martes, noviembre 15, 2005

DASH Y LILLY

Puestos sus nombres así, juntos y en diminutivo, suena como si se tratara de una pareja de bailarines, como Ginger y Fred, por ejemplo. Uno de sus ámbitos fue Hollywood, pero no del lado visible de la pantalla sino como guionistas o por adaptaciones de sus libros, en un caso novelas policiacas y en el otro libretos teatrales. Por temporadas vivieron juntos (y mezclados también con otros figurantes, por las severas leyes de la infidelidad); compartieron, además, la bruma alcohólica. No por esas debilidades sino por su apego a la izquierda política, a comienzos de los años cincuenta del siglo XX fueron llamados a declarar por el senador Joseph McCarthy y compañía, del inverosímil Comité de Actividades Antinorteamericanas del Congreso de los Estados Unidos: él, Dashiell Hammett (1894-1961), recibió en 1951 el castigo de la cárcel; y ella, Lillian Hellman (1905-1984), salió dignamente de su comparecencia sin colaborar en la cacería de brujas, aunque el simple hecho de haber aparecido en la “lista negra” produjo una merma notable de sus ingresos como pena no capital sino descapitalizadora, otra forma de sanción.
Un retrato caricaturesco de las relaciones entre estas dos personalidades da estructura a El hombre delgado (The Thin Man, 1934), de Dashiell Hammett, con el matrimonio de Nick y Nora Charles y la fórmula de un detective retirado que vive de administrar las riquezas de su mujer, ambos atractivos, ambos con un pasado amoroso complejo y con señales de aventura a cada momento, como sucesos cotidianos de una rutina bohemia. En el capítulo inicial ella le pregunta cuál es su tipo de mujer, y él responde con una descripción que acomoda bien a Lillian Hellman: “Morenas largiruchas con la mandíbula agresiva”, lo que suena a un cumplido. Más Nora ataca: “¿Y la pelirroja con quien desapareciste anoche en casa de los Quinns?” La respuesta de Nick es insatisfactoria, pero cortés: “¡Qué tontería! Sólo quería enseñarme unos grabados franceses”.
Tal era, al parecer, su manera de conversar y sobrellevarse. Páginas adelante Nora despierta a Nick: “¿Cómo te sientes?” Y él dice: “Horrible. Seguramente anoche me acosté sin estar borracho”.
Dashiell otorga a su protagonista tres características propias: el gusto por el juego, el alcohol y las mujeres. Y le da el complemento de una dama que es compañera sentimental y cómplice a regañadientes, en quien los celos rivalizan con una curiosidad quizá malsana por visitar las fronteras. En El hombre delgado, esa comunión es el tapiz sobre el que se desarrolla la historia, una suerte de trama paralela aunque sin altibajos ni desenlace: un continuum vital, una instantánea autobiográfica. Por si hubiera lugar a dudas, dice Lillian Hellman que luego de leer el manuscrito de la novela le aseguró Hammett: “Tú eres Nora”, lo que le causó a ella gran alegría: “Me gustaba ser Nora y estar casada con Nick Charles, porque era uno de los pocos matrimonios de la literatura contemporánea que disfrutaban de su vida juntos”. Pero enseguida le aclaró que ella era también la muchacha tonta y la mujer mala... Con esto último seguramente bromeaba. En tal caso, la dedicatoria toma la dirección del homenaje sincero: “A Lillian”.
No se puede seguir la pista de Lillian Hellman en el resto de la obra de Hammett porque no hubo más. Para su desgracia, en el cine El hombre delgado (1934) se convirtió hasta el absurdo en una serie exitosa con filmes como Después del hombre delgado (1936), El otro hombre delgado (1939), La sombra del hombre delgado (1941), El hombre delgado vuelve a casa (1945) y El hijo del hombre delgado (1947), para volverse luego un programa televisivo, lo que adelgazó al fin el entusiasmo de Dashiell Hammett por la novela policiaca al ver trivializadas sus fórmulas narrativas, aunque ya había publicado Cosecha roja (Red Harvest, 1929), La maldición de los Dain (The Dain Curse, 1929), El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1930) y La llave de cristal (The Glass Key, 1931), novelas que soportan lecturas y relecturas y fueron algunas admiradas por Malraux, Gide y Cernuda (y sobre las que habría que volver más adelante). Se interpuso además la Segunda Guerra Mundial, que lo llevó a alistarse en el ejército pese a que su condición física no era la adecuada; y luego vinieron las otras batallas del macarthismo y la injusta cárcel, en donde su salud terminó por quebrarse. Lillian Hellman lo cuidó en sus últimos días.
Cuenta la dramaturga (primero en Una mujer inacabada y vuelve a lo mismo en Tiempo de canallas) que le presentó una vez a Dashiell una obra suya recién terminada, El jardín de otoño (The Autumn Garden, 1951). Éste le dijo: “Cuando empezaste eras una autora seria. Eso es lo que más admiraba. No sé qué ha pasado, pero es mejor que tires esto. Es peor que si fuera mala, es mediocre”. Herida por estos comentarios, ella se fue de la casa por una semana; antes le dejó dentro de un portafolios, a la puerta de su habitación, la obra rota en mil pedazos. Siete meses más tarde le entregó Lillian a Dashiell la nueva versión. Ella se durmió mientras él leía el manuscrito; la despertó acariciándole el cabello. Y la sorprendió con un comentario inusual: “Es la mejor obra que se ha escrito en mucho tiempo, tal vez en años. Hoy es un día feliz, muy feliz”.
Dash y Lilly: senderos que se acompañan.

Noviembre 2005

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