martes, octubre 18, 2005

LA FIDELIDAD VERTICAL

El entusiasmo por una escritura suele nacer, por supuesto, de la lectura directa y no de la nacionalidad de los autores u otras circunstancias igualmente prosaicas, como la celebridad supuesta o el sitio que se ocupe en la pirámide social. No se lee por fama o por geografías, o acaso sí para seguir una suerte de geografía espiritual que lleva a algunos lectores a distinguir ciertas obras que se ubican en los márgenes de las sociedades artísticas, ajenas a los escalafones o la búsqueda afanosa de reconocimiento. El argentino Roberto Juarroz (1925-1995) hablaba de los encuentros no buscados, del modo natural como se llega al conocimiento de una persona o una literatura... Muchos autores se acercan a sus colegas para establecer una complicidad social, para crear una red de relaciones. En pocos casos esto nace del deslumbramiento. Las peregrinaciones que Juarroz y otros poetas emprendían los viernes por la tarde hacia la casa de Antonio Porchia en las afueras de Buenos Aires, por ejemplo, eran parte de un ritual hacia el pensamiento profundo.
El encuentro de Daniel González Dueñas y mío con las obras de Roberto Juarroz y Antonio Porchia fue más o menos paralelo, pero indudablemente el que mejor nos condujo hacia la obra de Porchia fue el mismo Juarroz cuando conversamos con él en agosto de 1987. El diálogo, que dio estructura al libro La fidelidad al relámpago (1990; segunda edición, 1998), ocurrió de una forma que hasta podríamos llamar adversa: en el vestíbulo de un hotel durante los preparativos de un encuentro de poetas. Era aquello un mundo de severas figuras literarias y periodistas despistados, siempre éstos a la caza de la declaración última, definitiva por aparatosa, y no del verso luminoso ni la gran idea poética. Había yo leído un par de libros suyos, y tenía en fotocopia algunas “voces” de Porchia; el encuentro de González Dueñas con la poesía de Juarroz era más antiguo.
Aun en esa situación caótica, en ese ir y venir en el vestíbulo y en el tremendo banquete de entrevistas rápidas, enmedio de todo ese ruido se creó un extraño silencio a nuestro alrededor y la conversación empezó a fluir por no sé cuánto tiempo. Recuerdo sobre todo el gesto entre tierno y sorprendido del poeta cuando deslizamos el nombre de Antonio Porchia, y lo que surgió: el largo recuento de su amistad y la admiración por esa obra. Juarroz solía hablar de la “disponibilidad”; como pocas veces, esa mañana fue posible sentir ante Juarroz la presencia de un hombre dispuesto al infinito, y a la vez al diálogo: simultáneamente atento a las grandes magnitudes y a lo que le preguntábamos. Otro sentido del silencio y del tiempo: en Juarroz no había distracciones ni prisa por concluir, por agotar rápidamente el trámite de una entrevista con dos desconocidos.
Sorprendidos por el largo diálogo, nos dedicamos a la transcripción para saber qué había pasado, cómo es que se habían construido dos discursos: uno que era una especie de “arte poética” de Roberto Juarroz y el otro un perfecto retrato de Antonio Porchia. Con esos materiales en la mano volvimos a buscarlo; leyó lo transcrito, hizo correcciones... Nos recibió en la habitación de un lujoso hotel de la avenida Reforma cuando preparaba su regreso a Buenos Aires. Quiso ofrecernos café o té, que solicitó telefónicamente; cuando el hombre del room service no aceptó la firma del poeta, pues tenían instrucciones de que los invitados al festival pagaran sus consumos al instante (como si los poetas estuvieran siempre bajo sospecha), Juarroz dejó al tipo a la espera en el pasillo, tomó el auricular y pidió hablar con el gerente, al que le soltó una rápida y efectiva lección de claridad y exactitud en el uso de la palabra, una admirable ráfaga vertical. El enojo le duró a Juarroz esos segundos de charla telefónica; luego despidió con seria cortesía al del room service, y se volvió hacia sus interlocutores con una sonrisa. Esto, que acaso suene trivial, puede llevarnos a una conclusión: sabía Juarroz situar las cosas en su momento justo, las palabras adecuadas en el momento adecuado. Antes de despedirnos (tenía el equipaje listo, un chofer lo esperaba abajo para llevarlo al aeropuerto), nos pidió lo acompañáramos en el silencio. Compartió con nosotros un momento de soledad.
No ocultaba Juarroz su apego a las “voces” de Porchia aunque esto no significaba una admiración ciega sino un proceso de constante aprendizaje. Cultivaron una amistad, pero Antonio Porchia y Roberto Juarroz mantuvieron sus mundos respectivos, no se “contaminaron” el uno al otro, digamos, estilísticamente, respetaron sus orbes particulares. Acaso se podría distinguirlos si pensamos en uno, Juarroz, como “hombre de libros”, y en el otro, Porchia, como “hombre de vida”, lo que no deja de ser relativo o no del todo cierto. En el caso de Porchia, no presumir lecturas no significaba no tenerlas. En cuanto a Juarroz, buscaba en la historia literaria las corrientes esenciales, o mejor, para decirlo con sus palabras, los árboles centrales, aquellos en los que se apoya todo el bosque. ¿Tienen algo en común? Es curioso que Juarroz guardara, como obra en proceso, un libro de “fragmentos verticales” en donde es posible hallar ecos de las “voces” de Porchia.
Tenía Roberto Juarroz la sospecha de que la poesía suele estar contaminada de una suerte de hálito lírico por el cual lo musical o lo sentimental se imponen a la razón de ser de lo poético: el pensar del mundo. De ahí que intentara la ruptura de esos códigos simples, y buscara en otros poetas un camino común que él llamó “vertical” y que es la fidelidad al relámpago.

Octubre 2005

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