miércoles, mayo 11, 2005

TRAZOS EN LA ARENA

Habría que desandar un poco el camino y regresar al punto de partida de semanas atrás, en donde un comercial televisivo desterraba a las bibliotecas caseras por el beneficio instantáneo del internet que, según el mismo anuncio —todavía circulando—, pone “toda la información y el conocimiento del mundo en nuestras manos”. Se creó, así, una circunstancia práctica: ¿cómo deshacerse de esos libros ahora arcaicos que están lejos de contenerlo “todo”?, ¿qué hacer con ellos si no sirven más?, ¿llevarlos a librerías de viejo o intentar, previos permisos gubernamentales, ceremonias de quema a la manera de Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury?
A esta referencia literaria casual (fuera de tiempo, pues a partir de aquí cada cita debía provenir no de impresos sino de “sitios” de la red) se sumó otra: El defensor, del español Pedro Salinas, ensayo escrito más o menos en los mismos años que la novela de ciencia ficción, y con temores afines en cuanto a la amenaza al libro por el orbe de las imágenes. Es curioso o trágico pensarlo, pero El defensor no tuvo quien lo defendiera: sufrió la suerte de la destrucción al imprimirse en Colombia en 1948 en los días del “bogotazo” para aparecer oficialmente hasta seis años después, en 1954, cuando Pedro Salinas (1891-1951) había ya abandonado el mundo.
Lo insólito es cómo dos obras casi gemelas en cuanto a impulso y época, al grado de que podrían intercambiar sus títulos, aunque de geografías y culturas diversas, tienden a encontrarse —o reencontrarse, ya que es posible que esta asociación Bradbury-Salinas haya sido señalada antes—; y es insólito además que luego de medio siglo sus inquietudes se vuelvan contemporáneas.
Para Bradbury, un humanidad despojada de libros tiende a la desdicha porque renuncia a la memoria. Faber, uno de los personajes de la novela, asegura: “Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la avenida: ‘Recuerda, César, que eres mortal’”. Lo que se complementa con este pensamiento de Guy Montag, el protagonista: “Quizá los libros puedan sacarnos a medias del agujero. Tal vez pudieran impedirnos que cometiéramos los mismos funestos errores”.
En El defensor, Pedro Salinas imagina un país que renuncia al lenguaje escrito, eliminando los libros y el material de escritorio al declarar artículos nocivos las plumas estilográficas, las máquinas de escribir y el papel. Se diría que piensa en Fahrenheit 451, una novela entonces ni siquiera imaginada. En esa fantasía —expuesta en el ensayo—, la gente viviría en apariencia casi como nosotros, y en el haz de los hechos diarios apenas se advertiría cambio alguno: “Y sin embargo, esa generación rompería casi totalmente su doble vínculo con el pasado y el porvenir. Prescindir de los libros sería obliterar en las almas la conciencia clara de la pertenencia a lo histórico. Olvidarse de la escritura, condenarse a la desaparición en la memoria del futuro, aceptar la simultaneidad de muerte material y muerte espiritual”.
Al no dejar tras de sí constancia escrita de lo que sentía, lo que quería, de lo que hizo, es decir, de su vivir peculiar —sigue Pedro Salinas—, esa curiosa generación hipotética se hundiría, apenas acabada materialmente, en lo incógnito. “Y sus afanes, sus acciones, quedarían por la mayor parte reducidos a un puro trazo de sus idas y venidas, sobre la arena, pronto borrado; a unos ademanes dibujados en el aire de unos años e idos con el aire mismo.”
Ambos, Ray Bradbury y Pedro Salinas, se asomaban a un futuro posible; luego de cinco décadas, se pregunta uno, ¿qué ha sido de esos fantasmas?, ¿está el libro, en efecto, en proceso de extinción?, ¿se vive bajo el imperio de la imagen?, ¿hemos convertido a los seres que pueblan los monitores y las pantallas en “familia”, en tanto que asumimos sus experiencias como propias y nos preocupamos por su bienestar más que por el propio o el de la gente en verdad cercana a nosotros?, ¿son la televisión y el cine espacios que se emplean mayoritariamente para fines comerciales, narcóticos o propagandísticos?, ¿está el mundo habitado por neoanalfabetos, leedores y no lectores, consumidores de información rápida y no amorosos degustadores de obras literarias?
Una de las posibles definiciones del asombro es que nos deja sin palabras, y es algo que procuran los poderes y la modernidad: que lo visual arrebate, que parezca decirlo todo para que así nos quedemos literalmente mudos. Apunta, al respecto, Pedro Salinas: “En este zozobrar del lenguaje, lo que se iría a pique con él sería el alma humana, libre, espontánea, dejando sólo a flote un coro de reacciones mecánicas regimentadas, de muñecos vacíos, ya felices, porque como no tienen nada que decir, no hay por qué molestarse con las complicaciones del decir”.
La vida es inmediata en la ficción de Bradbury, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo. “¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?”
Se vuelve así a la pregunta inicial, esa que plantea por estos días de modo cándido un comercial televisivo de amplia difusión, nuevo manifiesto del analfabetismo espiritual: ¿para qué tener libros en casa si ya existe internet?

Mayo 2005

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