lunes, octubre 24, 2005

"PLACERES PROHIBIDOS"

El autobús llegó a la estación a las cinco de la mañana. Era muy temprano para hacer muchas cosas, e incluso en el hotel le pidieron que regresara dos o tres horas después para que pudieran darle el cuarto. Encargó las maletas y salió, portafolios en mano, a buscar en la avenida principal un refugio en donde pudiera comer y leer un poco. Como se trataba de un puerto vacacional, no le fue difícil hallar un restaurante que permanecía abierto las 24 horas del día. Pidió la carta, ordenó un platillo y una cerveza tempranera... y sacó el libro, un tomo ensayístico con el que se había estado peleando en los últimos días. Cuando esto ocurrió, es decir cuando sacó el libro, el mesero hizo un gesto difícil de interpretar, como si le contrariara que entre las salsas y los panes hubiera aparecido ese objeto extraño.
Este detalle el hombre lo recordaría posteriormente, por el rumbo que tomaron los acontecimientos. En el restaurante leyó algunas páginas antes de que el mesero, en cierta actitud entre apresurada y grosera, llevara la bebida y los alimentos. Usó el hombre como separador el boleto del autobús. Comió con rapidez, hizo el plato a un lado y retomó la lectura... Hasta que el mesero irrumpió nuevamente en su espacio, y le dijo en voz baja:
—Perdone que lo moleste, señor, pero este es un retaurante de no lectura —y señaló un cartel en el que un libro era encerrado por un círculo rojo y lo cruzaba una línea vertical.
—¿Y debo hacerle caso a esa prohibición absurda?
—Le aconsejaría hacerlo, señor.
Pensó que se trataba de una broma y siguió recorriendo las páginas del libro. Pidió un café y la cuenta. Y le llevaron dos papelitos, uno era el detalle de lo consumido y el otro una multa por doscientos pesos que debía pagar en alguna oficina municipal por haber “alterado el orden”; entre las observaciones se encontró con el título del libro y el nombre del autor, que el mesero había tomado al vuelo en alguna de sus nerviosas irrupciones. Pidió una explicación al respecto, y sólo recibió estas palabras:
—Le insisto, señor, en que este es un restaurante de no leer.
Salió furioso. Llovía. Eran apenas las seis de la mañana. Corrió hacia el hotel y preguntó si le podían dar ya la habitación. Quizá a las siete. Estaban realizando las cuentas del día anterior. Debía esperar. Buscó sillones y no había. Un par de sillas, nada más. Se acomodó en una. Sacó el libro. Pero estaba cansado y empezó a cabecear. El libro se resbaló; lo recogió del suelo. En uno de esos pestañeos se encontró, frente a él, a una persona de seguridad.
—Aquí no se puede leer. Si no quiere tener problemas, guarde el libro.
Vio otra vez una placa con el libro encerrado en un círculo y una raya vertical, mismo letrero que encontraría una y otra vez a lo largo de ese día.
A las 7:30 le asignaron el cuarto 1184, con vista a la bahía. Tenía un compromiso a las 14 horas, por lo que le daba tiempo de caminar por la playa y nadar. Tomó una ducha, se recostó; como a las diez bajó a la alberca. En una bolsa de mano llevaba el libro. No lo sacó ni lo abrió porque de una carpa salía música estridente, a todo volumen, y un “animador” organizaba juegos con los bañistas gritando a un micrófono: con ese ruido era imposible leer. Fue a la playa y caminó un rato. El ruidero se repetía de hotel en hotel. Volvió al fin al cuarto y leyó hasta que dieron las 14 horas y bajó para cumplir sus compromisos. Trató esa tarde con mucha gente. Supo que meses atrás había habido elecciones locales y gobernaba un nuevo partido político. Las costumbres estaban cambiando... Había que aceptarlo, pues se trataba de mejorar. Se consideraba poco ecológico usar papeles extraídos de los árboles, y de ahí la prohibición de leer, lo que incluía libros, revistas y periódicos; de hecho los diarios locales eran consultados ahora sólo por internet.
Hacia las diez de la noche quedó franco. Subió al cuarto a ducharse. Habían deslizado por debajo de la puerta una nota: lo multaban de nuevo. Y se consignaba incluso el tiempo exacto en que había estado leyendo por la mañana en la habitación. Revisó las paredes y encontró varias cámaras. Tenía entonces ya una deuda por 400 pesos con el municipio.
Caminó por la avenida costera, y en un restaurante tomó un par de cervezas y cenó unas costillas. Llevaba en la bolsa de mano el libro de lectura inconclusa, pero no se arriesgó a sacarlo. Pasó por un bar en donde ofrecían espectáculo en vivo; dudó, mas no entró. Luego un peatón que tenía un gafete como “promotor” le dio una tarjeta donde se leía con letras grandes: “Placeres prohibidos”. Había una dirección, y no estaba lejos. Se encaminó hacia allá.
Encontró lo de siempre: tipos emborrachándose y mujeres que se desnudaban. Dejó la bolsa en la recepción. Siguió con el régimen de las cervezas.
—Sé lo que está buscando —le dijo el mesero—, sígame.
Pasó por los vestidores de las chicas y por una zona con sillones especiales en los que las damas en monobikini se restregaban encima de los clientes. Cruzó un umbral de luz y se halló en una biblioteca clandestina a la que no llegaba el ruido de la música. Había ahí un par de lectores satisfechos. Pagó lo que le dijeron por una hora de lectura. Recuperó la bolsa de mano.
—¿Necesita algo más?
Y extendió el mesero la palma para recibir una muy merecida propina.

Octubre 2005

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