DEJEMOS A RULFO EN PAZ
Como se vio en los días que siguieron al desarrollo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y hasta su conclusión, el pleito de los Rulfo no era directamente con Tomás Segovia (quien en esta comedia de enredos no dijo lo que dijeron que dijo, y al que con seguridad ninguno de los Rulfo ha leído en sus libros, aunque sí, y mal, en sus declaraciones) ni con Juan Goytisolo (cuya obra, para el que la conozca, se sostiene por sí misma) sino con Octavio Paz: identificaron a los autores galardonados en las últimas versiones del premio Juan Rulfo como “gente de Vuelta” (revista que circuló en las últimas décadas del siglo XX), y por ello consideraron que éste se convirtió en “botín de un grupúsculo”. Su actitud fue eco de un malestar paterno, un rencor también heredado (por cosas oídas en la infancia), asunto vivo sólo para ellos y, en tal caso, para los espectros de Octavio Paz y Juan Rulfo.
Éste creía, en efecto, que su obra era menor que la del premio Nobel numéricamente hablando. Una vez, como satisfecho de una travesura, contó a Juan Ascencio lo que sigue: “Me pidieron mis libros para exhibirlos en Alemania. También van a exhibir los de Octavio Paz. Yo pensé: con dos libros tan chiquitos voy a quedar muy desairado. Entonces se me ocurrió mandar todas mis traducciones. Tengo más de cincuenta. Ya le gané. Van por valija diplomática, para llegar a tiempo”. También Ascencio refiere un desencuentro de ambos personajes durante una cena en casa de José Luis Martínez, en donde un Paz furioso —y quizá medio borracho— toma de las solapas a Rulfo y le reclama: “Tú andas diciendo cosas de mí”.
Las razones de sus diferencias son sinrazones, en la fiesta literaria de los egos. En ese afán de competencia la pregunta de quién es más grande (o mejor o más importante o lo que fuere) resulta vana, pues no son figuras equiparables. Se podría designar a uno, a Octavio Paz, como “intelectual”; y al otro, Juan Rulfo, como “artista”, con lo que ninguno pierde. A Rulfo lo define así Nuria Amat en su biografía (Ediciones Omega, Barcelona, 2003), al compararlo con el escritor suizo Robert Walser: Dice: “Walser, como ocurre también con Rulfo, es un artista. No un intelectual. Asume que no tiene nada que decir ni escribir aparte de lo que ya ha producido. Se siente acosado por la sociedad y los editores. Y sus reacciones son intempestivas en estas situaciones sociales. Tanto Walser como Rulfo se sienten víctimas de conspiraciones de amigos y editores. Se sienten perseguidos”.
Paz, en cambio, desde muy joven se inventó como miembro activo de la “inteligencia”. De hecho, El laberinto de la soledad (1950) puede leerse como su plataforma de despegue. Hace en este ensayo histórico un repaso crítico de las principales figuras intelectuales de la modernidad, desde José Vasconcelos hasta Emilio Uranga, pasando por Samuel Ramos, Jorge Cuesta, Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas; y las conclusiones del libro muestran la ambición de Paz por ser considerado como una figura que va a dominarlo todo. Con él nace el mexicano universal: “Allá, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”.
Una manera de saber qué pensaba Paz de Rulfo es revisar los ensayos. En el tomo cuarto de las obras completas (Generaciones y semblanzas, dominio mexicano) hay varias menciones; la primera es al paso, en un texto sobre Ramón Xirau (“Borges no substituye a Reyes, Rulfo no desaloja a Martín Luis Guzmán...”); la segunda se da en similares circunstancias, al contextualizar el trabajo poético de Marco Antonio Montes de Oca; en la tercera reseña la traducción francesa de Al filo del agua, de Agustín Yáñez, y no le extraña que junto con Pedro Páramo (que apareció en francés en 1958) “dos de las mejores novelas de la literatura mexicana sucedan en la provincia”. Ahí mismo, en una nota al pie de 1972, ubica a Rulfo como “autor de una de las pocas ‘obras maestras’ de la literatura latinomericana”. Mas cuando entra de lleno al tema del narrador, en el artículo “Paisaje y novela en México: Juan Rulfo”, prefiere detenerse en los escritos mexicanos de Malcolm Lowry y D. H. Lawrence; y sugiere un simbolismo inconsciente en el título de Pedro Páramo, lo que para los familiares de Rulfo, en su afán de guardianes del mausoleo, podría indicar una descalificación.
Paz no sólo se sabía buen escritor, por lo mismo de que le urgía el reconocimiento a lo largo de su carrera literaria fue creando acompañamientos críticos con los que logró alzarse (achaparrando a los otros) como patriarca o tirano de las letras mexicanas. Armó, en paralelo al PRI, una dictadura perfecta que tuvo sus beneficiarios y sus víctimas. En cuanto a lo último está el caso, muy conocido, de Jorge Aguilar Mora, quien publicó La divina pareja: historia y mito en Octavio Paz (Era, México, 1978), en donde se lee, por ejemplo: “Paz se ha impuesto con su inteligencia y con su asombroso estilo y, al mismo tiempo, parece haberse robado la inteligencia de sus comentaristas, de sus reseñadores, de sus apologistas”. Tales atrevimientos le costaron el exilio a Aguilar Mora, quien en uno de sus regresos aseguró que para escribir en México había que apretarse el cinturón o bajarse los calzones.
Mas el edificio que Paz construyó para glorificarse ya es antiguo, y quizá se esté resquebrajando; y no sostienen esas ruinas ni Juan Goytisolo ni Tomás Segovia, que no miraron a Paz como un tótem sino como un igual e incluso dialogaron de tú a tú con él. En Poética y profética (El Colegio de México/FCE, 1985) se burla Segovia de esa idea paciana de la tradición en la ruptura, que le suena como a revolucionario institucional.
Alguien debería enterar a los Rulfo de que los fantasmas de esta batalla librada a destiempo son ya sólo eso: espíritus que deambulan en el laberinto de su propia soledad.
Diciembre 2005
Como se vio en los días que siguieron al desarrollo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y hasta su conclusión, el pleito de los Rulfo no era directamente con Tomás Segovia (quien en esta comedia de enredos no dijo lo que dijeron que dijo, y al que con seguridad ninguno de los Rulfo ha leído en sus libros, aunque sí, y mal, en sus declaraciones) ni con Juan Goytisolo (cuya obra, para el que la conozca, se sostiene por sí misma) sino con Octavio Paz: identificaron a los autores galardonados en las últimas versiones del premio Juan Rulfo como “gente de Vuelta” (revista que circuló en las últimas décadas del siglo XX), y por ello consideraron que éste se convirtió en “botín de un grupúsculo”. Su actitud fue eco de un malestar paterno, un rencor también heredado (por cosas oídas en la infancia), asunto vivo sólo para ellos y, en tal caso, para los espectros de Octavio Paz y Juan Rulfo.
Éste creía, en efecto, que su obra era menor que la del premio Nobel numéricamente hablando. Una vez, como satisfecho de una travesura, contó a Juan Ascencio lo que sigue: “Me pidieron mis libros para exhibirlos en Alemania. También van a exhibir los de Octavio Paz. Yo pensé: con dos libros tan chiquitos voy a quedar muy desairado. Entonces se me ocurrió mandar todas mis traducciones. Tengo más de cincuenta. Ya le gané. Van por valija diplomática, para llegar a tiempo”. También Ascencio refiere un desencuentro de ambos personajes durante una cena en casa de José Luis Martínez, en donde un Paz furioso —y quizá medio borracho— toma de las solapas a Rulfo y le reclama: “Tú andas diciendo cosas de mí”.
Las razones de sus diferencias son sinrazones, en la fiesta literaria de los egos. En ese afán de competencia la pregunta de quién es más grande (o mejor o más importante o lo que fuere) resulta vana, pues no son figuras equiparables. Se podría designar a uno, a Octavio Paz, como “intelectual”; y al otro, Juan Rulfo, como “artista”, con lo que ninguno pierde. A Rulfo lo define así Nuria Amat en su biografía (Ediciones Omega, Barcelona, 2003), al compararlo con el escritor suizo Robert Walser: Dice: “Walser, como ocurre también con Rulfo, es un artista. No un intelectual. Asume que no tiene nada que decir ni escribir aparte de lo que ya ha producido. Se siente acosado por la sociedad y los editores. Y sus reacciones son intempestivas en estas situaciones sociales. Tanto Walser como Rulfo se sienten víctimas de conspiraciones de amigos y editores. Se sienten perseguidos”.
Paz, en cambio, desde muy joven se inventó como miembro activo de la “inteligencia”. De hecho, El laberinto de la soledad (1950) puede leerse como su plataforma de despegue. Hace en este ensayo histórico un repaso crítico de las principales figuras intelectuales de la modernidad, desde José Vasconcelos hasta Emilio Uranga, pasando por Samuel Ramos, Jorge Cuesta, Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas; y las conclusiones del libro muestran la ambición de Paz por ser considerado como una figura que va a dominarlo todo. Con él nace el mexicano universal: “Allá, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”.
Una manera de saber qué pensaba Paz de Rulfo es revisar los ensayos. En el tomo cuarto de las obras completas (Generaciones y semblanzas, dominio mexicano) hay varias menciones; la primera es al paso, en un texto sobre Ramón Xirau (“Borges no substituye a Reyes, Rulfo no desaloja a Martín Luis Guzmán...”); la segunda se da en similares circunstancias, al contextualizar el trabajo poético de Marco Antonio Montes de Oca; en la tercera reseña la traducción francesa de Al filo del agua, de Agustín Yáñez, y no le extraña que junto con Pedro Páramo (que apareció en francés en 1958) “dos de las mejores novelas de la literatura mexicana sucedan en la provincia”. Ahí mismo, en una nota al pie de 1972, ubica a Rulfo como “autor de una de las pocas ‘obras maestras’ de la literatura latinomericana”. Mas cuando entra de lleno al tema del narrador, en el artículo “Paisaje y novela en México: Juan Rulfo”, prefiere detenerse en los escritos mexicanos de Malcolm Lowry y D. H. Lawrence; y sugiere un simbolismo inconsciente en el título de Pedro Páramo, lo que para los familiares de Rulfo, en su afán de guardianes del mausoleo, podría indicar una descalificación.
Paz no sólo se sabía buen escritor, por lo mismo de que le urgía el reconocimiento a lo largo de su carrera literaria fue creando acompañamientos críticos con los que logró alzarse (achaparrando a los otros) como patriarca o tirano de las letras mexicanas. Armó, en paralelo al PRI, una dictadura perfecta que tuvo sus beneficiarios y sus víctimas. En cuanto a lo último está el caso, muy conocido, de Jorge Aguilar Mora, quien publicó La divina pareja: historia y mito en Octavio Paz (Era, México, 1978), en donde se lee, por ejemplo: “Paz se ha impuesto con su inteligencia y con su asombroso estilo y, al mismo tiempo, parece haberse robado la inteligencia de sus comentaristas, de sus reseñadores, de sus apologistas”. Tales atrevimientos le costaron el exilio a Aguilar Mora, quien en uno de sus regresos aseguró que para escribir en México había que apretarse el cinturón o bajarse los calzones.
Mas el edificio que Paz construyó para glorificarse ya es antiguo, y quizá se esté resquebrajando; y no sostienen esas ruinas ni Juan Goytisolo ni Tomás Segovia, que no miraron a Paz como un tótem sino como un igual e incluso dialogaron de tú a tú con él. En Poética y profética (El Colegio de México/FCE, 1985) se burla Segovia de esa idea paciana de la tradición en la ruptura, que le suena como a revolucionario institucional.
Alguien debería enterar a los Rulfo de que los fantasmas de esta batalla librada a destiempo son ya sólo eso: espíritus que deambulan en el laberinto de su propia soledad.
Diciembre 2005
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