lunes, septiembre 26, 2005

A LA CAZA DE LOLITA

Señores y señoras del jurado: Sólo acaso para que estas cuartillas se agreguen como los folios últimos de mi antiguo expediente, pues he llegado a la cifra improbable de 95 años de vida y sería absurdo esperar ahora una reducción de mi condena (cuando la muerte niña duerme ya a mi lado), escribo a sabiendas de que mi caso se juzgó medio siglo atrás al sentenciarme no ustedes sino los padres o los abuelos de ustedes a cadena perpetua (y no pena capital) como culpable confeso del asesinato del dramaturgo Clare Quilty, cuya figura se recuerda menos por sus piezas dramáticas de escaso mérito que por un tomo de Olympia Press impreso en septiembre de 1955 en la ciudad de París con título en castellano Lolita, o Confesiones de un viudo de raza blanca, bajo el seudónimo inverosímil de Vladimir Nabokov, y que por décadas ha tenido una exitosa corrida editorial en muchos idiomas de la que no recibo ni recibiré, sobra decirlo, beneficio alguno.
Sé que al principio de dicha obra se informa de mi muerte en prisión por trombosis coronaria el 16 de noviembre de 1952, lo que es tan falso como ese absurdo nombre de “Humbert Humbert” que inventaron el abogado Clarence Choate Clark y el doctor en filosofía John Ray Jr., junto con el ya mencionado señor Nabokov, entomólogo con especialización en lepidopterología (en cristiano, aficionado a atrapar mariposas). Estoy vivo, pues, aunque adivino que mis horas están contadas.
Desde la cárcel he visto cómo se transformó en mito una historia de la vida real convertida en ficción para proteger a quienes se vieron implicados en ella. A pesar del tiempo transcurrido respetaré los acuerdos de cincuenta años atrás, y me referiré a los protagonistas, yo entre ellos, por sus nombres literarios o cinematográficos, pues he tenido acceso a esas dos adaptaciones de Lolita a la pantalla en las que fui interpretado primero por James Mason (estupendamente, en 1962) y luego por Jeremy Irons (en 1997, por un actor encasillado en tristes papeles de amante obsesivo de lo que se ponga enfrente, sea un travesti en M. Butterfly, la prometida de su hijo en Damage o una “niña” de casi un metro setenta de estatura en Lolita).
Pero el mito, en tal caso, no es Humbert Humbert sino Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar... O Lo, sencillamente. Ella, o su recuerdo, han perdurado, como grafías de la nínfula esencial, reverberaciones de la Beatriz de Dante o la Laura de Petrarca o las ninfas de los griegos. La que fue antes de caer atrapada por Clare Quilty (mas cuando la creí mía a la vez, oh, era suya) y antes, también, de convertirse en la señora Dolores Schiller e irse a vivir a Alaska.
He leído en la prensa que tan fascinante resulta hoy en día la evocación de Lolita como despreciable su padrastro, al que se pinta como un vulgar “abusador de menores”. En los cincuenta mis memorias fueron calificadas de “pornografía” (aunque como tal género fracasan); hoy en las grandes bibliotecas se ubican en los anaqueles de psiquiatría bajo el tema de “paidofilia”, o en las secciones literarias como novela, por la firma enmascarada del tal Nabokov. Esos papeles míos han oscilado, así, entre el escándalo (cuando ocurrió el “huracán Lolita”, entre 1955 y 1958), el caso clínico o la crítica literaria. Pocos han querido llegar al fondo de lo que mi experiencia reveló. Hay quien la describió en su momento como “el viejo mundo que pervierte al nuevo mundo”; otro sugirió que se trataba, en cambio, de “la joven América pervirtiendo a la vieja Europa”, interpretaciones que me entretienen. Un “especialista” actual en Lolita dice que hay que trascender el argumento del libro para ir a lo más importante, pero no dice qué es lo que importa; y su idea de trascender el argumento parece tener tintes morales, como si hubiera que deshacerse de Humbert Humbert y sus penumbras para entender a la nínfula cuando es él, yo, quien la mira, la descubre. Un hijo del señor Nabokov igual dictamina que la “obra de arte”, y no su tema, es la que se mantiene eternamente poderosa. ¿Por qué el tema no? ¿Habrá que valorar un libro a pesar del libro mismo?
Al revés: el tema es el que perdura. Fue expuesto por mí, medio siglo atrás, de esta manera: “Entre los límites de los nueve y los catorce años surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana sino nínfica (o sea demoniaca); propongo llamar ‘nínfulas’ a esas criaturas escogidas”.
Me acusé a mí mismo, señores del jurado, del asesinato de Clare Quilty; pero en el fondo me acusé de haber caído bajo el hechizo de una nínfula. Asegura el escritor florentino Roberto Calasso que a las ninfas, estos seres de vida larguísima aunque no eterna, la humanidad les debe mucho: “Atraídos por ellas, más que por los humanos, los dioses empezaron a hacer incursiones en la tierra. Y primero los dioses, luego los hombres, que imitan a los dioses, reconocieron que el cuerpo de las ninfas era el lugar mismo de un conocimiento terrible porque era a la vez salvador y funesto: el conocimiento a través de la posesión. Un conocimiento que otorga clarividencia, pero puede también entregar a quien lo practica a una locura peculiar”.
La paradoja de la ninfa, sigo a Calasso, es ésta: poseerla significa ser poseído. Lolita vive en mí, Humbert Humbert; Lolita soy yo.

Septiembre 2005

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