EN EL TRANSCURSO DEL TIEMPO
Hay una curiosa semejanza, que tal vez no vaya más allá, entre las novelas denominadas como de la corriente de conciencia o monólogo interior, y los largometrajes descritos como del “tiempo real”: puede uno seguir ambos géneros, tanto en el terreno literario como en la pantalla, reloj en mano.
Está, por ejemplo, en cuanto a lo primero, Han cortado los laureles (Les lauriers sont coupés, 1887), de Édouard Dujardin, cuyo relato arranca hacia las 18 horas de un lunes de abril de 1887 en la ciudad de París, y cierra al filo de la medianoche de ese mismo día. Cada palabra hace las veces de segundero, cada capítulo fija una temporalidad precisa, en la espera de Daniel Prince para encontrarse con Léa d’Arsay a las diez de la noche, en una cita que él cree definitiva para el cumplimiento de sus ruegos amorosos. Se lee: “en el bolsillo, el reloj; un chaqueta; olvidaba cepillar un poco mis zapatos; ¡no importa!, no, un simple cepillado; mi cepillo de ropa; no es más que un poco de polvo; uno, dos; ahora, mi chaqueta; la corbata está en su lugar; perfecto; estoy listo; puedo partir; mi pañuelo; mi tarjetero; muy bien; ¿qué hora es?, las ocho y media”.
Puede el lector anotar en los márgenes de la página los tiempos de la ficción y saber, entre otras cosas, que el capítulo sexto describe el recorrido de Daniel para llegar a casa de Léa entre las 21:30 y las 22:00 horas, y que a esa hora justa entra en un edificio de la calle Stévens y sube al segundo piso, revisa sus ropas, toca el timbre y lo recibe Marie, a quien le pregunta:
—¿La señorita D’Arsay está en casa?
—Sí, señor, entre.
Son narraciones en las que es constante la pregunta “¿qué hora es?”, y ésta se convierte en la base en donde se despliega el monólogo interior: el tiempo exacto de la historia hace fluir la corriente de conciencia.
Así lo entendieron dos seguidores confesos de Édouard Dujardin: el austriaco Arthur Schnitzler y el irlandés James Joyce. Uno aplica este modelo sobre todo en El teniente Gustl (Leutnant Gustl, 1900) y en La señorita Elsa (Fräulein Else, 1923), aunque podría decirse que se volvió para él un método de trabajo, el modus operandi de su obra, como se percibe en la adaptación que de su Relato soñado (Traumnovelle, 1926) hizo Stanley Kubrick en la cinta Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999).
Y el otro, Joyce, de igual manera toma la novela de Dujardin como base técnica de Ulises (Ulysses, 1922), en la detallada narración, hora por hora, de lo que ocurre el jueves 16 de junio de 1904 a partir de las 8 de la mañana (y hasta la madrugada del otro día) en la vida de tres personajes: el matrimonio de Leopold y Molly Bloom, y el diletante Stephen Dedalus.
Algo similar ocurre en la cinematografía con La soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock y con A la hora señalada (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann. En esta última película la atención a los relojes es obsesiva: siempre están ahí como fondo de las situaciones, por lo que puede saberse que la acción se inicia alrededor de las 10:30 horas de un domingo y termina, aproximadamente, a las 12:15. Como detalle irónico, Zinnemann incluso coloca en la calle principal del pueblo un letrero de “Se componen relojes”, para enfatizar esa idea de que el filme registra, o imita, el transcurrir del tiempo. Hay un momento magistral, hacia las 11:59, cuando está por arribar el tren del mediodía en el que viaja Frank Miller (Ian McDonald), el hombre que habrá de llevar de nuevo el caos a Hadleyville: el péndulo de un reloj de pared se vuelve metrónomo y da ritmo a una secuencia de instantáneas fijas de cuatro tiempos, caleidoscopio de rostros, mientras que el alguacil Will Kane (Gary Cooper), que se habrá de enfrentar en solitario a Miller y a la cuadrilla que lo aguarda en la estación, redacta su última voluntad y su testamento. Dan por fin las doce horas y se escucha, a lo lejos, el silbido del tren. Tal es, según el título en español, la “hora señalada”; la misma a la que se refiere Amy Kane (una jovencísima Grace Kelly) cuando le dice al marido: “Me pides que espere una hora para saber si me quedaré viuda”.
Los espectadores comparten esa ansiedad por observar cómo se desarrollarán las cosas, aunque el enfrentamiento final es quizá menos angustioso que la espera: entre las 12:05 y las 12:15 terminan Kane y señora con las cuatro figuras amenazantes.
En cuanto al Daniel Prince de Han cortado los laureles, hay una cierta curiosidad por saber si Léa le permitirá compartir el lecho, pero el autor ha puesto aquí y allá suficientes pistas como para saber que ella toma al joven enamorado como un pasatiempo, lo que hace pensar en un “suspenso” relativo. En El teniente Gustl, de Schnitzler, también hay una hora señalada, pues al amanecer el protagonista debe batirse en duelo, y lo que se explora es el insomnio de sus miedos.
Quienes adaptaron Ulises al cine no entendieron que al irrumpir en los códigos cinematográficos se inscribían en esa otra tradición (de Hitchcock y Zinnemann), y acaso asumirlo así habría ayudado a dar vida a esas frías colecciones de momentos literarios en que, tanto Joseph Strick en los años sesenta como Sean Walsh en el 2004, convirtieron a la novela de James Joyce.
En estos relatos escritos y móviles del tiempo real y el monólogo interior, los segundos del presente se miden a la velocidad eterna del mito.
Junio 2005
Hay una curiosa semejanza, que tal vez no vaya más allá, entre las novelas denominadas como de la corriente de conciencia o monólogo interior, y los largometrajes descritos como del “tiempo real”: puede uno seguir ambos géneros, tanto en el terreno literario como en la pantalla, reloj en mano.
Está, por ejemplo, en cuanto a lo primero, Han cortado los laureles (Les lauriers sont coupés, 1887), de Édouard Dujardin, cuyo relato arranca hacia las 18 horas de un lunes de abril de 1887 en la ciudad de París, y cierra al filo de la medianoche de ese mismo día. Cada palabra hace las veces de segundero, cada capítulo fija una temporalidad precisa, en la espera de Daniel Prince para encontrarse con Léa d’Arsay a las diez de la noche, en una cita que él cree definitiva para el cumplimiento de sus ruegos amorosos. Se lee: “en el bolsillo, el reloj; un chaqueta; olvidaba cepillar un poco mis zapatos; ¡no importa!, no, un simple cepillado; mi cepillo de ropa; no es más que un poco de polvo; uno, dos; ahora, mi chaqueta; la corbata está en su lugar; perfecto; estoy listo; puedo partir; mi pañuelo; mi tarjetero; muy bien; ¿qué hora es?, las ocho y media”.
Puede el lector anotar en los márgenes de la página los tiempos de la ficción y saber, entre otras cosas, que el capítulo sexto describe el recorrido de Daniel para llegar a casa de Léa entre las 21:30 y las 22:00 horas, y que a esa hora justa entra en un edificio de la calle Stévens y sube al segundo piso, revisa sus ropas, toca el timbre y lo recibe Marie, a quien le pregunta:
—¿La señorita D’Arsay está en casa?
—Sí, señor, entre.
Son narraciones en las que es constante la pregunta “¿qué hora es?”, y ésta se convierte en la base en donde se despliega el monólogo interior: el tiempo exacto de la historia hace fluir la corriente de conciencia.
Así lo entendieron dos seguidores confesos de Édouard Dujardin: el austriaco Arthur Schnitzler y el irlandés James Joyce. Uno aplica este modelo sobre todo en El teniente Gustl (Leutnant Gustl, 1900) y en La señorita Elsa (Fräulein Else, 1923), aunque podría decirse que se volvió para él un método de trabajo, el modus operandi de su obra, como se percibe en la adaptación que de su Relato soñado (Traumnovelle, 1926) hizo Stanley Kubrick en la cinta Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999).
Y el otro, Joyce, de igual manera toma la novela de Dujardin como base técnica de Ulises (Ulysses, 1922), en la detallada narración, hora por hora, de lo que ocurre el jueves 16 de junio de 1904 a partir de las 8 de la mañana (y hasta la madrugada del otro día) en la vida de tres personajes: el matrimonio de Leopold y Molly Bloom, y el diletante Stephen Dedalus.
Algo similar ocurre en la cinematografía con La soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock y con A la hora señalada (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann. En esta última película la atención a los relojes es obsesiva: siempre están ahí como fondo de las situaciones, por lo que puede saberse que la acción se inicia alrededor de las 10:30 horas de un domingo y termina, aproximadamente, a las 12:15. Como detalle irónico, Zinnemann incluso coloca en la calle principal del pueblo un letrero de “Se componen relojes”, para enfatizar esa idea de que el filme registra, o imita, el transcurrir del tiempo. Hay un momento magistral, hacia las 11:59, cuando está por arribar el tren del mediodía en el que viaja Frank Miller (Ian McDonald), el hombre que habrá de llevar de nuevo el caos a Hadleyville: el péndulo de un reloj de pared se vuelve metrónomo y da ritmo a una secuencia de instantáneas fijas de cuatro tiempos, caleidoscopio de rostros, mientras que el alguacil Will Kane (Gary Cooper), que se habrá de enfrentar en solitario a Miller y a la cuadrilla que lo aguarda en la estación, redacta su última voluntad y su testamento. Dan por fin las doce horas y se escucha, a lo lejos, el silbido del tren. Tal es, según el título en español, la “hora señalada”; la misma a la que se refiere Amy Kane (una jovencísima Grace Kelly) cuando le dice al marido: “Me pides que espere una hora para saber si me quedaré viuda”.
Los espectadores comparten esa ansiedad por observar cómo se desarrollarán las cosas, aunque el enfrentamiento final es quizá menos angustioso que la espera: entre las 12:05 y las 12:15 terminan Kane y señora con las cuatro figuras amenazantes.
En cuanto al Daniel Prince de Han cortado los laureles, hay una cierta curiosidad por saber si Léa le permitirá compartir el lecho, pero el autor ha puesto aquí y allá suficientes pistas como para saber que ella toma al joven enamorado como un pasatiempo, lo que hace pensar en un “suspenso” relativo. En El teniente Gustl, de Schnitzler, también hay una hora señalada, pues al amanecer el protagonista debe batirse en duelo, y lo que se explora es el insomnio de sus miedos.
Quienes adaptaron Ulises al cine no entendieron que al irrumpir en los códigos cinematográficos se inscribían en esa otra tradición (de Hitchcock y Zinnemann), y acaso asumirlo así habría ayudado a dar vida a esas frías colecciones de momentos literarios en que, tanto Joseph Strick en los años sesenta como Sean Walsh en el 2004, convirtieron a la novela de James Joyce.
En estos relatos escritos y móviles del tiempo real y el monólogo interior, los segundos del presente se miden a la velocidad eterna del mito.
Junio 2005
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