UN NARRADOR EN SOLEDAD
En algún momento de la novela Soledad (1944), el protagonista Aquiles Alcázar confía en que sobre los siglos flotará la memoria de su nombre para enseguida preguntarse: “¿Cómo harán para recordarme? Nada he escrito y nada dejaré a la posteridad que diga quién fui”. Por lo que concluye que la grandeza se consigue no por lo se es sino por lo que se hace y él, aunque tiene la certeza de que podría hacer grandes cosas, no las ha llevado a cabo todavía, cuando rebasó ya la frontera de los cincuenta años de edad. Sólo se le conoce por ser el oficial quinto del Departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación Pública; se califica a sí mismo como eminente polígrafo o probo funcionario, pero sabe al fin que si algún recuerdo suyo puede haber será el de “un ser insignificante y humillado en su tiempo”. Seis décadas más tarde, ¿cómo le hizo el mundo para no olvidar a Aquiles Alcázar?
Como aquel Enoch Soames que va al futuro para saber si queda alguna huella de su trabajo literario, para descubrirse sólo como personaje de un relato de Max Beerbohm, autor contemporáneo suyo al que Soames desprecia, así, tal vez, Aquiles Alcázar se encontró un domingo, en alguno de sus paseos en tranvía por el centro de la ciudad de México a comienzos de los años cuarenta, con Rubén Salazar Mallén (1905-1986), y le refirió una jornada reciente, otro mal domingo melancólico, acaso uno de los peores. Y: “Mientras avanzaba en el recuerdo, una pesada congoja se iba apoderando de él. Se hizo severos reproches, afeó rigurosamente su conducta, cierto de que habría procedido ‘como un imbécil’; pero debajo de la severidad y del rigor palpitaba el llanto”.
Para esto (piénsese que es enero de 1944), Salazar Mallén estaba por cumplir los cuarenta años. Había nacido en Coatzacoalcos, Veracruz, el 9 de julio de 1905. Muy joven se trasladó a la ciudad de México y sufrió una hemiplejía. Resume Javier Sicilia, uno de sus más atentos lectores, esta primera parte de su vida: “Escribe novelas que incinera. Hace un periodismo mordaz que le da cierto renombre. Como todos los inconformes se rebela y milita en las filas del vasconcelismo [...]. Decepcionado ingresa en 1930 al Partido Comunista. Una nueva decepción paradójicamente lo lleva al fascismo”.
Luego simpatizará con el anarquismo. Antes, en 1932, publica en los dos primeros números de la revista Examen, que dirigía Jorge Cuesta, un par de fragmentos de su novela en proceso Cariátide, acusados, primero en la prensa y después judicialmente, como obras pornográficas de ínfimo valor literario que dañaban a la moral pública. Todo porque Salazar Mallén recurría a las “malas palabras”. Había por ahí un “cabrones”, o un “jijos de la chingada”, pero tampoco se exageraba del recurso.
Contra aquellos fragmentos aparecieron en el periódico Excélsior editoriales de este tipo: “En las páginas de la revista de ‘literatura’ pueden leerse expresiones de una crudeza tal, que se resistiría a repetirlas el más soez carretero en cualquier sitio donde no estuviera rodeado de los de su laya”. O: “Jamás en la historia del periodismo mexicano habíanse dado a la lúz pública palabras tan soeces como las que leímos en la novela que aparece en el número citado de Examen. Ni en los teatros de más baja categoría, destinados a representaciones obscenas, se pronuncian vocablos tan canallescos y mal sonantes, y sería necesario buscar un léxico igual o parecido en las pulquerías y en los lupanares de la ciudad”.
A la campaña en contra de Salazar Mallén, Jorge Cuesta y la revista Examen, se unieron los periódicos El Universal y La Prensa, e incluso El Machete, órgano de difusión del Partido Comunista. Ante la consignación, hubo apoyos escritos de Alejandro Quijano, Genaro Fernández MacGregor, Mariano Azuela, Enrique González Martínez, Bernardo Ortiz de Montellano, Julio Torri, entre otros. Este último, por ejemplo, apuntaba: “Creo que si aparecen algunas palabras malsonantes en un fragmento de novela, se deben al deseo de extremar la nota realista, y no a una deliberada y punible intención de inmoralidad”.
El licenciado Jesús Zavala, juez tercero de la Primera Corte Penal asumió el proceso 1325-32 contra Cuesta, Jorge y Salazar Mallén, Ruben, por el delito de ultraje a la moral pública o a las buenas costumbres. Pero el juez determinó, entre otras consideraciones, que esas malas palabras utilizadas por los personajes de Salazar Mallén “aunque choquen al oído, no son morales ni inmorales”, y por lo tanto decretó la libertad por falta de méritos de los procesados. Tiempo después, acerca de este episodio escribiría José Emilio Pacheco: “El gran mérito literario de Rubén Salazar Mallén, y la deuda no reconocida que nuestra narrativa tiene con él, es que desde 1932 [...] se atrevió a dar existencia literaria al lenguaje que verdaderamente empleamos los mexicanos”.
Cariátide, no obstante, nunca fue publicada en forma completa. Lo único que sobrevivió al escándalo fueron los fragmentos aparecidos en Examen, y que rescató Javier Sicilia en Cariátide a destiempo y otros escombros (1980). El resto al parecer fue incinerado por el autor.
Salazar Mallén dividió su obra novelística en dos grupos. En uno de ellos colocó a las novelas que se sustentan en la vida privada: Camino de perfección (1937), Soledad (1944) y La iniciación (1966). En el otro, aquellas cuya base es la vida social: Páramo (1944), Ojo de agua (1949), Camaradas (1959), ¡Viva México! (1968), La sangre vacía (1982) y El paraíso podrido (1986). Tiene prosa ensayística, la mayor parte recogida en Objeciones y reflexiones (1985).
Pocos de sus libros, sin embargo, han sido reimpresos. El que mejor ha caminado es Soledad, que hasta los años setenta llegó a tener una edición por década. En el 2003, la UNAM lo incluyó en su colección Confabuladores, con prólogo del mismo Sicilia, en donde se califica a Salazar Mallén como el más incómodo de nuestros escritores. Lo es tanto por su actividad como polemista (tuvo un intercambio ríspido con Octavio Paz, al que acusó de plagiarle sus ideas sobre el complejo de la Malinche) como por lo inatrapable de su obra, que parece no sobrevivir del todo al cambio de siglo. La permanencia de Soledad acusa, tal vez, la fragilidad de sus otros títulos...
Esto habría provocado alguna sonrisa en Aquiles Alcázar, oficial quinto del Departamento de Bellas Artes, en ese falso encuentro con Salazar Mallén a bordo de un tranvía de la ruta Portales, que en su viaje de subida pasaba por setenta y dos cantinas y cervecerías. Acaso el funcionario se puso de pie, retorciendo las manos inconscientemente, y en voz alta, sin importarle que los demás pasajeros pudieran oírlo, no repitió lo que Enoch Soames le dijo a Max Beerbohm (“Trate de que sepan que existí”) sino que exclamó con tembloroso acento:
—¡Qué cosas inspira la soledad! Y yo qué solo estoy, Dios mío... ¡qué solo!
Julio 2005
En algún momento de la novela Soledad (1944), el protagonista Aquiles Alcázar confía en que sobre los siglos flotará la memoria de su nombre para enseguida preguntarse: “¿Cómo harán para recordarme? Nada he escrito y nada dejaré a la posteridad que diga quién fui”. Por lo que concluye que la grandeza se consigue no por lo se es sino por lo que se hace y él, aunque tiene la certeza de que podría hacer grandes cosas, no las ha llevado a cabo todavía, cuando rebasó ya la frontera de los cincuenta años de edad. Sólo se le conoce por ser el oficial quinto del Departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación Pública; se califica a sí mismo como eminente polígrafo o probo funcionario, pero sabe al fin que si algún recuerdo suyo puede haber será el de “un ser insignificante y humillado en su tiempo”. Seis décadas más tarde, ¿cómo le hizo el mundo para no olvidar a Aquiles Alcázar?
Como aquel Enoch Soames que va al futuro para saber si queda alguna huella de su trabajo literario, para descubrirse sólo como personaje de un relato de Max Beerbohm, autor contemporáneo suyo al que Soames desprecia, así, tal vez, Aquiles Alcázar se encontró un domingo, en alguno de sus paseos en tranvía por el centro de la ciudad de México a comienzos de los años cuarenta, con Rubén Salazar Mallén (1905-1986), y le refirió una jornada reciente, otro mal domingo melancólico, acaso uno de los peores. Y: “Mientras avanzaba en el recuerdo, una pesada congoja se iba apoderando de él. Se hizo severos reproches, afeó rigurosamente su conducta, cierto de que habría procedido ‘como un imbécil’; pero debajo de la severidad y del rigor palpitaba el llanto”.
Para esto (piénsese que es enero de 1944), Salazar Mallén estaba por cumplir los cuarenta años. Había nacido en Coatzacoalcos, Veracruz, el 9 de julio de 1905. Muy joven se trasladó a la ciudad de México y sufrió una hemiplejía. Resume Javier Sicilia, uno de sus más atentos lectores, esta primera parte de su vida: “Escribe novelas que incinera. Hace un periodismo mordaz que le da cierto renombre. Como todos los inconformes se rebela y milita en las filas del vasconcelismo [...]. Decepcionado ingresa en 1930 al Partido Comunista. Una nueva decepción paradójicamente lo lleva al fascismo”.
Luego simpatizará con el anarquismo. Antes, en 1932, publica en los dos primeros números de la revista Examen, que dirigía Jorge Cuesta, un par de fragmentos de su novela en proceso Cariátide, acusados, primero en la prensa y después judicialmente, como obras pornográficas de ínfimo valor literario que dañaban a la moral pública. Todo porque Salazar Mallén recurría a las “malas palabras”. Había por ahí un “cabrones”, o un “jijos de la chingada”, pero tampoco se exageraba del recurso.
Contra aquellos fragmentos aparecieron en el periódico Excélsior editoriales de este tipo: “En las páginas de la revista de ‘literatura’ pueden leerse expresiones de una crudeza tal, que se resistiría a repetirlas el más soez carretero en cualquier sitio donde no estuviera rodeado de los de su laya”. O: “Jamás en la historia del periodismo mexicano habíanse dado a la lúz pública palabras tan soeces como las que leímos en la novela que aparece en el número citado de Examen. Ni en los teatros de más baja categoría, destinados a representaciones obscenas, se pronuncian vocablos tan canallescos y mal sonantes, y sería necesario buscar un léxico igual o parecido en las pulquerías y en los lupanares de la ciudad”.
A la campaña en contra de Salazar Mallén, Jorge Cuesta y la revista Examen, se unieron los periódicos El Universal y La Prensa, e incluso El Machete, órgano de difusión del Partido Comunista. Ante la consignación, hubo apoyos escritos de Alejandro Quijano, Genaro Fernández MacGregor, Mariano Azuela, Enrique González Martínez, Bernardo Ortiz de Montellano, Julio Torri, entre otros. Este último, por ejemplo, apuntaba: “Creo que si aparecen algunas palabras malsonantes en un fragmento de novela, se deben al deseo de extremar la nota realista, y no a una deliberada y punible intención de inmoralidad”.
El licenciado Jesús Zavala, juez tercero de la Primera Corte Penal asumió el proceso 1325-32 contra Cuesta, Jorge y Salazar Mallén, Ruben, por el delito de ultraje a la moral pública o a las buenas costumbres. Pero el juez determinó, entre otras consideraciones, que esas malas palabras utilizadas por los personajes de Salazar Mallén “aunque choquen al oído, no son morales ni inmorales”, y por lo tanto decretó la libertad por falta de méritos de los procesados. Tiempo después, acerca de este episodio escribiría José Emilio Pacheco: “El gran mérito literario de Rubén Salazar Mallén, y la deuda no reconocida que nuestra narrativa tiene con él, es que desde 1932 [...] se atrevió a dar existencia literaria al lenguaje que verdaderamente empleamos los mexicanos”.
Cariátide, no obstante, nunca fue publicada en forma completa. Lo único que sobrevivió al escándalo fueron los fragmentos aparecidos en Examen, y que rescató Javier Sicilia en Cariátide a destiempo y otros escombros (1980). El resto al parecer fue incinerado por el autor.
Salazar Mallén dividió su obra novelística en dos grupos. En uno de ellos colocó a las novelas que se sustentan en la vida privada: Camino de perfección (1937), Soledad (1944) y La iniciación (1966). En el otro, aquellas cuya base es la vida social: Páramo (1944), Ojo de agua (1949), Camaradas (1959), ¡Viva México! (1968), La sangre vacía (1982) y El paraíso podrido (1986). Tiene prosa ensayística, la mayor parte recogida en Objeciones y reflexiones (1985).
Pocos de sus libros, sin embargo, han sido reimpresos. El que mejor ha caminado es Soledad, que hasta los años setenta llegó a tener una edición por década. En el 2003, la UNAM lo incluyó en su colección Confabuladores, con prólogo del mismo Sicilia, en donde se califica a Salazar Mallén como el más incómodo de nuestros escritores. Lo es tanto por su actividad como polemista (tuvo un intercambio ríspido con Octavio Paz, al que acusó de plagiarle sus ideas sobre el complejo de la Malinche) como por lo inatrapable de su obra, que parece no sobrevivir del todo al cambio de siglo. La permanencia de Soledad acusa, tal vez, la fragilidad de sus otros títulos...
Esto habría provocado alguna sonrisa en Aquiles Alcázar, oficial quinto del Departamento de Bellas Artes, en ese falso encuentro con Salazar Mallén a bordo de un tranvía de la ruta Portales, que en su viaje de subida pasaba por setenta y dos cantinas y cervecerías. Acaso el funcionario se puso de pie, retorciendo las manos inconscientemente, y en voz alta, sin importarle que los demás pasajeros pudieran oírlo, no repitió lo que Enoch Soames le dijo a Max Beerbohm (“Trate de que sepan que existí”) sino que exclamó con tembloroso acento:
—¡Qué cosas inspira la soledad! Y yo qué solo estoy, Dios mío... ¡qué solo!
Julio 2005
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