LONDRES NO DEBE REÍR
Inquieta recordar que un paisaje terrorífico muy semejante al que se vivió en Londres el pasado 7 de julio apareció, setenta años atrás, en una película sobre saboteadores dirigida por Alfred Hitchcock (basada en una novela de Joseph Conrad) y con una secuencia en la que explota una bomba en un autobús de doble piso de la ruta 24, exactamente a las 13:45 horas y en la zona oeste de la ciudad, y lo deja tan destruido como ese otro autobús de la ruta 30 cuyos escombros se dispersaron el jueves a lo largo de Tavistock Square, cerca del Museo Británico.
En reiteradas ocasiones, el cineasta lamentó haber filmado ese momento, entre otras cosas porque moría ahí el joven Stevie, hermano menor de la protagonista, que transportaba hacia Picadilly Circus dos latas con la cinta Bartolomé el estrangulador y un paquete con lo que él creía eran partes de un proyector cinematográfico pero que en realidad eran explosivos. Hitchcock narra los últimos minutos de Stevie, quien primero se entretiene con un vendedor callejero, que usa al muchacho para mostrar un par de productos de limpieza personal (una pasta de dientes y un fijador para el cabello), y luego se distrae con el “Desfile del alcalde”. Cuando Stevie logra subir al autobús, ya el tiempo se le vino encima; el marido de su hermana, Carl Anton Verloc, le había pedido que llegara a Picadilly Circus a más tardar a las 13:30 horas, y dejara en el guardarropa de la estación del metro tanto las dos latas como el paquete cerrado, programado éste para estallar 15 minutos después. No puede Verloc en persona transportar la bomba porque la policía sospecha de él y lo tiene acorralado.
Se activan los relojes de la ficción. Stevie viaja ya en el autobús de doble piso. Es sábado, hay tráfico en Londres. Está en marcha, además, la conocida maquinaria del suspenso: el espectador sabe algo que el muchacho ignora y espera, el espectador, que un milagro ocurra y Stevie y los otros pasajeros, ajenos a la amenaza que se cierne sobre ellos, se salven de un destino trágico. Son las 13:43. Una vecina de asiento trae en brazos a un perrito, con el que Stevie juega; 13:44. El autobús se frena por la luz roja del semáforo. Luz verde; 13:45...
A propósito de Sabotaje (Sabotage, 1936), Hitchcock le confesó a François Truffaut: “Cuando un personaje pasea una bomba sin saberlo, como un simple paquete, se crea un suspense muy fuerte con relación al público. A todo lo largo de este trayecto, el personaje del niño se hizo mucho más simpático para el público que, luego, no me perdonó que lo hiciera morir, cuando la bomba estalla con él en el autobús”.
Antes, en un artículo publicado en 1949, “El placer del miedo”, abordó Hitchcock el mismo asunto, según esta idea: cuando el público se identifica con un personaje da por supuesto que se instala una especie de manto invisible que protege al que lo lleva. “Una vez que las simpatías han quedado claramente establecidas y el manto está terminado no es aceptable —en opinión del público y en opinión de muchos críticos— violar el manto y conducir a su portador a un final desastroso.” Lo cual lleva a Hitchcock a Stevie y a Sabotaje, pues “ese episodio era una clara cancelación del manto invisible de protección que llevan los personajes simpáticos de las películas”. Y: “Además de eso, como el público sabía que [el paquete] contenía una bomba y el chico no, permitir que la bomba estallara era una violación de la regla que prohíbe una combinación directa de suspense y terror, o de advertencia y sorpresa”.
Así las cosas, cierra el director británico, tanto el público como la crítica —cuya sensibilidad se había sentido tremendamente ultrajada— fueron de la opinión unánime de que Hitchcock debería haber estado sentado en el asiento contiguo al del muchacho, preferiblemente en el asiento en el que Stevie había dejado la bomba.
No hubo en la realidad de estos días suspenso ni advertencia; simplemente, sorpresa y terror, pues las bombas, esa del autobús de la ruta 30 más las de las estaciones del metro, estallaron sin aviso previo.
En el filme, en el episodio de Stevie, buscó Hitchcock una situación análoga a otra que sucede en El agente secreto (The Secret Agent, 1907), la novela de Conrad, cuya aparición también le mereció a su autor algunos reproches, por lo que tuvo que explicar que no había perversidad en su intención, ni desdén oculto contra la sensibilidad natural de las personas en la raíz de sus impulsos, en ese retrato de los anarquistas. Es decir, Hitchcock se disculpa técnicamente (por una frontera rota entre el suspenso y el terror, en camino hacia Psicosis), mientras que Conrad lo hace moralmente.
También en la novela muere Stevie. Por encargo de Verloc, lleva explosivos en una lata de barniz y tropieza con unas raíces de árbol en el Greenwich Park cuando se dirigía al observatorio de ese nombre, atentado ocurrido históricamente y con el mismo saldo, un hombre despedazado por un estallido y del que el novelista supo sólo dos cosas: que tenía un retraso mental y que su hermana, al enterarse de su muerte, se suicidó.
Lo que el Conrad vio en la absurda actividad terrorista fue a una “humanidad siempre tan trágicamente dispuesta para la autodestrucción”.
Julio 2005
Inquieta recordar que un paisaje terrorífico muy semejante al que se vivió en Londres el pasado 7 de julio apareció, setenta años atrás, en una película sobre saboteadores dirigida por Alfred Hitchcock (basada en una novela de Joseph Conrad) y con una secuencia en la que explota una bomba en un autobús de doble piso de la ruta 24, exactamente a las 13:45 horas y en la zona oeste de la ciudad, y lo deja tan destruido como ese otro autobús de la ruta 30 cuyos escombros se dispersaron el jueves a lo largo de Tavistock Square, cerca del Museo Británico.
En reiteradas ocasiones, el cineasta lamentó haber filmado ese momento, entre otras cosas porque moría ahí el joven Stevie, hermano menor de la protagonista, que transportaba hacia Picadilly Circus dos latas con la cinta Bartolomé el estrangulador y un paquete con lo que él creía eran partes de un proyector cinematográfico pero que en realidad eran explosivos. Hitchcock narra los últimos minutos de Stevie, quien primero se entretiene con un vendedor callejero, que usa al muchacho para mostrar un par de productos de limpieza personal (una pasta de dientes y un fijador para el cabello), y luego se distrae con el “Desfile del alcalde”. Cuando Stevie logra subir al autobús, ya el tiempo se le vino encima; el marido de su hermana, Carl Anton Verloc, le había pedido que llegara a Picadilly Circus a más tardar a las 13:30 horas, y dejara en el guardarropa de la estación del metro tanto las dos latas como el paquete cerrado, programado éste para estallar 15 minutos después. No puede Verloc en persona transportar la bomba porque la policía sospecha de él y lo tiene acorralado.
Se activan los relojes de la ficción. Stevie viaja ya en el autobús de doble piso. Es sábado, hay tráfico en Londres. Está en marcha, además, la conocida maquinaria del suspenso: el espectador sabe algo que el muchacho ignora y espera, el espectador, que un milagro ocurra y Stevie y los otros pasajeros, ajenos a la amenaza que se cierne sobre ellos, se salven de un destino trágico. Son las 13:43. Una vecina de asiento trae en brazos a un perrito, con el que Stevie juega; 13:44. El autobús se frena por la luz roja del semáforo. Luz verde; 13:45...
A propósito de Sabotaje (Sabotage, 1936), Hitchcock le confesó a François Truffaut: “Cuando un personaje pasea una bomba sin saberlo, como un simple paquete, se crea un suspense muy fuerte con relación al público. A todo lo largo de este trayecto, el personaje del niño se hizo mucho más simpático para el público que, luego, no me perdonó que lo hiciera morir, cuando la bomba estalla con él en el autobús”.
Antes, en un artículo publicado en 1949, “El placer del miedo”, abordó Hitchcock el mismo asunto, según esta idea: cuando el público se identifica con un personaje da por supuesto que se instala una especie de manto invisible que protege al que lo lleva. “Una vez que las simpatías han quedado claramente establecidas y el manto está terminado no es aceptable —en opinión del público y en opinión de muchos críticos— violar el manto y conducir a su portador a un final desastroso.” Lo cual lleva a Hitchcock a Stevie y a Sabotaje, pues “ese episodio era una clara cancelación del manto invisible de protección que llevan los personajes simpáticos de las películas”. Y: “Además de eso, como el público sabía que [el paquete] contenía una bomba y el chico no, permitir que la bomba estallara era una violación de la regla que prohíbe una combinación directa de suspense y terror, o de advertencia y sorpresa”.
Así las cosas, cierra el director británico, tanto el público como la crítica —cuya sensibilidad se había sentido tremendamente ultrajada— fueron de la opinión unánime de que Hitchcock debería haber estado sentado en el asiento contiguo al del muchacho, preferiblemente en el asiento en el que Stevie había dejado la bomba.
No hubo en la realidad de estos días suspenso ni advertencia; simplemente, sorpresa y terror, pues las bombas, esa del autobús de la ruta 30 más las de las estaciones del metro, estallaron sin aviso previo.
En el filme, en el episodio de Stevie, buscó Hitchcock una situación análoga a otra que sucede en El agente secreto (The Secret Agent, 1907), la novela de Conrad, cuya aparición también le mereció a su autor algunos reproches, por lo que tuvo que explicar que no había perversidad en su intención, ni desdén oculto contra la sensibilidad natural de las personas en la raíz de sus impulsos, en ese retrato de los anarquistas. Es decir, Hitchcock se disculpa técnicamente (por una frontera rota entre el suspenso y el terror, en camino hacia Psicosis), mientras que Conrad lo hace moralmente.
También en la novela muere Stevie. Por encargo de Verloc, lleva explosivos en una lata de barniz y tropieza con unas raíces de árbol en el Greenwich Park cuando se dirigía al observatorio de ese nombre, atentado ocurrido históricamente y con el mismo saldo, un hombre despedazado por un estallido y del que el novelista supo sólo dos cosas: que tenía un retraso mental y que su hermana, al enterarse de su muerte, se suicidó.
Lo que el Conrad vio en la absurda actividad terrorista fue a una “humanidad siempre tan trágicamente dispuesta para la autodestrucción”.
Julio 2005
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