lunes, julio 25, 2005

SE QUIEREN COMER EL MUNDO

El estreno de La tierra de los muertos (Land of the Dead, 2005) puede llevarnos a revisar la saga que a lo largo de casi cuatro décadas ha ido construyendo George A. Romero (Nueva York, 1940).
Habría que situarse, en principio, en 1968, que es el año de El planeta de los simios (Planet of the Apes), de Schaffner, 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey), de Kubrick, y El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby), de Polansky, sí, pero también de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead), del debutante Romero. Desde ópticas muy diversas (la ciencia ficción en los dos primeros casos o la visita a zonas oscuras de la experiencia humana en los siguientes), estas cintas representan el espíritu de una época particularmente agitada por la música rock, la liberación sexual, el hábito de las drogas entre los jóvenes y una actitud pacifista contraria al espíritu bélico de las grandes potencias, todo lo cual se concentra en el término “contracultura” y en las revueltas estudiantiles de 1968 en varias ciudades europeas, en los Estados Unidos de Norteamérica y en México.
Para Romero es claro que esos seres que salen de sus tumbas y destruyen un modo de vida que buscaba erigirse como ejemplar representan el empuje social de una década. El horror implica aquí, en realidad, un miedo a lo diverso. En una entrevista para Film Coment (mayo-junio 1979), lo explica de esta manera: “En La noche de los muertos vivientes aparece la nueva sociedad y ataca cada aspecto de nuestra sociedad y derrumba nuestras creencias religiosas y el concepto que tenemos acerca de la muerte”.
Algo similar ocurre en El planeta de los simios con el descubrimiento de una civilización invertida, en donde los humanos se convierten en mascotas o esclavos de los primates. Este filme abre con un par de interrogantes en voz del capitán Taylor (Charlton Heston), que el 23 de marzo de 2673 registra en su bitácora de vuelo lo que sigue: “¿Acaso el hombre, esa maravilla del universo, esa gloriosa paradoja que me envió a las estrellas, sigue librando guerras contra su prójimo?, ¿sigue matando de hambre a los hijos de su vecino?”, lo que se complementará, primero, con el diagnóstico posterior sobre los humanos que hace el doctor Zaius (de que su sabiduría va a la par de su idiotez y es un animal belicoso que lucha contra todo lo que lo rodea, incluso él mismo) y, al final, con el descubrimiento de las ruinas de la Estatua de la Libertad y el grito de Taylor al darse cuenta de que los hombres, en efecto, destruyeron la Tierra: “¡Malditos locos! ¡Volaron el planeta! ¡Dios los condene a todos al infierno”.
La cinta de Romero es menos reflexiva; no hay en ella quien filosofe sobre la condición de los hombres. Por un derrame químico en un cementerio, los muertos salen de sus tumbas movidos por un solo instinto: el apetito de carne humana. Cuando la víctima no es destrozada por completo, las mordeduras la integran al grupo de muertos vivientes, que se vuelve más numeroso. Son zombies caníbales o vampiros devoradores. Acaso se les podría definir como a Hannibal Lecter: se quieren comer el mundo.
Romero realizó este primer largometraje fuera de Hollywood como producto independiente, con cien mil dólares y en blanco y negro. Ocurrió que los espectadores pronto lo convirtieron en un clásico del gore, hecho que a la vez sorprendió e incomodó a Romero, ya que él buscaba hacer también otro tipo de cine. Sus cuatro intentos por desprenderse de ese disfraz de creador de monstruos (como sucesor sangriento de James Whale) fracasaron, y una década después tuvo que dar el segundo paso de lo que ya entonces se perfilaba como trilogía con El amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 1978), en donde la acción se ciñe a un centro comercial (el Monroeville Mall de Pennsylvania) y presenta a los muertos vivientes como feroces consumidores (o mejor, consumidores de los consumidores): se acercan por cientos al lugar no por las rebajas de temporada sino por la carne fresca que ahí se resguarda. Los efectos especiales y de maquillaje a cargo de Tom Savini dieron particular virulencia a esa película, y los resultados alentaron a Savini a realizar en 1990 un remake de La noche de los muertos vivientes.
La tercera de la serie, El día de los muertos vivientes (Day of the Dead, 1985), fue pobre en todos sentidos. La historia avanza sólo porque Romero muestra un aprendizaje en estas criaturas cuyo sueño eterno fue interrumpido, y que a ratos recuerdan su vida pasada y a ratos parecen tratar de entender qué les sucede. La monstruosidad está más en los pocos humanos sobrevivientes, que terminan asesinándose entre ellos.
Se vio en este cierre parcial de la saga un declive, y sorprende ahora la ampliación a un cuarto episodio, La tierra de los muertos, que puede ofuscar a quienes carezcan de antecedentes o cuyas referencias se limiten a parodias (que hay muchas) o remakes, el de Savini o un Amanecer de los muertos (2004) de Snyder, que revolucionan el ciclo en cuanto música y ritmo cuando el paso de los zombies de Romero es más bien lento. En La tierra... el edificio social se derrumba, literal y metafóricamente, y se abre la posibilidad de la convivencia igualitaria entre muertos vivientes y humanos. “No dispares”, dice uno de los protagonistas, “ellos también están buscando su lugar en el mundo.” Sin duda halló aquí Romero la manera de concluir con maestría lo iniciado cuarenta años atrás.

Julio 2005

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