NÁUFRAGOS DEL AMOR
“El matrimonio es aterrador”, escribió en 1881 Robert Louis Stevenson en Virginibus puerisque, “pero tan aterradora es una vejez fría y solitaria.” Asegura que éste “merma y apaga el espíritu de los hombres generosos”, aunque suele ser beneficioso para las mujeres, lo mismo si se casan bien que mal; y lo compara enseguida con aquella situación de quienes están juntos en una celda o en una isla desierta, prisioneros de sí mismos. Excluye del matrimonio, además, el impulso amoroso, pues sospecha “que el amor es una pasión demasiado violenta para poder ser, en la mayor parte de los casos, un buen sentimiento doméstico”. Si sólo se casaran los que estuvieran en verdad enamorados, apunta, mucha gente moriría soltera.
Mas Stevenson no murió soltero. Justo un año antes de que apareciera Virginibus puerisque se unió a Fanny Osbourne, que era diez años mayor que él; norteamericana y divorciada, para más señas. Las reflexiones de Stevenson sobre el matrimonio (al que define como “una especie de amistad reconocida por la policía”) parten de alguien que supo del tema no de oídas sino que investigó, digamos, in situ: en el lugar de los hechos (o en el holgar de los lechos). Aunque también es probable que esas líneas le hayan funcionado como arma defensiva antes de capitular, ya que al principio del libro refiere un espíritu de desconfianza en torno al matrimonio —para él un campo de batalla—, y de preferencia por la soltería.
Pero se casó, habrá que insistir. Y sin embargo, escribe, “no hay probablemente en la vida de un hombre acto alguno realizado tan a ciegas y a locas como éste del matrimonio”. Piensa en quien ha fracasado en el gobierno de su propia vida y no encuentra nada mejor que hacerse responsable del gobierno de otra persona: “Ya no te conformas con ser tu propio enemigo: quieres serlo, además, de tu mujer”. Y: “Aquella para quien desearías la mayor felicidad es la que eliges como tu víctima”. Ella se vuelve testigo directo de la vida del hombre; y no sólo juez, también víctima de sus pecados; puede condenar al otro a las más agudas penas, y tocarle aun compartirlas.
Según el autor, las mujeres y los hombres van al matrimonio con expectativas distintas, lo que provoca serios malentendidos. “A las primeras se les provee de un reducido campo de experiencias y se les enseñan muy estrictos principios para enjuiciar y obrar. A los segundos se les muestra con más amplitud las distintas facetas de la vida y su regla de conducta es ensanchada proporcionalmente. Se les enseña a practicar virtudes diferentes, a abominar de vicios diferentes, a colocar su ideal, aun en lo que se refiere a sus relaciones mutuas, en perfecciones diferentes”.
Y, por lo mismo, “cuando veo a un mozo ternezuelo y a una inexperta muchacha ir alegremente, como quien va en romería cantando y bailando, a formalizar aquel serio contrato y emprender el camino de la vida con ideas tan monstruosamente divergentes, no me maravillo de que muchos naufraguen, sino de que alguno consiga llegar a puerto”.
Hubiera sido extraordinario obtener el testimonio directo de Fanny Osbourne sobre Virginibus puerisque y en torno a su vida con Stevenson, el cual tenía una percepción a la vez lúcida y contradictoria sobre el matrimonio, del que sin embargo no había que huir pues se actuaría como un desertor militar. Estuvieron casados más de una década, y la separación vino con la muerte en 1894 del enfermizo Robert Louis cuando vivían en Samoa, por lo que puede asegurarse que el escritor no tuvo una vejez fría y solitaria.
Descreía Stevenson del matrimonio —aunque se sometió a sus rigores— pero creía en el amor, “la única aventura ilógica, la única cosa que estamos tentados a considerar sobrenatural en nuestro vulgar y razonable mundo”. Y parece estar contando su propia historia en las líneas que siguen: “El amor debería correr al encuentro del amor con los brazos abiertos. En realidad, el ideal es cuando dos personas van enamorándose pasito a pasito, con una temblorosa conciencia, como un par de niños que de la mano se aventuran a avanzar por una oscura habitación. Desde el primer momento en que se ven con un despertar súbito de angustiada curiosidad y a través de los distintos grados de creciente placer y turbación creciente, pueden leer el reflejo de su propia emoción en los ojos del otro. En estos casos no hay declaración propiamente dicha. Está tan a las claras compartido el sentimiento, que tan pronto como el hombre conoce con certeza lo que pasa en su corazón, conoce con la misma seguridad lo que ocurre en el corazón de la mujer”.
¿Fue así como sucedieron las cosas con Fanny Osbourne? La conoció en 1876 en un balneario en Francia y sufrió el “accidente” de enamorarse, para Stevenson “tan conveniente como asombroso”. Ante los ruegos del escritor, ella volvió a Estados Unidos para tramitar su divorcio; se casaron, así, en 1880. No hay noticia de que en algún momento él haya dudado.
Esta rápida revisión en torno a Stevenson y sus ideas sobre el amor y el matrimonio, a partir de su Virginibus puerisque, tenía un propósito incumplido: encaminarnos a un tomo reciente del Fondo de Cultura Económica, La más bella historia del amor, mas habrá que posponer esa tarea. Por cierto dice Stevenson que el amor no soportaría un escrutinio histórico, y eso es lo que intenta el libro de Dominique Simonnet, historiar al amor desde el hombre de Cro-Magnon hasta nuestros días. ¿Cómo le hizo?
Junio 2005
“El matrimonio es aterrador”, escribió en 1881 Robert Louis Stevenson en Virginibus puerisque, “pero tan aterradora es una vejez fría y solitaria.” Asegura que éste “merma y apaga el espíritu de los hombres generosos”, aunque suele ser beneficioso para las mujeres, lo mismo si se casan bien que mal; y lo compara enseguida con aquella situación de quienes están juntos en una celda o en una isla desierta, prisioneros de sí mismos. Excluye del matrimonio, además, el impulso amoroso, pues sospecha “que el amor es una pasión demasiado violenta para poder ser, en la mayor parte de los casos, un buen sentimiento doméstico”. Si sólo se casaran los que estuvieran en verdad enamorados, apunta, mucha gente moriría soltera.
Mas Stevenson no murió soltero. Justo un año antes de que apareciera Virginibus puerisque se unió a Fanny Osbourne, que era diez años mayor que él; norteamericana y divorciada, para más señas. Las reflexiones de Stevenson sobre el matrimonio (al que define como “una especie de amistad reconocida por la policía”) parten de alguien que supo del tema no de oídas sino que investigó, digamos, in situ: en el lugar de los hechos (o en el holgar de los lechos). Aunque también es probable que esas líneas le hayan funcionado como arma defensiva antes de capitular, ya que al principio del libro refiere un espíritu de desconfianza en torno al matrimonio —para él un campo de batalla—, y de preferencia por la soltería.
Pero se casó, habrá que insistir. Y sin embargo, escribe, “no hay probablemente en la vida de un hombre acto alguno realizado tan a ciegas y a locas como éste del matrimonio”. Piensa en quien ha fracasado en el gobierno de su propia vida y no encuentra nada mejor que hacerse responsable del gobierno de otra persona: “Ya no te conformas con ser tu propio enemigo: quieres serlo, además, de tu mujer”. Y: “Aquella para quien desearías la mayor felicidad es la que eliges como tu víctima”. Ella se vuelve testigo directo de la vida del hombre; y no sólo juez, también víctima de sus pecados; puede condenar al otro a las más agudas penas, y tocarle aun compartirlas.
Según el autor, las mujeres y los hombres van al matrimonio con expectativas distintas, lo que provoca serios malentendidos. “A las primeras se les provee de un reducido campo de experiencias y se les enseñan muy estrictos principios para enjuiciar y obrar. A los segundos se les muestra con más amplitud las distintas facetas de la vida y su regla de conducta es ensanchada proporcionalmente. Se les enseña a practicar virtudes diferentes, a abominar de vicios diferentes, a colocar su ideal, aun en lo que se refiere a sus relaciones mutuas, en perfecciones diferentes”.
Y, por lo mismo, “cuando veo a un mozo ternezuelo y a una inexperta muchacha ir alegremente, como quien va en romería cantando y bailando, a formalizar aquel serio contrato y emprender el camino de la vida con ideas tan monstruosamente divergentes, no me maravillo de que muchos naufraguen, sino de que alguno consiga llegar a puerto”.
Hubiera sido extraordinario obtener el testimonio directo de Fanny Osbourne sobre Virginibus puerisque y en torno a su vida con Stevenson, el cual tenía una percepción a la vez lúcida y contradictoria sobre el matrimonio, del que sin embargo no había que huir pues se actuaría como un desertor militar. Estuvieron casados más de una década, y la separación vino con la muerte en 1894 del enfermizo Robert Louis cuando vivían en Samoa, por lo que puede asegurarse que el escritor no tuvo una vejez fría y solitaria.
Descreía Stevenson del matrimonio —aunque se sometió a sus rigores— pero creía en el amor, “la única aventura ilógica, la única cosa que estamos tentados a considerar sobrenatural en nuestro vulgar y razonable mundo”. Y parece estar contando su propia historia en las líneas que siguen: “El amor debería correr al encuentro del amor con los brazos abiertos. En realidad, el ideal es cuando dos personas van enamorándose pasito a pasito, con una temblorosa conciencia, como un par de niños que de la mano se aventuran a avanzar por una oscura habitación. Desde el primer momento en que se ven con un despertar súbito de angustiada curiosidad y a través de los distintos grados de creciente placer y turbación creciente, pueden leer el reflejo de su propia emoción en los ojos del otro. En estos casos no hay declaración propiamente dicha. Está tan a las claras compartido el sentimiento, que tan pronto como el hombre conoce con certeza lo que pasa en su corazón, conoce con la misma seguridad lo que ocurre en el corazón de la mujer”.
¿Fue así como sucedieron las cosas con Fanny Osbourne? La conoció en 1876 en un balneario en Francia y sufrió el “accidente” de enamorarse, para Stevenson “tan conveniente como asombroso”. Ante los ruegos del escritor, ella volvió a Estados Unidos para tramitar su divorcio; se casaron, así, en 1880. No hay noticia de que en algún momento él haya dudado.
Esta rápida revisión en torno a Stevenson y sus ideas sobre el amor y el matrimonio, a partir de su Virginibus puerisque, tenía un propósito incumplido: encaminarnos a un tomo reciente del Fondo de Cultura Económica, La más bella historia del amor, mas habrá que posponer esa tarea. Por cierto dice Stevenson que el amor no soportaría un escrutinio histórico, y eso es lo que intenta el libro de Dominique Simonnet, historiar al amor desde el hombre de Cro-Magnon hasta nuestros días. ¿Cómo le hizo?
Junio 2005
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