"POULOU, ¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?"
Y lo que Poulou hacía, sin que al principio su madre se diera cuenta, era tomar sus interpretaciones al piano como base de una pantomima cinematográfica que él realizaba en un cuarto contiguo. Semanas atrás ella se había acostumbrado a llevarlo al cine, al que se consideraba entonces como un espectáculo para señoras y niños; el pequeño relacionó el flujo de imágenes de la pantalla con el acompañamiento musical directo que había en la sala y lo convirtió en algo más: la música era para Poulou el sonido de la vida interior de los protagonistas, la forma de hablar de los héroes mudos.
En ese sexto piso ubicado en el número 1 de la calle Le Goff, en París, a las cinco de la tarde comenzaba la función secreta: a esa hora el abuelo estaba fuera, dando clases en el Instituto de Lenguas Vivas; la abuela leía en su habitación a Gyp (seudónimo de Marie Antoinette de Riquetti de Mirabeau, condesa de Martel de Janville), acaso el Petit Bob o Bijou; y la madre de Poulou, Anne-Marie, le había dado ya al niño la merienda y tenía lista la cena para los grandes: se sentaba al piano y tocaba piezas de Bach, Schumann y Franck. Al presentir esto, Poulou corría al despacho y se convertía al instante en mosquetero: una regla del abuelo era su espada, y el cortapapeles se transformaba en una daga.
Cincuenta años más tarde, en los primeros meses de 1963, recrearía Poulou este pasaje: “El piano, como el tambor de un negro africano, me imponía su ritmo. La Fantasía-Impromptu ocupaba el lugar de mi alma, me habitaba, me daba un pasado desconocido, un porvenir fulgurante y mortal; estaba poseído, me había agarrado el demonio y me sacudía como a un ciruelo”.
Montaba entonces a caballo; atravesaba eriales, barbechos, es decir el despacho entero de la puerta a la ventana.
—Haces mucho ruido, se van a quejar los vecinos —lo reprendía la madre, mas Poulou no contestaba puesto que era el protagonista de un filme silente.
Llegaba a donde el duque, se bajaba del caballo y por medio de callados movimientos de los labios le comunicaba que él, el mosquetero Poulou, lo tenía por un bastardo. El duque mandaba a sus guardias contra él, que se defendía con astucia y ferocidad... De pronto era el espadachín herido, caía y moría en la alfombra. En ese momento, Poulou se retiraba suavemente del cadáver y se convertía en otro personaje. Protegía a una joven condesa. La madre de Poulou, Anne-Marie, cerraba en el piano un allegro e iniciaba un adagio, que servía de fondo a una escena romántica entre el pequeño héroe y la condesa: “Me ama; me lo dice la música. Y tal vez la ame yo también; se instala en mí un corazón enamorado y lento. ¿Qué se hace cuando se ama? La cogía del brazo, la llevaba a una pradera, pero no era bastante. Me sacarían del problema los truhanes y los guardias, rápidamente reunidos; se lanzaban todos contra nosotros, cien contra uno; mataba a noventa, los otros diez raptaban a la condesa”.
Como se ve, Poulou era un niño solitario e imaginativo. El entorno de sus primeros diez años de vida es ése que aparece en el relato, el mundo de tres adultos: los abuelos maternos y Anne-Marie, que se volvió como una hermana para Poulou. Incluso al cuarto en el que ambos dormían lo llamaban el cuarto de los niños. Su padre, como él luego escribió, le hizo un hijo al galope a Anne-Marie, y luego trató de refugiarse en la muerte.
Entre grandes, había que comportarse como tales. Una de sus primeras imposturas fue tomar un libro y fingir que lo leía. Otra, posterior, fue coger la pluma y un cuaderno e inventar historias. Los libros fueron para Poulou “mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo”; y la biblioteca fue “un mundo atrapado en un espejo: tenía el espesor infinito, la variedad, la imprevisibilidad”.
Leyó así a Fontenelle, Aristófanes, Rabelais y Maupassant. Para Poulou los autores no estaban muertos, se habían metamorfoseado en libros: Corneille era “un coloradote, grande, rugoso, con lomo de cuero”, que olía a pegamento; Flaubert era pequeño, forrado de tela, inodoro, con pecas. Victor Hugo se multiplicaba, estaba encaramado en todos los estantes. Uno de sus descubrimientos mayores fue la Enciclopedia Larousse, que recorrió por zonas (la región Ci-D o la Pr-Z); y atesoró también L’Enfance des hommes illustres.
Era Poulou bajo de estatura, por herencia del padre, y tenía una nube en el ojo derecho. Su larga cabellera risada lo hacía parecer femenino y bello. El abuelo lo llevó un día a la peluquería, y se sorprendió de lo que le había hecho, lo feo que lo había dejado.
Las fantasías literarias y cinematográficas se convirtieron en novelas. La primera en terminar fue Pour un papillon, la segunda Le Marchand de bananes, que se perdieron. Extrañas novelas, escribiría medio siglo después en Les mots (Las palabras, 1963), “siempre inconclusas, siempre recomenzadas o continuadas, como se quiera, con otros títulos, revoltijo de cuentos negros y de aventuras blancas, de acontecimientos fantásticos y de artículos de diccionario”. Supo entonces que su destino estaba marcado: sería escritor.
Le decían cariñosamente Poulou pero su nombre era Jean-Paul. El apellido paterno era Sartre. Se llamaba Jean-Paul Sartre.
Junio 2005
Y lo que Poulou hacía, sin que al principio su madre se diera cuenta, era tomar sus interpretaciones al piano como base de una pantomima cinematográfica que él realizaba en un cuarto contiguo. Semanas atrás ella se había acostumbrado a llevarlo al cine, al que se consideraba entonces como un espectáculo para señoras y niños; el pequeño relacionó el flujo de imágenes de la pantalla con el acompañamiento musical directo que había en la sala y lo convirtió en algo más: la música era para Poulou el sonido de la vida interior de los protagonistas, la forma de hablar de los héroes mudos.
En ese sexto piso ubicado en el número 1 de la calle Le Goff, en París, a las cinco de la tarde comenzaba la función secreta: a esa hora el abuelo estaba fuera, dando clases en el Instituto de Lenguas Vivas; la abuela leía en su habitación a Gyp (seudónimo de Marie Antoinette de Riquetti de Mirabeau, condesa de Martel de Janville), acaso el Petit Bob o Bijou; y la madre de Poulou, Anne-Marie, le había dado ya al niño la merienda y tenía lista la cena para los grandes: se sentaba al piano y tocaba piezas de Bach, Schumann y Franck. Al presentir esto, Poulou corría al despacho y se convertía al instante en mosquetero: una regla del abuelo era su espada, y el cortapapeles se transformaba en una daga.
Cincuenta años más tarde, en los primeros meses de 1963, recrearía Poulou este pasaje: “El piano, como el tambor de un negro africano, me imponía su ritmo. La Fantasía-Impromptu ocupaba el lugar de mi alma, me habitaba, me daba un pasado desconocido, un porvenir fulgurante y mortal; estaba poseído, me había agarrado el demonio y me sacudía como a un ciruelo”.
Montaba entonces a caballo; atravesaba eriales, barbechos, es decir el despacho entero de la puerta a la ventana.
—Haces mucho ruido, se van a quejar los vecinos —lo reprendía la madre, mas Poulou no contestaba puesto que era el protagonista de un filme silente.
Llegaba a donde el duque, se bajaba del caballo y por medio de callados movimientos de los labios le comunicaba que él, el mosquetero Poulou, lo tenía por un bastardo. El duque mandaba a sus guardias contra él, que se defendía con astucia y ferocidad... De pronto era el espadachín herido, caía y moría en la alfombra. En ese momento, Poulou se retiraba suavemente del cadáver y se convertía en otro personaje. Protegía a una joven condesa. La madre de Poulou, Anne-Marie, cerraba en el piano un allegro e iniciaba un adagio, que servía de fondo a una escena romántica entre el pequeño héroe y la condesa: “Me ama; me lo dice la música. Y tal vez la ame yo también; se instala en mí un corazón enamorado y lento. ¿Qué se hace cuando se ama? La cogía del brazo, la llevaba a una pradera, pero no era bastante. Me sacarían del problema los truhanes y los guardias, rápidamente reunidos; se lanzaban todos contra nosotros, cien contra uno; mataba a noventa, los otros diez raptaban a la condesa”.
Como se ve, Poulou era un niño solitario e imaginativo. El entorno de sus primeros diez años de vida es ése que aparece en el relato, el mundo de tres adultos: los abuelos maternos y Anne-Marie, que se volvió como una hermana para Poulou. Incluso al cuarto en el que ambos dormían lo llamaban el cuarto de los niños. Su padre, como él luego escribió, le hizo un hijo al galope a Anne-Marie, y luego trató de refugiarse en la muerte.
Entre grandes, había que comportarse como tales. Una de sus primeras imposturas fue tomar un libro y fingir que lo leía. Otra, posterior, fue coger la pluma y un cuaderno e inventar historias. Los libros fueron para Poulou “mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo”; y la biblioteca fue “un mundo atrapado en un espejo: tenía el espesor infinito, la variedad, la imprevisibilidad”.
Leyó así a Fontenelle, Aristófanes, Rabelais y Maupassant. Para Poulou los autores no estaban muertos, se habían metamorfoseado en libros: Corneille era “un coloradote, grande, rugoso, con lomo de cuero”, que olía a pegamento; Flaubert era pequeño, forrado de tela, inodoro, con pecas. Victor Hugo se multiplicaba, estaba encaramado en todos los estantes. Uno de sus descubrimientos mayores fue la Enciclopedia Larousse, que recorrió por zonas (la región Ci-D o la Pr-Z); y atesoró también L’Enfance des hommes illustres.
Era Poulou bajo de estatura, por herencia del padre, y tenía una nube en el ojo derecho. Su larga cabellera risada lo hacía parecer femenino y bello. El abuelo lo llevó un día a la peluquería, y se sorprendió de lo que le había hecho, lo feo que lo había dejado.
Las fantasías literarias y cinematográficas se convirtieron en novelas. La primera en terminar fue Pour un papillon, la segunda Le Marchand de bananes, que se perdieron. Extrañas novelas, escribiría medio siglo después en Les mots (Las palabras, 1963), “siempre inconclusas, siempre recomenzadas o continuadas, como se quiera, con otros títulos, revoltijo de cuentos negros y de aventuras blancas, de acontecimientos fantásticos y de artículos de diccionario”. Supo entonces que su destino estaba marcado: sería escritor.
Le decían cariñosamente Poulou pero su nombre era Jean-Paul. El apellido paterno era Sartre. Se llamaba Jean-Paul Sartre.
Junio 2005
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal