ROBERT WISE EN EL CUADRILÁTERO
Es una coincidencia sorprendente el que en los complejos cinematográficos de México permanezca una película con el mismo absurdo título en español de otra estrenada hace más de medio siglo, y que ambas se desarrollen arriba o en los alrededores de un ring, y que esto ocurra cuando el director de la primera, Robert Wise (1914-2005), acaba de fallecer, tal vez como recordatorio indirecto de uno de sus aciertos mayores en su paso por el mundo del celuloide. Claro que una, The Set-Up (1949), pudo haberse llamado El arreglo o La componenda o El chanchullo, pero los distribuidores o los productores, generalmente desacertados al bautizar largometrajes en otros idiomas (sobre todo para Latinoamérica, pues se piensa que el espectador tercermundista no tiene una sensibilidad delicada y se tiende a lo obvio o lo grotesco), decidieron ponerle El luchador. Y la otra muy bien habría podido circular en castellano como El hombre Cenicienta o El ceniciento, originalmente Cinderella Man (Ron Howard, 2005), que debió parecer (a productores y distribuidores) como de comedia de Gilberto Martínez Solares y optaron por repetir el título de una cinta clásica, a pesar de que los protagonistas de ambos filmes no son luchadores sino boxeadores.
La homonimia obliga, acaso, a las comparaciones. Se trata de dos películas sobre el deporte de los puños, el arte del aporreo. La más reciente es cómoda en el sentido (no mobiliario) de que recupera a un personaje de la historia estadounidense, el peso completo James J. Braddock (interpretado por Russell Crowe), para reiterar esos viejos esquemas hollywoodenses del indomable espíritu emprendedor “americano” o el triunfo de la voluntad aun en épocas aciagas, como lo fue la Gran Depresión de los años veinte y principios de los treinta del siglo XX. La de Wise, en cambio, es incómoda porque su retrato social no es positivo ni hay una claro final feliz y porque refleja la crudeza de un deporte en el que, como apuntaba el campeón de los pesos medios Rocky Graziano, “la lucha es por la sobreviviencia”.
Como antes lo había hecho Alfred Hitchcock en La soga (Rope, 1948) y después lo haría Fred Zinnemann en A la hora señalada (High Noon, 1952), el filme de Wise tiene fronteras cronológicas muy precisas: las acciones que en él se refieren ocurren entre las 9:05 y las 10:17 de la noche, es decir en el transcurso exacto de una hora con 12 minutos. Hay siempre, aquí y alla, relojes que advierten del paso del tiempo; hay uno en la calle, frente a la arena de Paradise City, que vemos al principio y al final. Otro es el cronómetro especial que se usa en los cuadriláteros, que registra los tres minutos de cada round más el minuto de recuperación. Así se mide la que puede ser la última pelea en la carrera de un boxeador veterano de no muy altos vuelos, William Stoker Thompson (Robert Ryan), de 35 años, que se enfrenta al joven Tiger Nelson (Hal Baylor), de 23 años, en una cita de peso mediano pactada a cuatro asaltos, sin saber Thompson que su entrenador ha acordado algo más: deberá caer después del segundo round.
Tiene El luchador de Wise una atractiva galería de personajes relacionados con el pugilismo. En las tribunas, por ejemplo, está el hombre ciego que se hace acompañar de un amigo que le va contando las peleas; el que escucha en una radio portátil la transmisión de un juego de beisbol mientras observa lo que sucede entre las cuerdas; el que come compulsivamente, como si cada golpe fuera un tiro a la quijada; están los febriles apostadores y está el que parece librar su propia batalla en tanto que imita en su asiento los movimientos de brazos de los contendientes; están los dos matrimonios en los que una de las mujeres, en principio dudosa de entrar, al calor de la función pide sangre y muerte; y están el gangster y su amante.
Mas la concentración mayor de lo que es el boxeo se da en los vestidores comunes, en ese salir miedoso o esperanzador hacia la cita definitiva, y un regreso de efímera gloria o derrota eterna: un golpe es la distancia más corta entre el triunfo o el fracaso, en un golpe se resuelve el acertijo de la vida. Hay un Gunboat Johnson (David Clarke) con el rostro desfigurado y cuyo aliento para continuar es el recuerdo de un mítico Frankie Manila que logró la marca increíble de 21 peleas y 21 derrotas antes de coronarse campeón mundial de peso mediano... Gunboat no tiene esa suerte: cae el minuto con 38 segundos del round número dos, y queda de tal modo maltrecho que deberán llevarlo al hospital. Cuando el doctor le pregunta su nombre, para saber si reacciona al nocaut, responde: “Soy Frankie Manila”.
Del teatro de los acontecimientos, que es la arena, sabremos su parte pública, lo que pasa en las tribunas y el cuadrilátero, y su parte privada, la intimidad de los boxeadores, mientras les vendan las manos y se preparan psicológicamente para el duelo. La relojería está ajustada de modo preciso para llevarnos a la narración al detalle, round por round, de esa lucha de equívocos y orgullos entre Stoker y Nelson. En tanto la mujer de Stoker, Julie (Audrey Totter), deambula por la ciudad definiendo ella misma su propia batalla y encontrando a cada paso señas trágicas de lo que ocurre en el ring.
Hay quien recordará a Robert Wise por Amor sin barreras (West Side Story, 1961) o La novicia rebelde (The Sound of Music, 1963), productos industriales, pero quizá su obra maestra y su cinta más personal sea The Set-Up, por nosotros conocida como El luchador.
Septiembre 2005
Es una coincidencia sorprendente el que en los complejos cinematográficos de México permanezca una película con el mismo absurdo título en español de otra estrenada hace más de medio siglo, y que ambas se desarrollen arriba o en los alrededores de un ring, y que esto ocurra cuando el director de la primera, Robert Wise (1914-2005), acaba de fallecer, tal vez como recordatorio indirecto de uno de sus aciertos mayores en su paso por el mundo del celuloide. Claro que una, The Set-Up (1949), pudo haberse llamado El arreglo o La componenda o El chanchullo, pero los distribuidores o los productores, generalmente desacertados al bautizar largometrajes en otros idiomas (sobre todo para Latinoamérica, pues se piensa que el espectador tercermundista no tiene una sensibilidad delicada y se tiende a lo obvio o lo grotesco), decidieron ponerle El luchador. Y la otra muy bien habría podido circular en castellano como El hombre Cenicienta o El ceniciento, originalmente Cinderella Man (Ron Howard, 2005), que debió parecer (a productores y distribuidores) como de comedia de Gilberto Martínez Solares y optaron por repetir el título de una cinta clásica, a pesar de que los protagonistas de ambos filmes no son luchadores sino boxeadores.
La homonimia obliga, acaso, a las comparaciones. Se trata de dos películas sobre el deporte de los puños, el arte del aporreo. La más reciente es cómoda en el sentido (no mobiliario) de que recupera a un personaje de la historia estadounidense, el peso completo James J. Braddock (interpretado por Russell Crowe), para reiterar esos viejos esquemas hollywoodenses del indomable espíritu emprendedor “americano” o el triunfo de la voluntad aun en épocas aciagas, como lo fue la Gran Depresión de los años veinte y principios de los treinta del siglo XX. La de Wise, en cambio, es incómoda porque su retrato social no es positivo ni hay una claro final feliz y porque refleja la crudeza de un deporte en el que, como apuntaba el campeón de los pesos medios Rocky Graziano, “la lucha es por la sobreviviencia”.
Como antes lo había hecho Alfred Hitchcock en La soga (Rope, 1948) y después lo haría Fred Zinnemann en A la hora señalada (High Noon, 1952), el filme de Wise tiene fronteras cronológicas muy precisas: las acciones que en él se refieren ocurren entre las 9:05 y las 10:17 de la noche, es decir en el transcurso exacto de una hora con 12 minutos. Hay siempre, aquí y alla, relojes que advierten del paso del tiempo; hay uno en la calle, frente a la arena de Paradise City, que vemos al principio y al final. Otro es el cronómetro especial que se usa en los cuadriláteros, que registra los tres minutos de cada round más el minuto de recuperación. Así se mide la que puede ser la última pelea en la carrera de un boxeador veterano de no muy altos vuelos, William Stoker Thompson (Robert Ryan), de 35 años, que se enfrenta al joven Tiger Nelson (Hal Baylor), de 23 años, en una cita de peso mediano pactada a cuatro asaltos, sin saber Thompson que su entrenador ha acordado algo más: deberá caer después del segundo round.
Tiene El luchador de Wise una atractiva galería de personajes relacionados con el pugilismo. En las tribunas, por ejemplo, está el hombre ciego que se hace acompañar de un amigo que le va contando las peleas; el que escucha en una radio portátil la transmisión de un juego de beisbol mientras observa lo que sucede entre las cuerdas; el que come compulsivamente, como si cada golpe fuera un tiro a la quijada; están los febriles apostadores y está el que parece librar su propia batalla en tanto que imita en su asiento los movimientos de brazos de los contendientes; están los dos matrimonios en los que una de las mujeres, en principio dudosa de entrar, al calor de la función pide sangre y muerte; y están el gangster y su amante.
Mas la concentración mayor de lo que es el boxeo se da en los vestidores comunes, en ese salir miedoso o esperanzador hacia la cita definitiva, y un regreso de efímera gloria o derrota eterna: un golpe es la distancia más corta entre el triunfo o el fracaso, en un golpe se resuelve el acertijo de la vida. Hay un Gunboat Johnson (David Clarke) con el rostro desfigurado y cuyo aliento para continuar es el recuerdo de un mítico Frankie Manila que logró la marca increíble de 21 peleas y 21 derrotas antes de coronarse campeón mundial de peso mediano... Gunboat no tiene esa suerte: cae el minuto con 38 segundos del round número dos, y queda de tal modo maltrecho que deberán llevarlo al hospital. Cuando el doctor le pregunta su nombre, para saber si reacciona al nocaut, responde: “Soy Frankie Manila”.
Del teatro de los acontecimientos, que es la arena, sabremos su parte pública, lo que pasa en las tribunas y el cuadrilátero, y su parte privada, la intimidad de los boxeadores, mientras les vendan las manos y se preparan psicológicamente para el duelo. La relojería está ajustada de modo preciso para llevarnos a la narración al detalle, round por round, de esa lucha de equívocos y orgullos entre Stoker y Nelson. En tanto la mujer de Stoker, Julie (Audrey Totter), deambula por la ciudad definiendo ella misma su propia batalla y encontrando a cada paso señas trágicas de lo que ocurre en el ring.
Hay quien recordará a Robert Wise por Amor sin barreras (West Side Story, 1961) o La novicia rebelde (The Sound of Music, 1963), productos industriales, pero quizá su obra maestra y su cinta más personal sea The Set-Up, por nosotros conocida como El luchador.
Septiembre 2005
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