miércoles, julio 20, 2005

LA DAMA Y LOS INQUISIDORES

Definió los años cincuenta de una manera inequívoca: ese fue para Lillian Hellman (1905-1984) un “tiempo de canallas”. Lo vivió, o sufrió, así. Ella y su compañero, el novelista Dashiell Hammet.
En junio de 1951, él fue llamado a comparecer ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas, formado por los senadores McCarthy y McCarran y los diputados Nixon, Walter y Wood, que se dedicaban con esmero a cazar comunistas. Por negarse a dar nombres de los contribuyentes al fondo de finanzas del Congreso de Derechos Civiles, Hammet fue enviado a la cárcel bajo la acusación de desacato.
Menos de un año después, el 21 de febrero de 1952 Lillian Hellmann recibió un citatorio para presentarse ante el mismo Comité el 21 de mayo a las 11 horas. Tenía tres meses para pensar y repensar sobre su posición ante los inquisidores. Por las ideas de ambos, y sobre todo por ese rechazo común a delatar, aunque fuera sólo para guardar las formas y con nombres sacados de la imaginación (lo que solía satisfacer a los miembros del Comité, como señal de “buena voluntad”), podría esperarle un futuro similar al de Hammet.
Algunos de los que acudieron ante ese grupo de legisladores anunciaban que actuarían con entereza y terminaban colaborando dócilmente. Quien se ufanaba ante los amigos de que no daría nombres se convertía al instante, por temor, en “testigo bien dispuesto”. Otros firmaban lo que fuera con tal de salir pronto del interrogatorio; así lo hicieron Elia Kazan y José Ferrer, por ejemplo. A Gary Cooper le preguntaron si había mucha propaganda comunista en los guiones que le proponían, y él respondió algo que tampoco tuvo gran lógica y hasta sonó gracioso:
—No, no me parece que la haya, pero tampoco estoy muy seguro porque acostumbro leer mis guiones por la noche.
Era una cacería de brujas inverosímil: bajo el temor de que se infiltraran comunistas en la sociedad estadounidense, se imponía un severo régimen de vigilancia sobre las conciencias. La ejemplar “democracia americana” se comportaba como una vulgar dictadura.
Curiosamente, el día en que le llegó el citatorio Lillian Hellman revisaba su ficha para el Quién es quién en los Estados Unidos, en la que se detallaba su biografía. Habría podido escribir que era una sureña nacida el 20 de junio de 1905 en Nueva Orleáns, y que vio a la familia de su madre (perteneciente a la clase alta de Alabama) enriquecerse y afianzar su fortuna a costa de los negros pobres, experiencia que se refleja en Las pequeñas zorras (The Little Foxes, 1939), una de sus primeras piezas teatrales. Está ahí también su rebelión temprana ante la adinerada familia de su madre, a quienes describe como una “cuadrilla de villanos de comedia”. Encontraba las luces en el lado paterno y en su nodriza, de nombre Sofronia. Según Rosario Castellanos, Lillian Hellman perteneció “a una nueva camada de jóvenes ‘duros’ que van a relacionarse entre sí y con el mundo de afuera no por lazos tan precarios como los estados de ánimo, sino por ligas más duraderas como las convicciones”.
Su primera obra de teatro fue La hora de los niños (The Children’s Hour, 1934), muy celebrada. Se casó con el guionista Arthur Kobe, pero terminó viviendo con Dashiell Hammett. Compartían una afición a la bebida que no siempre controlaron. Estuvo en España durante la guerra civil; también en el frente ruso; y en Londres durante los ataques aéreos. Siguió escribiendo teatro (Días por venir, Tormenta sobre el Rhin, El viento penetrante, En otro lugar del bosque, Jardín de otoño) y participó en adaptaciones de sus libretos al cine. Se interesó en la obra del narrador y dramaturgo ruso Anton Chejov, de quien recopiló y prologó su correspondencia.
¿Algo de esto la incriminaba? Aunque se sentía de “izquierdas”, no había pertenecido al Partido Comunista. En tal caso, la que se presentaría ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas era una dramaturga importante y una guionista exitosa.
En los días previos se le ocurrió enviar una carta al Comité, donde entre otras cosas señalaba que “hacerle daño a gente inocente que conocí hace muchos años para salvarme yo misma es, en mi opinión, un acto inhumano, indecente y deshonroso”. Por lo que fijaba así su postura: “Estoy dispuesta a prescindir del privilegio que me protege de la auto-acusación, para relatarles todo lo que deseen saber sobre mis opiniones y acciones, con tal de que su Comité se abstenga de obligarme a mencionar otras personas por sus nombres. Si el Comité no puede acceder a mi petición, me veré obligada a acogerme a la Quinta Enmienda de nuestra Constitución durante el curso de la vista”.
Ese 21 de mayo el diálogo con los legisladores fue ríspido. Estuvo con ellos, exactamente, una hora con siete minutos. Entre otras cosas le preguntaron si era miembro del Partido Comunista o si lo había sido alguna vez o en qué año había dejado de serlo. Lillian Hellman se acogió siempre a la carta enviada al Comité y repetía como cantinela:
—Me veo obligada a no contestar esa pregunta.
Lo que enojaba a los funcionarios. Y como se aludía tanto a la carta, del abogado de Lillian Hellman surgió la petición de que fuera leída en voz alta; se repartieron, además, copias a los periodistas presentes. Algo era claro: hablaría de sí misma, no de otras personas; ningún nombre saldría de su boca... Entre el público surgió una exclamación: “Gracias a Dios que por fin alguien tuvo agallas para hacerlo”.
Y el Comité decidió que no había razones para volver a citarla. Salió victoriosa.
Su actitud fue ejemplar pero el macarthismo realmente le hizo daño. En ese tiempo, Lillian Hellman y Dashiell Hammet fueron proscritos de Hollywood, de la televisión y de la radio. Ella pasó de ganar de ciento cuarenta mil dólares al año (antes de aparecer en la lista negra), a cincuenta, luego veinte y luego diez mil dólares al año... Tuvo que vender su granja en Pleasantville, en la que tanto Lillian como Dashiell la pasaban muy bien. Llegó a trabajar con nombre falso en un almacén, en la sección de comestibles... Una frase define su estado anímico: “Cuando desperté, el mundo parecía arruinado”.
El despertar se dio, acaso, hacia 1960, cuando estrenó Juguetes en el desván (Toys in the Attic) y vino una recuperación de su obra teatral. A la vez, William Wyler filmó La hora de los niños, historia de un amor entre mujeres. En los años siguientes terminó cuatro tomos autobiográficos: Una mujer inacabada (An Unfinished Woman, 1966), Pentimento (1976), Tiempo de canallas (Scoundrel Time, 1976) y Quizás. Un relato (Maybe. A Story, 1980)... El tercero de ellos gira alrededor de su comparecencia ante el Comité, y cierra de esta manera: “He escrito aquí que me he recuperado. Lo digo en un sentido mundano porque no creo en la recuperación. El pasado, con sus placeres, sus recompensas, sus locuras y sus castigos, permanece para siempre en cada uno de nosotros, y así debe ser”.
Además: “Al terminar de escribir sobre esta parte desagradable de mi vida, me digo que existió un entonces y que existe un ahora, que los años que separan el entonces del ahora, así como el tiempo de entonces y el de ahora, se funden y son uno mismo”.
Para Lillian Hellman, ambos fueron tiempos de canallas.

Junio 2005

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal