DISPARATARIO MARROQUÍ
“Here’s looking at you, kid” es, también, la frase con la que termina Sueños de un seductor (Play it Again, Sam) en su versión cinematográfica de 1972 a cargo de Herbert Ross, con Woody Allen en el papel principal, y quizá concluya así el libreto para teatro de 1968 (tan mediocremente interpretado en México). El DVD en región 1 circula sin subtítulos en español, por lo que es posible que alguien, ahora, tenga en sus manos esa labor de traducir el largometraje y habría que rogar a los dioses para que no convierta la línea de Bogart en el torvo “A tu salud” que permitió la Warner, entre otras distracciones, en el disco digital de Casablanca; convendría: “Aquí estoy, siempre mirándote, muchacho”, puesto que Bogart, fantasmal consejero en amores, se dirige así a un Allan Felix enamorado de la esposa de su mejor amigo cuando, en una noche brumosa del aeropuerto de San Francisco, ha estimulado a la pareja casada a tomar el avión, como réplica de la escena final de la película de 1942 y para quedarse Allan (alter ego de Allen) tan solitario como Richard Blaine.
¿Solitario Richard Blaine? ¿Alguna vez en Casablanca Rick se queda solo? Primero, al dejarlo plantado Ilsa Lundt (Ingrid Bergman) en la estación de trenes el día en que los alemanes entraron a París, emprende Rick el viaje a Marsella con Sam (Dooley Wilson), el pianista. Éste será un fiel cuidador de su jefe, y se muestra celoso o receloso de la llegada de Ilsa al Café Americano e intenta evitar que los amantes se encuentren por la noche porque, le dice a Rick, “esa mujer le trae mala suerte”. Otro que parece interesado en Rick es el capitán francés Renault (Claude Rains): al preguntarle sobre Rick, confiesa que es el tipo de hombre que si Renault fuera mujer se enamoraría de él, frase extraña proviniendo de alguien que aprovecha su puesto en la prefectura de policía para negociar favores sexuales de las damas a cambio de papeles de visado. Es decir, Renault ejerce su hombría compulsivamente, un poco al estilo Rick, a quien califica como un sentimental oculto en una máscara de cínico —disfraz con el que se identifica—, y tal compulsión podría ser reflejo de una duda permanente. Cuando uno de los múltiples triángulos amorosos que hay en Casablanca se deshace, cuando parten al fin hacia Portugal el señor y la señora Laszlo, el capitán Renault se muestra alegre de que el camino se despejó y planea unas vacaciones con Rick en Brazzaville. Los diez mil francos de la apuesta que tenían —sobre si Víctor Laszlo (Paul Henreid) podría o no abandonar Casablanca—, servirán para cubrir los gastos de ambos en esa “luna de miel” obligada. Rick se resigna a ser el compañero de otro hombre y le dice: “Louie, este puede ser el inicio de una bella amistad”.
¡Qué tal! ¿Alguna pieza no encaja en esta lectura? De aceptarse este escrutinio disparatado de Casablanca, ¿sería lo medular del filme el amor vencido por el afán libertario o esa incesante revelación de lo diverso?
El laberinto pasional es complejo, producto acaso del “mundo loco” de la Segunda Guerra Mundial que la cinta concentra de manera extraordinaria. Podría aplicarse a Casablanca aquella sentencia de Strindberg: “En el frágil terreno de la realidad, la imaginación teje sus múltiples combinaciones”. Una de las razones por las que el filme ha permanecido es el tapiz de historias que hay detrás del conflicto central. El largometraje está lleno de triangulaciones de todo tipo, un movimiento que se apoya en los personajes secundarios: Rick también es perseguido por Yvonne (Madeleine LeBeau), a quien ama Sacha (Leonid Kinskey), el cantinero; Ferrari (Sydney Greenstreet), el dueño del Blue Parrot, pretende a Sam y le ofrece duplicarle el salario con tal de que se vaya con él; además, tiene Rick una extraña relación de amor-odio con Ugarte (Peter Lorre), quien se presume malquerido por Rick pero al que éste le dice como despreciándolo: “Si me detuviera a pensar en ti, quizá te odiaría”...
Pueden hallarse cuentos mayores y cuentos menores, superpuestos e intercomunicados. Paralelamente al desarrollo del romance entre Ilsa y Rick, hay una pareja búlgara de la que vamos sabiendo ciertas informaciones y a quienes se ve en las calles de la ciudad, en el Blue Parrot, en la prefectura de policía o en el Café de Rick. Esperan, como muchos, obtener los visados para irse a Lisboa, y de ahí a Nueva York, a la búsqueda del sueño americano. Pero no tienen el dinero suficiente. Él, Jan Brandel (Helmut Dantine), intenta conseguirlo en la ruleta; ella, Anina (Joy Page), tiene la posibilidad de cumplir un romance furtivo con el capitán Renault a cambio de esos papeles. Va con Richard Blaine a pedirle consejo. “Usted es hombre”, le dice. “Si alguien lo quisiera mucho, tanto que su felicidad fuera todo para ella, si para asegurar esa felicidad ella se portara mal, ¿la perdonaría? Si él nunca lo supiera y ella mantuviera el secreto, ¿sería tan malo?” Él reacciona como no importándole su caída, pero ayuda a que Jan gane en la ruleta. Renault le reclamará luego: “Tal como lo sospechaba, Rick, eres un sentimental. Mataste mi romance”. Pero al final será recompensado.
El alemán Rainer Werner Fassbinder lamentaba el hecho de que en el reconocimiento a Casablanca se olvide con frecuencia el nombre de Michael Curtiz, o Mihály Kertész, de origen húngaro, que dirigó esta cinta y otras cien más (la mayoría de serie B); e igualmente mostraba su desacuerdo en que se piense en las virtudes del filme como accidentales, según esa idea extendida de que a Curtiz “le salió una obra maestra más bien por casualidad”. En ese gran mosaico interior de la película encontramos, hoy, la firma del cineasta.
Septiembre 2005
“Here’s looking at you, kid” es, también, la frase con la que termina Sueños de un seductor (Play it Again, Sam) en su versión cinematográfica de 1972 a cargo de Herbert Ross, con Woody Allen en el papel principal, y quizá concluya así el libreto para teatro de 1968 (tan mediocremente interpretado en México). El DVD en región 1 circula sin subtítulos en español, por lo que es posible que alguien, ahora, tenga en sus manos esa labor de traducir el largometraje y habría que rogar a los dioses para que no convierta la línea de Bogart en el torvo “A tu salud” que permitió la Warner, entre otras distracciones, en el disco digital de Casablanca; convendría: “Aquí estoy, siempre mirándote, muchacho”, puesto que Bogart, fantasmal consejero en amores, se dirige así a un Allan Felix enamorado de la esposa de su mejor amigo cuando, en una noche brumosa del aeropuerto de San Francisco, ha estimulado a la pareja casada a tomar el avión, como réplica de la escena final de la película de 1942 y para quedarse Allan (alter ego de Allen) tan solitario como Richard Blaine.
¿Solitario Richard Blaine? ¿Alguna vez en Casablanca Rick se queda solo? Primero, al dejarlo plantado Ilsa Lundt (Ingrid Bergman) en la estación de trenes el día en que los alemanes entraron a París, emprende Rick el viaje a Marsella con Sam (Dooley Wilson), el pianista. Éste será un fiel cuidador de su jefe, y se muestra celoso o receloso de la llegada de Ilsa al Café Americano e intenta evitar que los amantes se encuentren por la noche porque, le dice a Rick, “esa mujer le trae mala suerte”. Otro que parece interesado en Rick es el capitán francés Renault (Claude Rains): al preguntarle sobre Rick, confiesa que es el tipo de hombre que si Renault fuera mujer se enamoraría de él, frase extraña proviniendo de alguien que aprovecha su puesto en la prefectura de policía para negociar favores sexuales de las damas a cambio de papeles de visado. Es decir, Renault ejerce su hombría compulsivamente, un poco al estilo Rick, a quien califica como un sentimental oculto en una máscara de cínico —disfraz con el que se identifica—, y tal compulsión podría ser reflejo de una duda permanente. Cuando uno de los múltiples triángulos amorosos que hay en Casablanca se deshace, cuando parten al fin hacia Portugal el señor y la señora Laszlo, el capitán Renault se muestra alegre de que el camino se despejó y planea unas vacaciones con Rick en Brazzaville. Los diez mil francos de la apuesta que tenían —sobre si Víctor Laszlo (Paul Henreid) podría o no abandonar Casablanca—, servirán para cubrir los gastos de ambos en esa “luna de miel” obligada. Rick se resigna a ser el compañero de otro hombre y le dice: “Louie, este puede ser el inicio de una bella amistad”.
¡Qué tal! ¿Alguna pieza no encaja en esta lectura? De aceptarse este escrutinio disparatado de Casablanca, ¿sería lo medular del filme el amor vencido por el afán libertario o esa incesante revelación de lo diverso?
El laberinto pasional es complejo, producto acaso del “mundo loco” de la Segunda Guerra Mundial que la cinta concentra de manera extraordinaria. Podría aplicarse a Casablanca aquella sentencia de Strindberg: “En el frágil terreno de la realidad, la imaginación teje sus múltiples combinaciones”. Una de las razones por las que el filme ha permanecido es el tapiz de historias que hay detrás del conflicto central. El largometraje está lleno de triangulaciones de todo tipo, un movimiento que se apoya en los personajes secundarios: Rick también es perseguido por Yvonne (Madeleine LeBeau), a quien ama Sacha (Leonid Kinskey), el cantinero; Ferrari (Sydney Greenstreet), el dueño del Blue Parrot, pretende a Sam y le ofrece duplicarle el salario con tal de que se vaya con él; además, tiene Rick una extraña relación de amor-odio con Ugarte (Peter Lorre), quien se presume malquerido por Rick pero al que éste le dice como despreciándolo: “Si me detuviera a pensar en ti, quizá te odiaría”...
Pueden hallarse cuentos mayores y cuentos menores, superpuestos e intercomunicados. Paralelamente al desarrollo del romance entre Ilsa y Rick, hay una pareja búlgara de la que vamos sabiendo ciertas informaciones y a quienes se ve en las calles de la ciudad, en el Blue Parrot, en la prefectura de policía o en el Café de Rick. Esperan, como muchos, obtener los visados para irse a Lisboa, y de ahí a Nueva York, a la búsqueda del sueño americano. Pero no tienen el dinero suficiente. Él, Jan Brandel (Helmut Dantine), intenta conseguirlo en la ruleta; ella, Anina (Joy Page), tiene la posibilidad de cumplir un romance furtivo con el capitán Renault a cambio de esos papeles. Va con Richard Blaine a pedirle consejo. “Usted es hombre”, le dice. “Si alguien lo quisiera mucho, tanto que su felicidad fuera todo para ella, si para asegurar esa felicidad ella se portara mal, ¿la perdonaría? Si él nunca lo supiera y ella mantuviera el secreto, ¿sería tan malo?” Él reacciona como no importándole su caída, pero ayuda a que Jan gane en la ruleta. Renault le reclamará luego: “Tal como lo sospechaba, Rick, eres un sentimental. Mataste mi romance”. Pero al final será recompensado.
El alemán Rainer Werner Fassbinder lamentaba el hecho de que en el reconocimiento a Casablanca se olvide con frecuencia el nombre de Michael Curtiz, o Mihály Kertész, de origen húngaro, que dirigó esta cinta y otras cien más (la mayoría de serie B); e igualmente mostraba su desacuerdo en que se piense en las virtudes del filme como accidentales, según esa idea extendida de que a Curtiz “le salió una obra maestra más bien por casualidad”. En ese gran mosaico interior de la película encontramos, hoy, la firma del cineasta.
Septiembre 2005
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