lunes, octubre 10, 2005

LAS MÁSCARAS DE ORSON WELLES

A mediados de la tercera década del siglo XX un diario de Madison, en Wisconsin, dio esta noticia sobre Orson Welles (1915-1985): “Dibujante, actor, poeta, no tiene más que diez años”. Sorpresas similares, al considerarlo niño prodigio o enfant terrible, se sucederían en su paso por el teatro, la radio y la cinematografía. Por ejemplo su obra maestra en la pantalla, El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), fue coescrita, dirigida y protagonizada por Welles cuando sólo tenía 25 años de edad; y es el filme que suele encabezar las listas de los grandes largometrajes de la historia del cine. Y antes de eso ya eran recordadas sus audacias en el teatro, como actor o director en piezas clásicas o modernas con el Mercury Theatre; o sus adaptaciones radiofónicas, sobre todo aquella de la novela La guerra de los mundos, de su casi homónimo H. G. Wells, que se transmitió en Estados Unidos el 30 de octubre de 1938 y causó pánico en la población, pues las situaciones de la ficción en torno a la llegada de los marcianos a la Tierra eran reseñadas con el tono y el estilo de un noticiero y ubicadas en el territorio norteamericano, y no en la Gran Bretaña, como en el texto original.
Era un ser excesivo. Se le mira enorme, rechoncho, de barbas y cabello canoso y solemne traje negro, subiendo dificultosamente una escalera de mano hacia la proa inverosímil, a manera de altar o púlpito, construida dentro de la capilla de New Beford, puerto ballenero, en el Moby Dick (1956) de John Huston, para dar un sermón acerca del gran pecado de Jonás que es la desobediencia de Dios. El cierre de ese discurso, dicho por Orson Welles con voz grave, poderosa, acaso podría funcionarle a él mismo como epitafio: “Oh padre, mortal o inmortal, aquí muero. He luchado por ser tuyo más que por ser de este mundo o por ser mío. Pero esto no es nada. A ti te dejo la eternidad, pues qué es un hombre que viva más que su Dios”.
Los críticos suelen discutir el carácter autobiográfico de la obra de Welles, puesto que los guiones con los que trabajó no eran enteramente suyos. En el caso de El ciudadano Kane, escrito en colaboración con Herman J. Mankiewicz (a quien algunos consideran como el autor único del libreto), se cree que habla Welles de su vida cuando refiere la separación del pequeño Charles Kane de sus padres a la edad de ocho o nueve años, y la nostalgia por el mundo perdido de la infancia que se contiene en la palabra “Rosebud”, palabra impresa en el trineo con el que el protagonista jugaba en la nieve. Welles fue huérfano dos veces, primero a los ocho años de su madre, “una mujer de gran belleza, se interesaba por la política, era campeona de tiro y una pianista muy notable”; y luego, a los quince, de su padre, un “humorista de la época eduardiana que se decía inventor”.
Estas pérdidas lo obligaron a madurar a un ritmo distinto de sus contemporáneos. Jovencísimo se presentó en el Gate Theatre de Dublín, inventándose una fama de actor en Broadway que el director de la compañía no creyó pero fingió hacerlo para consentir que debutara como figura. “Los pequeños papeles”, diría Welles, “vendrían más tarde.”
El mismo cuento no funcionó en Londres y tampoco, en principio, en los Estados Unidos, hasta que por recomendación del novelista Thornton Wilder fue contratado para una gira con la compañía de Katherine Cornell... Pero la vida de Welles fue larga, y el espacio aquí es breve. Se dirá, rápidamente, que crea tres compañías: el Phoenix Theatre, el Federal Theatre y, al fin, el Mercury Theatre, con el que tanto en las tablas como en la radio se hará de gran fama, y que lo llevará a Hollywood en condiciones muy ventajosas, con la libertad de hacer lo que él quisiera. Es así como surge El ciudadano Kane, retrato feroz, aunque indirecto, del magnate de la prensa William Randolph Hearts (al que Jean Paul Sartre definió como “conservador, germanófilo, aislacionista y antifrancés”), y quien al enterarse de que era fuente de inspiración del personaje Kane intentó por todos los medios a su alcance, que eran muchos, que la cinta no se estrenara, y estuvo a punto de conseguirlo. Hay un documental de 1995, La batalla por el ciudadano Kane, que cuenta al detalle esa historia, y a partir del cual se hizo el filme para televisión RKO 281 (2000), producido por los hermanos Ridley y Tonny Scott.
El ciudadano Kane no se agota en ese cuento de la lucha entre el creador y el millonario. Para la cinematografía, puede marcarse un antes y un después. Explica Francois Truffaut: “En las películas habituales de Hollywood, un guión constituye un material literario que se lee como una obra teatral y que sólo está esperando la llegada de un director para convertirse en película o, más exactamente, en lo que Hithcock denomina, con un desprecio justificado, ‘fotografía de gente hablando’. En este caso, en Ciudadano Kane, tenemos una película donde las voces cuentan igual que las palabras, un diálogo que deja hablar a todos los personajes al mismo tiempo como instrumentos de una partitura, con frases inacabada como en la vida real”.
La cinta, dice además Truffaut, “no ‘respira’ igual que la mayoría de las películas”.
Como ocurrió también con Alfred Hitchcock, fueron los franceses quienes mejor valoraron la obra de Orson Welles. La crítica pionera es la de André Bazin. Éste publicó en 1950 un libro que fija aún el norte y el sur de una carrera, pese a que, en la versión que dejó lista antes de su muerte, llega hasta Sed de mal (Touch of Evil, 1957), nueve cintas de las 16 de Welles, y del que hay una edición al español conseguible en Paidós.
Es precisamente Bazin quien se detiene en lo que llama la “necesidad de la máscara” en Welles, quien para personificarse acudía a aparatosos maquillajes; y lo hace Bazin a partir de esta confesión del propio actor/director: “Laurence Olivier y yo detestamos nuestras narices: dan a nuestros rostros una expresión cómica, cuando nuestro más ardiente deseo es encarnar personajes trágicos. Esto explica nuestro apego a los postizos. En circunstancias habituales mi nariz es más que suficiente e incluso decorativa, pero ha cesado de crecer desde que tenía diez años, lo que la hace absolutamente inadecuada para interpretar Lear, Macbeth u Othelo”.
Para Bazin, el Welles esencial está en El ciudadano Kane y El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), sus dos primeros largometrajes, que engloba dentro del ciclo del “realismo social” a la manera de Balzac y considera como “poderosos testimonios críticos sobre la sociedad americana”; y que distingue, así, del ciclo shakespeariano (para él Macbeth, 1947, y Othelo, 1952; a los que deben agregarse Chimes at Midnight o Falstaff, 1966, y The Merchant of Venice, 1969, posteriores a la muerte de Bazin) o de los “divertimentos éticos” como La dama de Shangai (The Lady from Shangai,) y Mister Arkadin (Confidential Report, 1955).
Las películas filmadas son tantas como las que no alcanzó Welles a llevar a la pantalla. Entre los proyectos inconclusos se contaba un Don Quijote cuya escena final debía ser la explosión de la Bomba H, que destruiría al mundo por completo a excepción de Don Quijote y Sancho Panza... Y quizá a excepción también de Orson Welles, que en el papel del párroco de New Bedford, en el Moby Dick de John Huston, le regala la eternidad a Dios.

Octubre 2005

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