos ellos y mil más, asegura Pedro Salinas en El defensor (1954; reeditado en el 2002 por Península), “no pasan de ser leedores”, porque no leen los libros sino los revisan, y obtienen de ellos datos útiles.
También son leedores, asegura, quienes emplean su tiempo en los diarios. Y cita, como apoyo, estas líneas del divulgador chino Lin Yu Tang: “Yo no llamo lectura, en absoluto, a la enorme cantidad de tiempo que se gasta en leer los periódicos”. Y serán leedores, definitivamente para Salinas, los aficionados a los muñequitos, es decir al cómic... Que era, por otro lado, un modo de expresión en crecimiento y se convirtió, con el avance del siglo, en sorprendentes “novelas gráficas”, cosa que este Salinas, fallecido en su exilio en Boston a principios de los años cincuenta, ya no pudo ver; por lo que acaso habría tenido que modificar su alegato en contra de las historietas:
“Comparo al aficionado a los muñequitos al denodado masticante de chicle, por cuanto ambos no ahorran esfuerzo ni tiempo en sendas operaciones que parecen las dos dirigidas al noble menester de la nutrición, ya corporal, ya del espíritu; cuando en realidad nada de provecho pasa al estómago del uno ni a la cabeza del otro, y los dos se hermanan en su posible comparanza con el desdichado animal que voltea y voltea la noria, sin que le importe que el pozo esté seco.”
Más adelante en su tomo ensayístico llamará al leedor de otra manera: analfabeto impuro o neoanalfabeto, definiéndolo como aquel que “libertado del tártaro del no saber leer no ha ascendido a las claras esferas del leer y se columpia como el alma de Garibay por los limbos intermedios”.
Las escuelas, por lo mismo, convierten a un analfabeto en neoanalfabeto, porque adquiere la capacidad de leer pero no la ejerce. Si un gobierno presume haber reducido el número de analfabetos no es garantía de mucho pues el asunto del qué va a leer no está resuelto, por lo que el poeta pide que se le dé a la lucha contra el analfabetismo una nueva gravedad.
Este Salinas lúcido y no complotista (Pedro, no Carlos), percibe la era moderna como un pacto infernal propuesto a los humanos por el demonio de las imágenes: “Entrégame tu facultad de leer, y yo, en canje, te colmaré de seductoras estampas en negro o en color, paradas o en movimiento; que ésa es la vida de verdad, vista con tus ojos y no interpretada a través de los embelecos de la letra”.
Lo que en cierta forma se ha cumplido en tanto que el mundo gira alrededor de monitores y pantallas (como lo vislumbró Bradbury en los mismos años cincuenta del siglo pasado), e incluso en diarios y revistas a la palabra impresa se le busca reducir a su mínima expresión, por supuestas nuevas tendencias del diseño gráfico que tienen como estandarte esa leyenda falaz del neoanalfabetismo según la cual una imagen dice más que mil palabras... Una imagen, sí, puede tener un efecto más profundo y, por lo mismo, es una mejor herramienta para la manipulación, de ahí que los poderes alienten los medios visuales por su propiedad hipnótica, aletargante; de ahí que Hollywood seduzca con el poder visual y sonoro (pantallas ampliadas, sonido Dolby), y ataque una y otra vez con la fuerza de la propaganda. Aunque el fenómeno cinematográfico no es reductible a la gran industria: hay toscos manipuladores de imagen como Steven Spielberg o George Lucas pero también artistas excepcionales como Andrei Tarkovsky o Ingmar Bergman.
Se forjan leedores o analfabetos impuros o neoanalfabetos... no lectores que, junto con el libro, son minoría o especies en peligro de extinción.
Este Salinas nombrable define al lector del modo más simple: es el que lee por leer, por el puro gusto de leer, por amor invencible al libro, por ganas de estarse con él horas y horas; por recreo de pasarse las tardes sintiendo correr, acompasados, los versos del libro, y las ondas del río en cuya margen se recuesta. “Ningún ánimo, en él, de sacar de lo que está leyendo ganancia material, ascensos, dineros, noticias concretas que lo aúpen en la social escala, nada que esté más allá del libro mismo y de su mundo.”
Y recuerda, a propósito, el poema “Aurora Leigh” de la poeta inglesa del siglo XIX Elizabeth Barrett Browning, “breve tratadillo en verso de la ética lectora”, que en algún momento dice: “Atiéndeme. Ningún bien se obtiene/ de no ser generoso, ni siquiera con un libro,/ y calcular las ganancias: tanta ayuda ganada/ por tanto leído. No; es cuando nos olvidamos/ espléndidamente de nosotros mismos y nos lanzamos/ con el alma de cabeza en las honduras de un libro,/ seducidos por su belleza y su sabor a verdad,/ cuando de él sacamos el bien bueno”.
Mayo 2005
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