martes, agosto 09, 2005

EL LENGUAJE DE LA CÁMARA

No es lo mismo, claro, que la industria cinematográfica dirija sus ejércitos multimillonarios contra una novela y la adapte para sus propios fines comerciales e ideológicos (como sucede con Coppola, Lucas y Spielberg cuando se interesan en Joseph Conrad o H. G. Wells) a que un artista realice ese proceso de apropiación de un texto literario y consiga los espacios idóneos para trabajar en absoluta libertad (piénsese en Stanley Kubrick o en David Cronenberg en sus versiones de Nabokov y Burroughs). En lo que respecta a Apocalipsis (Apocalypse Now, 1979), por la magnitud del proyecto Francis Ford Coppola tenía encima tantos compromisos económicos que difícilmente habría arriesgado su inversión con un tono crítico manifiesto: según se refiere en El libro de Apocalypse Now (Peter Cowie, 2000), envío incluso una carta tranquilizante al secretario de Defensa de los Estados Unidos Donald Rumsfeld y realizó una proyección especial de la cinta en la Casa Blanca, para recibir enseguida el paternal “visto bueno” de Ronald Reagan.
Las deudas, quizá, o su nacionalismo, a lo mejor, o ambas cosas juntas demandaron a Coppola que toda denuncia de la barbarie estadounidense en Vietnam fuera “eliminada con extremo prejuicio”, con órdenes similares a las que recibe Willard cuando se le pide buscar a Kurtz en el corazón de la selva. Al preguntarle en Cuba por qué esa actitud final acrítica, respondió Coppola: “Dije que amo a América y no me voy a poner dogmático”. Para Michael Herr, quien perfeccionó el relato con voz en off que estructura el largometraje, “todos los problemas vinculados a Apocalypse Now nacen de la imposibilidad de llevar a Joseph Conrad a la pantalla. Es un escritor puramente literario. No se puede transferir a la pantalla su sublime ironía”.
Más allá de los poderes de la fábrica hollywoodense, he ahí tal vez una clave: lo puramente literario debe volverse puramente cinematográfico, esto cuando no se trata de adaptaciones fingidas sino reales. Ocurre así, por ejemplo, con Stanley Kubrick: la Lolita (1955) de Vladimir Nabokov es casi exactamente la Lolita (1962) del cineasta; Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999) refiere escrupulosamente las mismas circunstancias emocionales que el Relato soñado (Traumnovelle, 1926), de Arthur Schnitzler.
En el caso de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1962), de Anthony Burgess, le ocurrió a Kubrick que leyó la edición equivocada: el escritor había dividido su novela en tres partes de siete capítulos cada una, 21 capítulos en total, mas un editor neoyorquino consideró que el último episodio salía sobrando, y Burgess aceptó en ese momento porque no tenía otra opción y necesitaba el dinero que le ofrecían como adelanto. Sin embargo en Inglaterra la novela se publicó sin esa mutilación, aunque muchas traducciones (la española de Minotauro entre ellas, ya corregida) se basaron en el tomo neoyorquino, que fue el mismo que Kubrick leyó y adaptó en 1971. Interesaba a Burgess que el proceso de maduración o crecimiento de su protagonista concluyera, por lo que debía llegar a esa cifra de 21 capítulos, dado que a los 21 años se tenía derecho a votar y se asumían las responsabilidades de un adulto. Alrededor de lo mismo piensa el narrador que “no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales”. Esto lo lleva a concluir que la Naranja norteamericana o de Kubrick son fábulas, y que la británica o mundial (pero no en todo el mundo) acaba por redondearse como novela.
Aunque la película de Kubrick es extraordinaria. Y tal vez al texto le sea imprescindible ese equilibrio de tres partes y 7 capítulos cada una, pero al filme no porque éste transcurre como continuidad y los 136 minutos que dura parecen adecuados para desarrollar al protagonista y dejarlo en ese punto inquietante en que Alex se siente curado de su tratamiento pacificador.
Suele asegurarse que Alfred Hitchcock tomaba de las novelas y las obras de teatro que adaptaba sólo algunos motivos, y los desarrollaba a su manera, pero esto no es del todo cierto. O no fue siempre así. Se sentía más cómodo, es verdad, con el bestseller, al que no respetaba porque se trata por lo general de relatos desarticulados que él podía estructurar para convertirlos en una “Hitchcock movie”... pero también adaptó a Joseph Conrad y a Patricia Highsmith. En las conversaciones con Truffaut confiesa, primero, su método de trabajo: “Yo leo una historia sólo una vez. Cuando la idea de base me sirve, la adopto, olvido por completo el libro y fabrico cine”; aunque marca sus distancias con la impunidad adaptativa ante las grandes obras: “Lo que yo no comprendo es que alguien se apodere realmente de una obra, de una buena novela cuyo autor ha empleado tres o cuatro años en escribir y que constituye toda su vida. Se manipula el asunto, se rodea uno de artesanos y de técnicos de calidad y ya tenemos candidatura a los ‘oscars’, mientras que el autor se diluye en segundo plano. No se piensa más en él. [...] Si coge usted una novela de Dostoievski, no sólo Crimen y castigo sino cualquiera, hay muchas palabras en ella y todas tienen una función. [...] Y para expresar lo mismo de una manera cinematográfica, sería preciso sustituir las palabras por el lenguaje de la cámara y rodar una película de seis horas o de diez horas; en otro caso no sería serio”.
Por desgracia, lo no serio tiende a prosperar.

Agosto 2005

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