SIMPATÍA POR EL DIABLO
Tiempo atrás circuló en Acapulco el rumor de que en una de las casas del fraccionamiento Brisas Guitarrón, en la parte sur del puerto, vivía el diablo. Se construyó al respecto un cuerpo coherente de anécdotas que acaso valga le pena revisar. Se habló entonces, por ejemplo, de monjes que llegaban ahí para oficiar misas negras; se identificó como de sangre unas manchas en el piso, debajo de un árbol de plátanos. Ante una figura itifálica del dios Pan que adornaba la fachada, los peatones se persignaban y murmuraban, para conjurar los posibles maleficios, este rezo: “Pinche diablo, chinga tu madre”. Una muchacha vecina soñaba por las noches que era atacada sexualmente por los habitantes de esa residencia infernal. En las escuelas religiosas se llegó a dar la confirmación de que, en efecto, el ángel caído se había instalado en Acapulco. Y por los mismos medios académico-religiosos, el rumor aterrizó en otros Estados de la República: en aulas ultraconservadoras de Guadalajara era posible escuchar la docta certeza de que el diablo tenía su dirección postal en Guerrero.
Un día, un grupo de reporteros locales se armó de valor para llevar a cabo una peligrosa marcha a la casa del diablo. Tocaron a la puerta, dijeron a quién buscaban, fueron recibidos cortésmente; en las manchas del piso bajo el árbol del plátano identificaron la sangre de la que tanto se hablaba (cuando eran sólo sudores del mismo árbol)… Se enfrentaron luego a una iconografía extravagante. Habrán visto por ahí un ángel exterminador metálico, y muchas otras figuras en bronce y plata, desde joyería hasta piezas monumentales. La anfitriona (una mujer perfectamente normal) se espantó de la seriedad y el miedo de los periodistas, con sus medallitas virginales en el pecho; en cambio, el anfitrión tomó a broma la visita. Luego las cosas más o menos se aclararon, pero el peregrinar de los hombres de la prensa alertó a ambos sobre un terror popular que iba in crescendo y tal vez, en algún momento, podría volverse incontrolable, pues el miedo (como sentenció Fassbinder) devora el alma, y más cuando el enemigo es el propio Satanás.
Si tomaron bien sus notas, habrán apuntado los reporteros que ese a quien los vecinos identificaban como el diablo era húngaro, nacido en Kondoros en la primera mitad del siglo XX, y que de niño había admirado a Racoczy Ferenoz, soberano de Transilvania, del cual hizo, en su primera infancia, una escultura en barro. Persistió en el trabajo artístico hasta que los rusos invadieron Hungría, y él fue culpado por tener en su poder un rifle inservible: lo llevaron preso a la cárcel de Maria Nostra. Por esa costumbre de modificar con sus manos los objetos, daba forma al migajón de los panes antes de llevarlos a la boca, lo que era un doble alimento pues satisfacía su hambre física y su hambre artística. Luego de cinco años, una revuelta lo liberó y él huyó hacia Austria, primero, y luego a Francia, en donde siguió ejerciendo el oficio de escultor. A finales de los años cincuenta o principios de los sesenta cruzó el Atlántico, para instalarse inicialmente en la ciudad de México y después en ese Acapulco que Francisco Tario había dibujado, una década atrás, como un sueño.
A Pal Kepenyes el rumor de su condición diablesca (y otras circunstancias menos enigmáticas o más terrenales) lo hizo abandonar la casa de Guitarrón y se mudó a un lugar cercano, cuya seña geográfica es una metáfora compleja: Cumbres del Llano Largo, más que un llano en llamas puesto que es montañoso, planicie no plana sino encumbrada. A esta nueva casa le falta a propósito, en la estancia principal, una pared, gracias a lo que se tiene una vista panorámica de la bahía de Acapulco; y el umbral es, también, un espacio de esculturas móviles que el artista llama “vivos”, y que son, siempre, más de lo que parecen a simple vista por su condición variable, puesto que asumen como parte de un proceso lo que en otros casos se presenta como enemigo de lo artístico: el paso del tiempo.
La viveza de estas esculturas convive con su intemporalidad: las edades no se disuelven. A veces, en la obra de Pal Kepenyes, los cuerpos humanos representan el paso de las generaciones, la cadena familiar. Hay la idea de que el arte detiene o captura el instante; aquí se vuelve movimiento. Nada está fijo: ni el objeto observado ni el espectador, que puede jugar con las permutaciones de estas esculturas que admiten ser tocadas.
No deja de ser una extravagancia el hecho de que un artista de origen húngaro, aunque ya mexicano por haber adquirido la nacionalidad, viva en estas montañas de una llanura larga cercanas al puerto de Acapulco, donde sus piezas se cocinan con soplete. Él entiende el rumor maléfico, que corrió por el puerto años atrás, como una especie de asombro que se atrevió a manifestarse sólo como desconfianza hacia aquello que no puede ser razonado y con frecuencia es mal entendido. En un manifiesto escrito, apunta: “Los gritos no son para que los escuchen los vecinos”, pero los vecinos sí escucharon.
Su obra en bronce, cuya divisa es la alteración, adquiere la consistencia del mito pero también de lo que está por venir: construye antigüedades futuras, como una antropología puesta de cabeza. El hombre de hoy mira las cosas como las miraron los antepasados y como las mirarán, probablemente, los seres de las épocas nuevas.
La vida del húngaro Pal Kepenyes es una novela que acaso merece pronto ser escrita; y su trabajo escultórico variable y ondeante (alguna vez designado como surrealista) sigue a la caza de espacios en los que pueda perdurar. Se dirá, al fin, que los rumores no eran desacertados: el diablo de la creación habita en las montañas llaneras de Acapulco.
Diciembre 2005
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