EL COCTEL IMPERIAL
Acompañada por su hijo de nueve o diez años, una mujer revisa en una tienda las novedades cinematográficas en DVD. Se detiene en la caja de El principito (The Little Prince, 1974), el musical de Stanley Donen, y le dice al pequeño: “Mira, ya no vas a tener que leer el libro”. Comentario que proporciona a ambos un gran alivio: gracias a la película se salvarán de esforzarse con la letra impresa.
La cinta, no obstante, llevará a este neoanalfabeta a una experiencia que podría causarle enorme desconcierto. En la era post Michael Jackson, ¿cómo entender la fascinación que despierta en un grupo de adultos la presencia de un diminuto príncipe, en un enamoramiento que no se atreve a decir su nombre?, ¿qué tanto inquieta hoy la mirada lasciva de Gene Wilder (en su papel del zorro), que desea comerse vivo al guapo niño rubio? El tiempo ha operado en contra de esa obra musical, el mero desequilibrio en las estaturas hace que los bailes entre el principito y los “mayores” adquieran connotaciones malévolas. Tres décadas más tarde lo cándido se vuelve perverso, y el largometraje de Donen, acaso de una manera no prevista por el realizador, se transforma en una extraño rito con tintes de pedofilia.
En este caso, la adaptación no resistió el segundo paso: el primero fue la idea de llevar el libro del escritor francés Antoine de Saint-Exupéry a la pantalla, lo que debía ejecutarse con sumo cuidado para no despertar sentidos equívocos quizá de algún modo latentes en el relato; lo siguiente fue hacer de El principito una película con canciones y bailes, régimen que descubrió una sensualidad peligrosa. Otra mala decisión fue acudir en su mayoría a actores sin experiencia dancística, y que improvisan coreografías infames con el niño actor (Steven Warner). La excepción es la notable secuencia de Bob Fosse como serpiente, pero se trata de alguien que entiende la gramática del cuerpo y en su participación elude las oscuridades, elementos que no distinguieron los demás implicados. ¿Será que la malicia no está en la cinta sino en quienes la observan ahora?, ¿podía prever Donen el riesgo de que su película se convirtiera en un filme de culto... sólo para el Neverland de Michael Jackson?
Olvidarse del libro y confiar en la cinematografía tiene sus consecuencias. Puede accederse a esa ingenua turbiedad de El principito en la versión de Donen o, en el mismo espectro de las relaciones intergeneracionales, a una pieza tan inquietante como Los inocentes (The Innocents, 1961) de Jack Clayton, que adapta Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898), de Henry James, y en cuyo guión colaboró Truman Capote. El largometraje logra incluso un equilibrio entre dos zonas de difícil convivencia, lo psicológico y lo fantástico, que acaso no tiene la novela de James, en donde vence la psicología.
Adaptar una obra literaria implica, pues, meterla a la coctelera. Se depende en mucho de quien está del otro lado de la barra: puede ser alguien como Alfred Hitchcock, que trabajaba libremente aislando algunos motivos de las novelas, y creando otros nuevos, para hacer una cinta con su sello; o un Stanley Kubrick, que tomaba la novela tal cual y buscaba su traducción casi exacta a imágenes; o un Donen musical y equívoco; o un Clayton iluminado que le da otra vuelta a la tuerca de Henry James; o el poderoso grupo de Coppola, Lucas y Spielberg & Co., que terminará haciendo una bebida comercial y patriotera, el único coctel que saben preparar...
Aún en exhibición está Guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005), de Steven Spielberg, basada en la novela de H. G. Wells publicada en 1898, y que como una falsa seña de fidelidad al texto literario arranca de la misma manera (con voz en off a cargo de Morgan Freeman), con una mínima actualización cronológica: “Nadie hubiera pensado en los últimos años del siglo diecinueve que este mundo era observado cercana y rigurosamente por seres más inteligentes que el hombre, aunque tan mortales como él”.
De entrada lo que Spielberg omite es el mensaje central de la novela, y que se desprende a su vez del epígrafe a la primera parte extraído de la Anatomía de la melancolía de Burton, que es entre otras cosas una colección de citas. La que Wells toma es de Kepler: “¿Pero quién vivirá en estos mundos si están habitados?... ¿Son ellos o nosotros los Amos del Universo?... ¿Y cómo es que todas las cosas están hechas para el hombre?” Esto lleva a Wells a lo que sigue: antes de juzgar a los marcianos duramente se debe recordar la destrucción (cruel y absoluta) que la especie humana ha provocado no sólo entre los animales sino también sobre las consideradas razas inferiores, como los tasmanios. Y se pregunta: “¿Acaso somos nosotros los apóstoles misericordiosos adecuados para quejarse de que los marcianos luchen con el mismo espíritu?” Esta reflexión se convierte en un motivo a lo largo del relato, ausente en la cinta de Spielberg. El único reflejo de la pequeñez humana estaría en el protagonista, Tom Cruise, de baja estatura, obrero competente (el mejor en su especialidad, según el socorrido esquema de Hollywood) y padre descuidado que gracias a la invasión (y a los inverosímiles rescates que logra) descubre la importancia de la familia...
A Spielberg no le interesa H. G. Wells, se sirve del escritor para reiterar los viejos valores del atemorizante imperio americano.
Agosto 2005
Acompañada por su hijo de nueve o diez años, una mujer revisa en una tienda las novedades cinematográficas en DVD. Se detiene en la caja de El principito (The Little Prince, 1974), el musical de Stanley Donen, y le dice al pequeño: “Mira, ya no vas a tener que leer el libro”. Comentario que proporciona a ambos un gran alivio: gracias a la película se salvarán de esforzarse con la letra impresa.
La cinta, no obstante, llevará a este neoanalfabeta a una experiencia que podría causarle enorme desconcierto. En la era post Michael Jackson, ¿cómo entender la fascinación que despierta en un grupo de adultos la presencia de un diminuto príncipe, en un enamoramiento que no se atreve a decir su nombre?, ¿qué tanto inquieta hoy la mirada lasciva de Gene Wilder (en su papel del zorro), que desea comerse vivo al guapo niño rubio? El tiempo ha operado en contra de esa obra musical, el mero desequilibrio en las estaturas hace que los bailes entre el principito y los “mayores” adquieran connotaciones malévolas. Tres décadas más tarde lo cándido se vuelve perverso, y el largometraje de Donen, acaso de una manera no prevista por el realizador, se transforma en una extraño rito con tintes de pedofilia.
En este caso, la adaptación no resistió el segundo paso: el primero fue la idea de llevar el libro del escritor francés Antoine de Saint-Exupéry a la pantalla, lo que debía ejecutarse con sumo cuidado para no despertar sentidos equívocos quizá de algún modo latentes en el relato; lo siguiente fue hacer de El principito una película con canciones y bailes, régimen que descubrió una sensualidad peligrosa. Otra mala decisión fue acudir en su mayoría a actores sin experiencia dancística, y que improvisan coreografías infames con el niño actor (Steven Warner). La excepción es la notable secuencia de Bob Fosse como serpiente, pero se trata de alguien que entiende la gramática del cuerpo y en su participación elude las oscuridades, elementos que no distinguieron los demás implicados. ¿Será que la malicia no está en la cinta sino en quienes la observan ahora?, ¿podía prever Donen el riesgo de que su película se convirtiera en un filme de culto... sólo para el Neverland de Michael Jackson?
Olvidarse del libro y confiar en la cinematografía tiene sus consecuencias. Puede accederse a esa ingenua turbiedad de El principito en la versión de Donen o, en el mismo espectro de las relaciones intergeneracionales, a una pieza tan inquietante como Los inocentes (The Innocents, 1961) de Jack Clayton, que adapta Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, 1898), de Henry James, y en cuyo guión colaboró Truman Capote. El largometraje logra incluso un equilibrio entre dos zonas de difícil convivencia, lo psicológico y lo fantástico, que acaso no tiene la novela de James, en donde vence la psicología.
Adaptar una obra literaria implica, pues, meterla a la coctelera. Se depende en mucho de quien está del otro lado de la barra: puede ser alguien como Alfred Hitchcock, que trabajaba libremente aislando algunos motivos de las novelas, y creando otros nuevos, para hacer una cinta con su sello; o un Stanley Kubrick, que tomaba la novela tal cual y buscaba su traducción casi exacta a imágenes; o un Donen musical y equívoco; o un Clayton iluminado que le da otra vuelta a la tuerca de Henry James; o el poderoso grupo de Coppola, Lucas y Spielberg & Co., que terminará haciendo una bebida comercial y patriotera, el único coctel que saben preparar...
Aún en exhibición está Guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005), de Steven Spielberg, basada en la novela de H. G. Wells publicada en 1898, y que como una falsa seña de fidelidad al texto literario arranca de la misma manera (con voz en off a cargo de Morgan Freeman), con una mínima actualización cronológica: “Nadie hubiera pensado en los últimos años del siglo diecinueve que este mundo era observado cercana y rigurosamente por seres más inteligentes que el hombre, aunque tan mortales como él”.
De entrada lo que Spielberg omite es el mensaje central de la novela, y que se desprende a su vez del epígrafe a la primera parte extraído de la Anatomía de la melancolía de Burton, que es entre otras cosas una colección de citas. La que Wells toma es de Kepler: “¿Pero quién vivirá en estos mundos si están habitados?... ¿Son ellos o nosotros los Amos del Universo?... ¿Y cómo es que todas las cosas están hechas para el hombre?” Esto lleva a Wells a lo que sigue: antes de juzgar a los marcianos duramente se debe recordar la destrucción (cruel y absoluta) que la especie humana ha provocado no sólo entre los animales sino también sobre las consideradas razas inferiores, como los tasmanios. Y se pregunta: “¿Acaso somos nosotros los apóstoles misericordiosos adecuados para quejarse de que los marcianos luchen con el mismo espíritu?” Esta reflexión se convierte en un motivo a lo largo del relato, ausente en la cinta de Spielberg. El único reflejo de la pequeñez humana estaría en el protagonista, Tom Cruise, de baja estatura, obrero competente (el mejor en su especialidad, según el socorrido esquema de Hollywood) y padre descuidado que gracias a la invasión (y a los inverosímiles rescates que logra) descubre la importancia de la familia...
A Spielberg no le interesa H. G. Wells, se sirve del escritor para reiterar los viejos valores del atemorizante imperio americano.
Agosto 2005
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