UNA HISTORIA DE NUEVA ORLEANS
El asunto Rosa Parks, la mujer negra que a mediados de los años cincuenta en los Estados Unidos de Norteamérica (o Nortearmórica, como sugería James Joyce) prefirió la cárcel a ocupar un asiento de autobús en la sección destinada a la gente de “color” (como si el mundo se conformara por coloreados y descoloridos), debe tener muchos antecedentes. Uno de ellos ocurrió en Nueva Orleans hacia 1917 cuando la pequeña Lillian Florence Hellman (1905-1984) subió a un tranvía junto con su querida nana Sophronia Mason y le pidió que se sentara con ella justo detrás del conductor. Algo susurró Sophronia, algo contestó Lillian con otro susurro; hizo la nana ademán de levantarse para ir a la parte trasera que le correspondía pero la muchacha la obligó a permanecer ahí. Esto fue observado por el conductor, que se volvió a verlas y dijo secamente: “Atrás”, mas Lillian sujetó a Sophronia para que no obedeciera.
—No nos moveremos. No nos moveremos —dijo la futura dramaturga, entonces de sólo doce años de edad—. Esta mujer es mejor que usted.
El tranvía se detuvo. Varias personas se acercaron a mirar el espectáculo. El conductor abrió las puertas. Sophronia se levantó como un cohete y a Lillian sólo le dio tiempo de gritar:
—Vuelve, Sophronia. No te muevas. Eres mejor que cualquiera de los aquí presentes —y una anciana le dio una bofetada a Lillian mientras el conductor la tomaba por el brazo. Ella lo golpeó con la bolsa de libros que llevaba, empujó a la señora mayor, giró de nuevo y ahí estaba Sophronia, entre el conductor y la feroz damita, y la tomó del brazo para hacer que bajara.
—Corre —dijo Lillian.
—Corre tú —replicó Sophronia—, yo ya no tengo edad para correr.
En la calle, ambas se quedaron mudas y estáticas viendo al tranvía que se alejaba. Habrían de pasar casi cuarenta años para que un suceso similar cambiara las costumbres de nuestros vecinos del norte, y ya no hubiera en el transporte público, por lo menos, esa división entre ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda.
El cuento aparece en los capítulos finales de Una mujer inacabada (An Unfinished Woman, 1969), editado este 2005 en España con motivo del centenario de Lillian Hellman por Ediciones JC, en la serie Memorias Clementine que se dedica a presentar autobiografías y biografías “de mujeres íntegras y comprometidas que se convirtieron en estandarte de una época”. Habría que precisar ese asunto de la integridad, pues reduce muchísimo el espectro. ¿Era Lillian Hellman, por ejemplo, una mujer íntegra? El título mismo de ese primer tomo de sus memorias da una respuesta negativa, pues en él se propone a un ser incompleto. Según la Real Academia, íntegro es aquello “que no carece de ninguna de sus partes”, y la escritora lamentó haber perdido a Dashiell Hammett, compañero sentimental de muchos años; o, vuelta al diccionario, se habla así de una persona “recta, proba, intachable”, y Lillian Hellman se vio atrapada en la “neblina alcohólica”, entre otras debilidades, lo que según esa dura regla moral parecería descalificarla... por lo menos para ser editada en JC.
Claro que tampoco Giovanni Papini se alzaba sobre los demás (¿o sí?) cuando publicó Un hombre acabado (Un uomo finito, 1912). Propuso entonces a los lectores que dijeran de él que estaba acabado porque quiso comenzar demasiadas cosas, y que no era nada porque quiso serlo todo; Lillian Hellman lamenta haber perdido el tiempo, por lo que siente que dejó mucho de sí misma sin terminar... En estos escritos autobiográficos (de títulos similares, y relacionados aquí por esa coincidencia) hay una reacción contra lo que se vuelve molde: parecen diluirse las fronteras entre la totalidad y el vacío, el ser completo y nadie... Papini, en tal caso, es un personaje más extremo: fue de la herejía al catolicismo, de la combatividad vanguardista a un triste apego al fascismo y al Duce asesino. Y en cambio Lillian Hellman se mantuvo fiel al espíritu de indignación que se refleja en el cuento del tranvía. Habría podido decir con el argentino Antonio Porchia: “En todas partes mi lado es el izquierdo. Nací de ese lado”.
Esa tendencia la llevó a apoyar a la República durante la Guerra Civil española; y la hizo viajar a la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Y por esa tendencia fue citada por el nada honorable Comité de Actividades Anti-Norteamericanas a cargo del íntegro senador Joseph McCarty, que la agregó a la lista negra de Hollywood, lo que implicó una severa reducción de sus posibilidades laborales y la pérdida de su granja en Pleasantville, en donde había escrito cuatro obras de teatro y cinco guiones cinematográficos... Asuntos que son relatados en ese entrañable mosaico autobiográfico que forman tanto Una mujer inacabada como Pentimento (1976), Tiempo de canallas (1976) y Quizás (1980).
Igual que la anciana indignada que en Nueva Orleans abofetea a Lillian Hellman por querer darle ella su lugar a la nana Sophronia, así el sistema “americano” persiguió por comunistas a la dramaturga y a su compañero, el novelista Dashiell Hammett, quien incluso fue a dar a la cárcel. Lo que ella dijo de Hammett en su funeral podría acaso ser aplicado a ambos: “No siempre pensaba bien de la sociedad en que vivimos y, sin embargo, cuando lo castigó no se quejó de ella ni guardó rencor por el castigo”.
Noviembre 2005
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal